En casi todas las cuestiones importantes (matrimonio, familia, nación, relación con la autoridad, trato con otros hombres y grupos) Jesús piensa de manera diferente de lo acostumbrado. El conflicto en torno al sistema, la Ley y el orden, el culto y las tradiciones, la ideología y la praxis, las normas vigentes, las fronteras que hay que respetar y las personas que hay que evitar, la disputa sobre el Dios oficial de la Ley, del Templo, de la nación, y la pretensión de Jesús tienden a un desenlace inmediato. Era preciso ver quién tenía razón. El conflicto se había hecho cuestión de vida o muerte. Y el protagonista, tan provocativo en su magnanimidad, desenvoltura y libertad, se convertiría en un silencioso y paciente personaje.
Los evangelios están determinados desde el comienzo por un presentimiento de muerte. Pero presentar la historia de Jesús como una historia de pasión, ¿no responde a una tendencia pospascual? En contra de las conclusiones de pasados estudios sobre la vida de Jesús, llenos de fantasía historizante y psicologizante, hoy se ha llegado al acuerdo sobre un punto: que Jesús no vivió antes de su catástrofe en Jerusalén una «primavera galilaica» coronada de éxitos. Para descartar esta u otra semejante primavera romántica basta considerar que no es al final, sino al comienzo del primer Evangelio cuando se da noticia de que los adversarios de Jesús deciden planear su muerte
[1]
. Asimismo, los relatos de las tentaciones, recogidos también al principio de los evangelios, ponen de manifiesto que la vida y obra de Jesús no estuvo exenta de tentaciones, tribulaciones y dudas.
Entre tanto se ba podido constatar que el
marco
[2]
geográfico-histórico del mismo Evangelio de Marcos (actividad en Galilea con residencia en Cafarnaún, breve estancia en tierra de paganos, confesión de Pedro e inicio de la marcha hacia Jerusalén, entrada, permanencia y pasión) tiene una función literaria y sus detalles no deben por principio ser tomados como relatos históricos. La mayoría de las narraciones podrían haber sido ordenadas de otra manera, como Lucas y Mateo hicieron después en parte. Tanto la confesión de Pedro como la huida temporal del radio de acción de Herodes Antipas hacia el territorio de Tiro, ciudad fenicia del Norte, en la región de Cesárea de Filipo, y la «Decápolis», zona situada al otro lado del lago de Genesaret (cerca de los actuales montes del Golán), sometida a directa administración militar de los romanos, no son históricamente ciertas, aun cuando no se pueda excluir una incursión ocasional por tierra de paganos. No obstante, una cosa nos consta con toda seguridad: que Galilea es el principal campo de acción de Jesús, y sólo al final, como cambio decisivo en su vida, tiene lugar el viaje —único según los sinópticos— a Jerusalén. Y que Jesús experimentó desde el principio adhesión y rechazo, afluencia de gente y acerba hostilidad, también es cosa que los evangelios pueden haber reflejado con fidelidad histórica.
Queriendo anunciar a todo el pueblo su mensaje, Jesús tenía que presentarse ante todo en el centro religioso por excelencia: en la fatídica ciudad de Israel, en la santa ciudad de Dios, en la ciudad del gran Rey
[3]
. Aquí debía confrontarse el pueblo, en la hora suprema, con el mensaje del reino y de la voluntad de Dios. Los discípulos esperaban, como varias veces apunta Lucas
[4]
, que con la marcha hacia Jerusalén iba a comenzar el reinado de Dios. Aquí, pues, debía realizarse la última suerte.
Que Jesús fuera a Jerusalén sólo para morir es probablemente una interpretación ulterior. Y lo mismo puede decirse de las antiguas
predicciones
judeocristiano-palestinenses
de la pasión y resurrección del
«Hijo de hombre», que ya en Marcos aparece tres veces
[5]
, en la última de las cuales se describe incluso un sumario de la pasión y resurrección. Todas ellas, distribuidas a lo largo de toda la historia con gran esmero redaccional, pretenden poner de relieve tanto el plan misterioso de Dios como la admirable presciencia de Jesús, la voluntariedad de su pasión y, finalmente, su obediencia a la Escritura.
Vaticinia ex eventu
, según el estilo de la apocalíptica judía: profecías configuradas después del cumplimiento, formuladas
a posteriori
conforme a los acontecimientos. Así se denomina en lenguaje técnico este género literario, tan frecuente en el Antiguo Testamento y en la literatura antigua en general. Estas predicciones están al servicio de la predicación, del
kerygma
; por tanto, no son profecías o vaticinios en sentido estricto. Son «fórmulas kerygmáticas» que presentan el itinerario de la pasión de Jesús como cumplimiento del plan de salvación de Dios y no como un destino ciego, fatal. No son clarividentes prognosis del mismo Jesús, sino interpretaciones de la pasión por la cristiandad primitiva.
