En cambio, la
acusación política
de que Jesús aspiraba al poder político, que había incitado a no pagar los impuestos y a la rebelión contra las fuerzas de ocupación, que se tenía por el Mesías-Rey político de los judíos, era una acusación
falsa
. Según todos los evangelios, es un pretexto y una calumnia: como ya vimos a propósito de Jesús y la revolución
[75]
y comprobamos en algún capítulo más, Jesús no fue un activista político, ni un agitador y revolucionario social, ni un militante contrario al poder romano. Fue condenado como revolucionario político, pero sin serlo. De haber sido más «político», habría tenido mayores oportunidades. La acusación política enmascaró el odio y la «envidia» de orden religioso que le tenían los jerarcas y sus teólogos cortesanos. Según el derecho judío vigente, la pretensión de mesianismo ni siquiera constituía un delito; tales casos se solucionaban por sí mismos con el éxito o el fracaso. Pero sí podía fácilmente ser tergiversada y utilizada ante los romanos como pretensión de poder político. De esta manera, la acusación, aparentemente justificada en las vigentes circunstancias, habría de resultar plausible para Pilato. Sin embargo, no sólo era radicalmente tendenciosa, sino sustancialmente falsa. A esto se debe precisamente que luego la comunidad no emplee el título de «Rey de los judíos» como título cristológico. Desde el punto de vista romano, Poncio Pilato no tenía por qué verse obligado a actuar contra
este
«Rey de los judíos»; así lo confirma la vacilación que todos los relatos en general acusan en el gobernador. Además, dentro de este conflicto político, las mismas fuentes excluyen que se trate de una permanente «dimensión» política de la vida de Jesús. Es evidente que la autoridad romana sólo-entra en escena en el último momento, y no por propia iniciativa: según todos los evangelios, lo que la hace entrar en acción es la denuncia y la intriga con fines políticos de la jerarquía judaica.
El conflicto religioso de Jesús con la Ley, el Templo y la jerarquía de la fase prepascual
(aut Christus aut traditio legis)
, no debe convertirse en un conflicto político con el emperador y la pax imperialista romana
(aut Christus
-
aut Caesar)
para sacar de ahí, inmediata y directamente, deducciones en favor de una «teología política»
[76]
. El evangelio de Jesús, aunque desde el punto de vista de la religiosidad privada no fue ciertamente «apolítico», tampoco fue «altamente político». El mensaje y la misión de Jesús no fueron
directamente
políticos, sino exclusivamente «religiosos», que después, eso sí, tuvieron implicaciones y consecuencias «políticas». Para decirlo con mayor precisión: el mensaje y la misión de Jesús fueron
indirectamente políticos
, lo cual sí puede tener consecuencias para una «teología política».
Confirma lo dicho la serie de reacciones que provocó el Crucificado. La joven comunidad cristiana es bien pronto perseguida por las autoridades judías por motivos religiosos; los romanos, en cambio, la dejan en paz hasta los tiempos de Nerón (donde se sumaron otros motivos). Evidentemente, siempre había existido una oposición entre la
fe
religiosa judía y la romana. Siempre había tenido vigencia la disyuntiva «O Yahvé o el César», que Jesús (como después los cristianos) no hace más que suscribir. Así, pues, no sólo la fe en Cristo, sino también la fe en Yahvé ya cuestionaba religiosamente los dioses estatales romanos y, en particular, el culto a los emperadores divinizados, y esto no podía dejar de tener implicaciones políticas. Los romanos, sin embargo, no veían en este cuestionamiento religioso razón para incoar un proceso contra la jerarquía judía. La oposición religiosa entre fe judía (cristiana) y fe romana no debía traducirse por fuerza en una oposición política entre
poder
judío y
poder
romano, como claramente se desprende también del mensaje y comportamiento del propio Jesús. En el orden político, para Jesús vaha no el
aut-aut
zelota del radicalismo político, sino el diferenciado «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
[77]
. Sólo cuando el César llegó a exigir de los cristianos lo que es de Dios, surgió el conflicto con el Estado romano y sus dioses, así como la antítesis Cristo-César, Iglesia-Roma.
