Naturalmente, nada de esto resulta obvio para el hombre. Al contrario, todo ello supone un giro total de pensamiento, una nueva conciencia, una verdadera conversión interior con todas sus consecuencias, basada exclusivamente en esa imperturbable confianza que se llama fe. Todo el mensaje de Jesús es una sola llamada que invita no a escandalizarse, sino a convertirse, es decir, a abandonarse a su palabra y a fiarse en el Dios de la gracia. Su palabra es la única garantía que al hombre se le ofrece de que Dios es así. Quien no cree en su palabra sospechará que sus obras provienen del demonio. Sin su palabra, sus obras son equívocas. Solamente su palabra las hace evidentes, inequívocas.
Pero aún hay algo más. Quienquiera que acepta el mensaje de Jesús y se enrola en su comunidad, a través del mismo Jesús traba a la vez relación con aquél a quien Jesús llama «mi Padre». Con el apelativo de «Padre», tal como lo entiende Jesús, no en contraposición con el de «madre», entramos en el punto álgido del conflicto. Los resultados del análisis lingüístico son sorprendentes a este respecto
[30]
: del amplísimo elenco de epítetos de que el judaísmo antiguo dispone para denominar a Dios, Jesús elige, curiosamente, el apelativo «mi Padre». En el Antiguo Testamento hebreo, las denominaciones de Dios como Padre son tan raras como aisladas
[31]
. Y, desde luego, en la literatura del antiguo judaísmo palestinense, cuando menos hasta entonces, el apelativo hebreo «mi Padre» referido individualmente a Dios no se encuentra en ninguna parte. Sólo en el ámbito helenístico, de evidentes influencias griegas, se halla documentada (aunque no muy profusamente) la costumbre de dirigirse a Dios con el término griego de
πατήρ, patér
. Y más extraordinarios todavía son los datos documentales del término arameo de Padre:
Abba
. Según los testimonios de que disponemos
[32]
, parece que Jesús siempre llamó a Dios
Abba
. De otra manera no se explica el persistente uso que de este término arameo, tan inusual, hicieron después las comunidades de lengua griega
[33]
. Y, a la inversa, en toda la amplísima literatura de oración, tanto litúrgica como privada, del judaísmo, desde la Antigüedad hasta la Edad Media, no se puede aducir ningún texto en el que Dios sea invocado con el nombre de
Abba
. ¿Cuál es la explicación de este fenómeno? Hasta este momento no se ha encontrado más que una:
Abba
es, originariamente, algo así como nuestro «papá», un balbuceo infantil, que en tiempos de Jesús también los hijos e hijas mayores empleaban para dirigirse al propio padre y, en general, denotaba cortesía y respeto ante las personas ancianas. Por eso, utilizar para dirigirse a Dios una expresión tan poco varonil, tan tierna, propia del lenguaje de los niños o muestra usual de cortesía, hubo de resultar para los contemporáneos de Jesús enormemente irreverente, escandalosamente familiar, como pasaría hoy si nosotros llamásemos a Dios «papá» o «papaíto».
Para Jesús, sin embargo, esta denominación no es en absoluto irrespetuosa, igual que el apelativo familiar de un hijo a su padre. La familiaridad no excluye el respeto. La reverencia sigue siendo para Jesús el fundamento de su concepto de Dios. Mas no su centro: según Jesús, tal como un niño habla a su padre terreno, así debe el hombre hablar a su padre celestial: con respeto, pronto a la obediencia, pero sintiéndose, sobre todo, seguro y confiado. Con esta confianza llena de respeto es como Jesús enseña a sus discípulos a hablar a Dios: «Padre nuestro - de los cielos»
[34]
. Llamar a Dios «Padre» es la expresión mas atrevida y a la par mas simple de esa confianza incondicionada que cree al buen Dios capaz de todo bien, de él se fía y a él se confía.
El
Padrenuestro
, transmitido en dos versiones, una corta
[35]
y otra larga
[36]
. sin servilismos a la letra ni a las fórmulas, es una plegaria espontánea, nacida de la vida corriente de cada día. No supone inmersiones ni purificaciones místicas, ni conlleva reivindicaciones de méritos; sólo hay un requisito: la disposición al perdón
[37]
.
De cada petición por separado es fácil encontrar paralelos en las plegarias hebraicas, como, por ejemplo, en la oración de las dieciocho peticiones. Pero el Padrenuestro en conjunto es, por su brevedad, precisión y llaneza, inconfundible. Es un modo de orar nuevo, profano, no formulado en el lenguaje sacral hebraico, sino en la propia lengua materna aramea, sin los usuales y pomposos apelativos de alabanza ritual a Dios. Una oración marcadamente personal, pero que a través de la invocación «Padre nuestro» crea un fuerte lazo de unión entre los que rezan. Una plegaria simplicísima, pero concentrada en lo esencial: en la causa de Dios (santificado sea su nombre, venga a nosotros su reino y hágase su voluntad), que indisolublemente está ligada a la causa del hombre (sus necesidades materiales, su culpa, la tentación y la fuerza del Mal).