¿Quiere decir que Jesús no previo su muerte en absoluto? Esto es otro problema. ¿Cómo iba a ser Jesús tan ingenuo que no vislumbrara lo que se le venía encima? Siempre hay que contar, es cierto, en los evangelios con posibles intenciones cristológicas; pero también puede resultar acrítico un escepticismo histórico total. Para advertir el
peligro de un final violento
no se necesitaba ninguna ciencia sobrenatural, bastaba con mirar la realidad desapasionadamente.
Por la radicalidad de su mensaje, que puso en entredicho las piadosas certidumbres del hombre y de la sociedad y todo el ordenamiento religioso tradicional, provocando desde el principio gran oposición, Jesús tuvo que contar necesariamente con graves colisiones y duras reacciones por parte de los poderes religiosos y eventualmente también políticos, con graves consecuencias para ambas esferas. Las recriminaciones motivadas por sus transgresiones del sábado, su desprecio de la Ley y sus blasfemias contra Dios debían ser tomadas en serio. En todo caso, la entrada en la capital del «herético profeta» de provincias, que en el pueblo creyente sembraba inseguridad y confusión, significaba una clara provocación a la clase dirigente. Ya en el Evangelio de Juan podemos leer: «Escucha y verás que de Galilea no puede salir un profeta»
[6]
. En el supuesto —probable— de que la entrada en Jerusalén no hubiera tenido el carácter triunfal con que luego se la revistió (dando al pacífico asno una interpretación simbólica y engalanando todo el episodio con elementos legendarios), la cosa estaba clara: quien había sido tachado de taumaturgo diabólico, falso profeta y blasfemo tenía que contar con la pena capital. Para merecer la muerte, en efecto, bastaba con infringir intencionadamente, tras una única amonestación, el precepto sabático en presencia de testigos (obsérvese en Marcos: tras la primera profanación del sábado tiene lugar la advertencia; a la segunda le sigue de inmediato la deliberación para acabar con Jesús)
[7]
.
Cierto, en Judea y Samaría un tribunal judío no podía ejecutar sentencias de muerte (por lo menos es discutible que tuviese tal potestad). El
ius gladii
, al parecer, estaba reservado a las fuerzas romanas de ocupación. Pero, prescindiendo incluso de que los círculos dirigentes judíos tenían en ciertos casos intereses comunes con los romanos en contra de los agitadores políticos y las rebeliones populares y estaban en general dispuestos al colaboracionismo, la situación en Galilea cuando menos era diferente: el tetrarca judío podía, por gracia de Roma, pronunciar y ejecutar sentencia de muerte. El arresto y decapitación de Juan el Bautista en la fortaleza de Maqueronte por orden de Herodes Antipas (bien porque aquél había desaprobado públicamente el casamiento de Herodes con su cuñada Herodías
[8]
, bien porque el mismo Herodes había atisbado probablemente el significado político de la actuación de Juan y la posibilidad de una insurrección)
[9]
son históricamente ciertos. Para Jesús, que de seguro estaba informado de ello y en muchos aspectos aparecía claramente como el «sucesor» de Juan, significaron en todo caso una siniestra premonición. Hasta un movimiento multitudinario de carácter apolítico podía parecer, a los que ostentaban el poder, políticamente peligroso. La observación, puesta sorprendentemente en boca de los fariseos, de que Herodes quería matarlo
[10]
tenía sobrados fundamentos históricos. Más la entrada solemne de Jesús en Jerusalén comportaba ya el máximo peligro. Y la acción profética de la «purificación del Templo», sin duda histórica en su núcleo, venía igualmente a constituir, en cuanto muestra de inaudita arrogancia en lugar sacro, el riesgo supremo de la propia vida. La suerte de los profetas (Isaías, Jeremías, Amos, Miqueas y Zacarías eran tenidos por mártires, e incluso en tiempos de Jesús se habían construido monumentos funerarios como expiación por su muerte) debió de hacer reflexionar a Jesús
[11]
. También quizá la suerte del Siervo de Dios del segundo Isaías, que expone su vida a la muerte por muchos
[12]
. Así, pues, dado que Jesús tuvo que prever la posibilidad de una muerte violenta, muy bien pudo también buscar una interpretación de su propio destino. He aquí por qué algunos sostienen que el núcleo central de las afirmaciones sobre el Hijo de hombre, que no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos
[13]
, proviene originariamente de Jesús, viniendo a ser ratificado después por la tradición de la última cena
[14]
.
A la vista de estos hechos resulta poco menos que imposible eliminar críticamente todo el material relativo a la futura pasión de Jesús. Pues este material no sólo comprende las predicciones de la pasión, sino también las invectivas y acusaciones contra los asesinos de los enviados de Dios, contra los que construyen sepulcros a los profetas y de lo que tratan es de matarlos, contra la Jerusalén que mata a los profetas y contra el traidor. Incluye asimismo las afirmaciones sobre su propio destino, sobre su condición de sin patria, sobre la separación inminente, sobre la suerte de los profetas y del Bautista, sobre el cordero pascual, sobre la prueba y sobre su sepultura como malhechor (que de hecho sólo se cumplió en parte). También incluye, finalmente, todos los símiles y enigmas alusivos a la muerte del pastor y a la dispersión de las ovejas, a la sustracción del esposo, al cáliz y al bautismo, a la piedra angular del Templo, a la proximidad del tiempo de la espada…
[15]
. Aun sin abandonar por un momento las debidas cautelas críticas, es imposible negar, por ejemplo, que la más breve, más inconcreta y lingüísticamente más antigua variante de las predicciones de la pasión
[16]
(a saber, que Jesús va a ser entregado en manos de los hombres) tiene un fondo verdaderamente histórico. Y otro tanto podría decirse del apelativo «Satán» que Jesús aplica a Pedro con ocasión de otro anuncio de la pasión
[17]
.