Determinar quién haya tenido
mayor culpa en la muerte de Jesús
es una cuestión del todo superflua. Implicadas en ella estuvieron ambas autoridades, la judía y la romana. Nunca debería haberse hablado de una culpa colectiva del pueblo judío de entonces (¿por qué no también del pueblo romano?). Pero muchísimo menos de una culpa colectiva del pueblo judío actual (¿y del pueblo romano?). A la denominación global de «los judíos», que preferentemente emplea el Evangelio de Juan, se han de preferir sin duda las especificaciones de los verdaderos responsables que hacen los evangelios más antiguos: autoridades, círculos dirigentes, grupos particulares. Los responsables fueron una pequeña minoría que, por supuesto, creía representar al pueblo. En la constelación de circunstancias y fuerzas puestas en juego, el gobernador romano era un mero instrumento de la jerarquía judía. Y a su vez la jerarquía judía, por su celo legalista inquisitorial, un instrumento de la Ley. La muerte de Jesús no la quiso tal sacerdote en particular, o los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas, sino la Ley. De hecho, aunque tal vez no históricamente, es exacta la frase que, según Juan, dicen los judíos a Pilato: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir»
78
. La Ley fue quien lo mató y los cristianos después no hicieron más que sacar las consecuencias. Desde entonces realmente el Crucificado separa a judíos y cristianos en el nombre de la Ley. Pero también a la vez los integra indisolublemente en una historia de solidaridad que nunca debería haber sido negada por ninguna de las dos partes. Culpar al pueblo judío actual de la muerte de Jesús es absurdo, aparte de que esa inculpación ya ha acarreado a ese pueblo infinitos sufrimientos. ¿Podrá hoy la sociedad o la Iglesia entender mejor la figura de Jesús? ¿Podrá así entenderse mejor a sí misma? En todo caso, lo que permanece no es la culpa, sino la promesa de la gracia. El Jesús crucificado no puede ser restituido a la Ley judía, que lo condenó, sino al pueblo judío; que sigue siendo el pueblo elegido. ¿Quién mejor que el judío crucificado, Jesús de Nazaret, podrá dar la imagen originaria del pueblo judío, perseguido en el mundo entero y condenado a indecibles sufrimientos? Considérense hoy culpables-de la muerte de Jesús todos aquellos que, sean judíos o cristianos
[78]
poco difieren de los representantes del antiguo legalismo, tan operante todavía de múltiples formas: todos ellos vuelven a crucificar a Jesús.
La muerte de Jesús significó entonces la victoria de la Ley, Cuestionada radicalmente por Jesús, la Ley le devolvió el golpe y lo mató. Una vez más se ha demostrado su razón. Una vez más se ha impuesto su poder. Una vez más se ha cumplido su maldición. «Al que cuelga de un árbol, Dios lo maldice»: esta frase veterotestamentaria, referida a los malhechores colgados posteriormente de un palo
[79]
, podía aplicarse a Jesús
[80]
. En cuanto crucificado, él fue un maldito de Dios: para todo judío, como todavía lo manifiesta el diálogo de Justino con el judío Trifón
[81]
, esto constituía un decisivo argumento en contra de la mesianidad de Jesús. Su muerte en cruz representó el
cumplimiento de la maldición de la Ley
.
Su sufrimiento sin protestas y su muerte en abandono, bajo el signo de la maldición y de la infamia, fueron para sus enemigos, como también para sus amigos, signo inequívoco de que había terminado la aventura, de que él nada tenía que ver con el verdadero Dios. Jesús no tenía razón, bajo ningún concepto: ni con su mensaje, ni con su comportamiento, ni con su ser entero. Su
pretensión
ha quedado
desmentida
, su autoridad se ha esfumado, su camino ha resultado falso. Nadie puede dejar de verlo: el maestro de falsedad ha sido condenado, el profeta desautorizado, el seductor del pueblo desenmascarado, el blasfemo de Dios reprobado. La Ley ha triunfado sobre su «evangelio»: nada ha quedado de esa «justicia mejor» basada en la fe, que se opone a la justicia de la Ley, basada en las buenas obras. La Ley, a la cual el hombre debe someterse sin reservas, y con ella el Templo, sigue siendo la causa de Dios.