Todo él es una ejemplar verificación de lo que Jesús ha venido diciendo contra el estilo ampuloso de rezar: no os imaginéis que por hablar mucho os harán más caso, como si vuestro Padre no supiese ya lo que os hace falta
[38]
. Es todo lo contrario de una invitación a dejar de lado la oración de súplica, limitándose a la de loor y alabanza, como proponían los estoicos en atención a la omniscencia y omnipotencia de Dios. Es ante todo una invitación a rogarle, conscientes de la inminente venida de Dios, con imperturbable confianza y humana insistencia, al igual que el amigo intempestivo a mitad de la noche
[39]
y que la viuda impertérrita ante el juez
[40]
. En ningún pasaje se plantea el problema de la oración desatendida; existe seguridad de que será escuchada
[41]
. La experiencia de no haber sido atendidos no debe conducir al silencio, sino a la reiteración de la plegaria. Siempre, eso sí, bajo el supuesto de que no se haga nuestra voluntad, sino la suya
[42]
: aquí reside el secreto de que la oración sea escuchada.
Jesús recomienda que se rece lejos de la gente, en el aislamiento incluso del propio aposento familiar
[43]
. También él ha rezado así. Pues, aunque la mayor parte de los pasajes sinópticos sobre el tema se deben a interpolaciones redaccionales de Lucas en el Evangelio de Marcos
[44]
, en este mismo evangelio ya se da noticia de las largas horas que Jesús dedica a la oración en soledad, fuera del horario litúrgico
[45]
. Jesús mismo dio gracias. Pues, aunque las frases de Mateo sobre el mutuo conocimiento del Padre y del Hijo tienen resonancias joánicas y, por lo mismo, se discute su autenticidad, no ocurre así con la oración de acción de gracias inmediatamente anterior, donde Jesús, a pesar de todos los fracasos, alaba al Padre por haber escondido «estas cosas» a los sabios y entendidos y haberlas revelado a la gente sencilla, a los incultos, a los simples, a los humildes
[46]
.
Mas aquí también se puede hacer otra constatación sorprendente. Numerosos son los pasajes en los que Jesús dice «mi Padre» (del
-
cielo)», así como también «tu Padre» y «vuestro Padre». Sin embargo, no hay un solo pasaje en todos los evangelios donde Jesús se una con los discípulos para decir «nuestro Padre». Esta radical
distinción entre Padre «mío» y «vuestro»
, ¿se debe simplemente al modo cristológico de hablar de la comunidad
[47]
? Por lo menos es igualmente sostenible la opinión contraria, a saber: el hecho de que esa diferencia de terminología se mantenga tan constante a lo largo de todo el Nuevo Testamento se debe justamente a que los evangelios no hacen otra cosa que poner de manifiesto lo característico de Jesús, manifestando con exactitud su misión
[48]
. Verdad es que el enigmático
logion
de Mt 11,27, par.
(logion
con cierto sabor al cuarto Evangelio, aunque hasta ahora nadie ha explicado cómo haya podido caer en los sinópticos este «aerolito del cielo joánico») no da pie para concluir —sería ir demasiado lejos— que en él se alude a un acontecimiento concreto de revelación, ocurrido, por ejemplo, en el bautismo de Jesús. Y eso ni aunque se haga una traducción extremadamente libre: «Todo (o sea, toda la revelación) me lo ha comunicado mi Padre. Y
como
a su Hijo sólo lo conoce (verdaderamente) un Padre,
así
a su Padre sólo lo conoce (verdaderamente) un Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar»
[49]
. Por otra parte, sin embargo, ¿quién puede negar que todo el anuncio que hace Jesús del reinado y de la voluntad de Dios está enteramente centrado en Dios como «Padre»?
El sentido cotidiano de la palabra
Abba
impide precisamente su supravaloración en cuanto apelativo de Dios. Jesús mismo nunca se definió como «el Hijo» sin más. Incluso llegó a rechazar categóricamente cualquier identificación directa con Dios, cualquier divinización de su persona: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno más que uno, Dios»
[50]
. Mas, por otro lado, tampoco habla como los profetas veterotestamentarios: «Así dice el Señor» u «Oráculo de Yahvé». El habla más bien con un enfático «Yo» o «Pero yo os digo» por delante, del que no se encuentran paralelos en el mundo judío, lo que da pie para pensar que proviene directamente del Jesús prepascual. Ateniéndonos a las fuentes, ¿cómo se puede negar que este mensajero del Dios Padre vivió y actuó realmente en virtud de una extraordinaria unión con Dios? ¿Cómo negar que su anuncio del reinado y la voluntad de Dios está basado en una particular experiencia de Dios? ¿Cómo negar que su increíble pretensión, su soberana seguridad y su fresca connaturalidad nacieron de una personal y directa relación con Dios, su Padre y nuestro Padre?