Cualquiera que sea la opinión sobre la autenticidad de uno u otro dicho, hay un extremo que permanece incontestable: Jesús, que con sus palabras y acciones había hecho todo lo posible para merecer la muerte, tuvo que contar con un final violento. No que él provocase o quisiese directamente la propia muerte. Sino que
vivió con la muerte a la vista
y aceptándola libremente (con esa gran libertad que conjuga la fidelidad a sí mismo y la fidelidad a la propia misión, el espíritu de responsabilidad y el espíritu de obediencia) por descubrir en ella la voluntad de Dios. No soportando simplemente la muerte, sino cediendo y entregando la propia vida. Siempre deberá ser tenido en cuenta esto cuando se trate de considerar la escena de la víspera de la crucifixión, esa escena a la que la liturgia específicamente cristiana nunca ha dejado de remitirse a lo largo de sus dos milenios de existencia: la última cena.
Jesús, como también algunos de sus discípulos, fue
bautizado
; pero, según los evangelios sinópticos
[18]
, ni él ni sus discípulos bautizaron a nadie antes de la Pascua. El mismo mandato de bautizar, dado por el Señor resucitado, no es históricamente verificable
[19]
. Hasta aquí hay un acuerdo general en la crítica exegética. Por otra parte, sin embargo, también hoy se está en general de acuerdo en que el bautismo se dio en la Iglesia desde el principio, que la Iglesia primitiva comenzó a bautizar inmediatamente después de la Pascua. ¿Datos contradictorios? No, la explicación es bien simple: la comunidad creyó cumplir la voluntad de Jesús bautizando, aunque para ello no tuviese indicaciones concretas ni antecediese una verdadera «institución» de un rito bautismal. Bautizó simplemente en memoria del bautismo de Juan, que Jesús había aprobado. En memoria del bautismo del mismo Jesús y de los discípulos. Es decir, en respuesta no precisamente a un mandato explícito de Jesús, sino al contenido total de su mensaje, en cuanto éste llamaba a la conversión y a la fe y prometía el perdón de los pecados y la salvación. De esta forma, pues, bautizó la comunidad en el sentido y el espíritu de Jesús: en cumplimiento de su voluntad, en respuesta a su mensaje, es decir, en su nombre
[20]
.
¿Ocurrió quizá algo semejante con la
última cena
, o sea, que tal cena no fue celebrada personalmente por Jesús, sino sólo por la comunidad pospascual en el sentido y el espíritu de Jesús, «en su memoria», en cumplimiento de su «mandato»? La celebración de la cena por la Iglesia podría justificarse de la misma manera que el bautismo. Pero los datos a este respecto son bastante más complejos. Desde una perpectiva histórica, bautismo y cena no pueden situarse en el mismo plano. De un lado, no faltan razones para dudar que Jesús haya «instituido» una cena; el mandato de repetir la celebración, que por dos veces se encuentra en Pablo, falta en Marcos. Pero, de otro lado, las mismas fuentes ofrecen suficientes datos para afirmar que Jesús
celebró
con sus discípulos una cena de despedida, una última cena.
La tradición de que Jesús celebró un banquete junto con sus discípulos antes de su prendimiento está recogida en cuatro versiones
[21]
. El primer testimonio lo encontramos en Pablo al principio de su apostolado en Corintio, en la década de los cuarenta
[22]
. Pablo hace allí referencia a una tradición que se remonta, según él, al Señor en persona y que él ha recibido en Damasco, en Jerusalén o lo más tarde en Antioquía, es decir, directa o indirectamente de la comunidad primitiva, y de cuya tradición algunos testigos oculares viven todavía. El segundo tronco principal de la tradición es el relato de Marcos, al que sigue el de Mateo (este último quizá más originario en sus expresiones semíticas aisladas, pero de seguro más reciente en su redacción final). Lingüísticamente, el relato de Marcos difiere tanto de la versión paulina que no se puede pensar en una fuente griega común. Sustancialmente, sin embargo, el relato de Marcos y el de Pablo son tan acordes que se hace necesario pensar en una fuente común, hebrea o aramea. La antigüedad, amplitud y concreción de la tradición de la cena (la versión de Lucas es una mezcla de elementos tomados de Pablo y de Marcos) no dan lugar a dudas sobre la
realidad
de una última cena de Jesús con sus discípulos. El verdadero problema, agudizado por la superposición de fórmulas litúrgicas en los relatos, está en determinar el
significado
de esta última cena.