Sin lugar a dudas, pues, Jesús es el público
abogado de la causa de Dios
. Y no en el simple sentido jurídico-externo, como mero delegado, plenipotenciario o defensor de Dios. Lo es también en el sentido existencial-íntimo más profundo: como enviado personal, como fiduciario, confidente y amigo de Dios. Ante Jesús, el hombre, sin coacción de ninguna clase, es cierto, pero de una forma directa e inexorable, se ve confrontado con la realidad última, esa realidad que lo empuja a tomar una decisión sobre el último por qué y para qué. Esa misma realidad última es la que mueve a Jesús en todo su vivir y en todo su obrar, sea frente al sistema político-religioso y sus estamentos superiores, sea frente a la Ley, el culto y la jerarquía, frente a las instituciones y la tradición, frente a los lazos de familia y los compromisos de partido. Ella es también la que lo lleva a compadecerse y tomar partido por las víctimas del sistema, por todos los que sufren, los marginados y pisoteados, los que se sienten culpables o fracasados. Esa última realidad es la que ilumina toda su vida: cuando anuncia a Dios Padre, cuando se niega a compartir los temores y prejuicios religiosos de su tiempo, cuando se solidariza con el pueblo religiosamente ignorante. Y lo mismo cuando no trata a los enfermos como si fuesen pecadores y no permite que recaiga sobre Dios la sospecha de enemigo de la vida, cuando libera a los endemoniados de sus coacciones psíquicas y rompe el círculo infernal de los perturbados mentales, creyentes en los demonios y proscritos sociales. Esa última realidad es también la que motiva toda su actuación: cuando anuncia la soberanía de Dios y rechaza toda clase de relación de poder entre los hombres, cuando se opone a que las mujeres estén sometidas en el matrimonio al arbitrio del marido, cuando toma bajo su protección a los niños contra los mayores, a los pobres contra los ricos y, en general, a los pequeños contra los grandes.
O, también, cuando se pone a favor de los religiosamente heterodoxos, de los políticamente comprometidos, de los sexualmente explotados, de los moralmente fracasados, de los relegados al margen de la sociedad y les concede su perdón. Cuando, en fin, se mantiene abierto a todos los grupos sin suscribir ciegamente lo que los representantes y expertos de la religión oficial declaran infaliblemente verdadero o falso, bueno o malo. En esta realidad última que él llama Dios, su Padre y nuestro Padre, es donde radica su actitud fundamental, que podemos definir con una sola palabra:
libertad
. Una libertad que es contagiosa, que tanto para el individuo como para la sociedad abre, dentro de la unidimensionalidad que los atenaza, una
dimensión
verdaderamente
distinta
, una alternativa real con otros valores, normas e ideales. Que es un auténtico salto cualitativo hacia una nueva conciencia, hacia una nueva meta, hacia un nuevo objetivo e itinerario de vida, hacia una nueva sociedad en libertad y justicia. Que es un verdadero trascender, o sea, no un trascender sin trascendencia, sino un
trascender desde la trascendencia a la trascendencia
.
En la relación entre Jesús y el Padre tocamos el misterio último de Jesús. Las fuentes no nos ofrecen detalles de su intimidad. La psicología y la filosofía de la conciencia tampoco nos prestan mayor ayuda. Una cosa, sin embargo, es lícito decir: cierto que Jesús no reivindicó para sí el señalado título de Hijo y cierto que no es lícito trasladar a los textos prepascuales la teología pospascual del Hijo de Dios, pero asimismo tampoco se puede negar que en el Jesús prepascual se encuentran datos reales suficientes para su caracterización pospascual como «Hijo de Dios». Toda la predicación y el comportamiento de Jesús no son otra cosa que una interpretación de
Dios
. A la vista de este Dios distinto que Jesús anuncia, ¿no había de aparecer también Jesús bajo una luz distinta? Todo aquel que se adhería a Jesús con decidida confianza tenía que constatar a la vez una transformación, inesperada y liberadora, de lo que hasta entonces entendía por «Dios». Y, a la inversa, quien por obra de Jesús se adhería a este Dios Padre, ¿no experimentaba también una transformación de lo que él hasta entonces había visto en Jesús?
El hecho fue éste: el anuncio y la invocación de Dios como Padre, con toda su novedad y originalidad, devolvió su luz sobre aquel que con tal novedad y originalidad lo había anunciado e invocado. Y de la misma manera que al principio no se podía hablar de Jesús sin hablar de este Dios y Padre, así también fue después muy difícil hablar de este Dios y Padre sin hablar de Jesús. La decisión de creer en el único y verdadero Dios no dependía de determinados nombres y títulos, sino de la persona de este Jesús. La relación personal con Jesús determinaba cómo uno se comportaba ante Dios, qué opinión tenía de él, cuál era su Dios en suma. Jesús habló y actuó en el nombre y la fuerza del único Dios de Israel. Y por esto, finalmente, se dejó matar.