El crucificado entre otros dos malhechores también crucificados es, ostensiblemente, la encarnación (condena) de la ilegalidad, de la injusticia y de la impiedad: «contado entre los impíos
[82]
, «hecho pecado», es el
pecado personificado
[83]
. Es, literalmente, el representante de todos los transgresores de la Ley y de todos los sin ley, a los que él ha defendido y que en el fondo merecen su mismo destino: el
representante de los pecadores
en el peor sentido de la palabra. La burla de los enemigos está tan justificada como la fuga de los amigos: para éstos esa muerte significa el fin de todas las esperanzas depositadas en su persona, la refutación de su fe, la victoria del absurdo.
Es el cuadro de un fracaso no casual, sino ineludible, de donde surge imperiosa la pregunta:
¿no
ha
muerto
Jesús
en vano?
Por más que podamos suponer que Jesús preveía su muerte violenta, absolutamente nada sabemos de lo que Jesús pensó y sintió al morir. Según Marcos, junto a la cruz no había ninguno de sus discípulos que pudiera haber transmitido sus últimas palabras; sólo unas cuantas mujeres galileas, entre las que no se contaba la madre de Jesús, miraban desde lejos. Una prueba más de la huida de los discípulos
[84]
. Harto fácil hubiera sido cubrir esta laguna informativa con detalles impresionantes o sugestivos al estilo de las leyendas de los mártires hebreos y cristianos. De hecho, la laguna sí se ha cubierto después de alguna manera, y de una manera, por lo demás, muy digna: en Lucas con la súplica por los enemigos que no saben lo que hacen y con la conversión de uno de los malhechores crucificados con él, a quien se le asegura que hoy estará con él en el paraíso
[85]
; en Juan, con la afectuosa despedida de la madre y del discípulo predilecto
[86]
.
Pero nada de esto encontramos en el relato más antiguo de la pasión. Aquí se da cuenta escueta de su muerte, sin adornos edificantes, sin palabras ni gestos solemnes, sin hacer siquiera alusión a una imperturbable serenidad interior, de un modo desconcertante por su simplicidad: «Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró»
[87]
. Este grito fuerte, inarticulado, responde fielmente a aquel horror y angustia ante la muerte de que todos los sinópticos —sólo que en Lucas
[88]
suavizado por la aparición del ángel, signo de la cercanía de Dios— dan noticia unánime
[89]
. ¿Es éste el grito de uno que reza lleno de confianza o de uno que desespera de Dios?
Fácil es observar que en la tradición posterior este grito terrible aparece atemperado por palabras consoladoras y triunfalistas. Lucas articula el inarticulado grito con ayuda del versículo de un salmo: «En tus manos encomiendo mi espíritu»
[90]
. Y Juan, por su parte, sustituye el grito por una inclinación de cabeza y la gran palabra: «Queda terminado»
[91]
. Más cerca de la realidad que estas atenuaciones deben de estar las palabras que para interpretar la muerte de Jesús recogen Marcos y Mateo del salmo 22 y que citan en arameo o hebreo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
[92]
. No es un «canto de confianza», como de una manera simplista se ha supuesto en razón de la continuación del salmo. Pero tampoco un «grito de desesperación», como han interpretado otros, desatendiendo el valor de la invocación a Dios. No es un morir sencillamente aceptado con paciencia, sino un morir gritando a Dios como único último apoyo que queda al morir y que es a la vez inaprehensible para el que está irremisiblemente entregado al sufrimiento.
Esto es lo característico de esta muerte: Jesús muere
no sólo abandonado de los hombres
—abandono un tanto atenuado en Lucas y Juan—,
sino absolutamente abandonado de Dios
. Y aquí es donde se expresa la dimensión más profunda de esta muerte, lo que la distingue radicalmente de la «bella muerte» (tantas veces comparada) de Sócrates, acusado de impiedad y de corrupción de la juventud, y algunos otros sabios estoicos. Jesús estuvo totalmente expuesto al dolor. En los evangelios no se habla para nada de serenidad, libertad interior, superioridad, grandeza de ánimo. No es una muerte humana a los setenta años, en plena madurez y serenidad, suave por la misma acción mitigadora de la cicuta, sino una muerte prematura, que todo lo echa abajo, absolutamente degradante, de una dureza y tormento apenas soportables. Una muerte, en fin, no caracterizada por una sublime serenidad, sino marcada por un abandono extremo, insuperable. Precisamente por eso,
¿
qué otra muerte a lo largo de toda la historia ha sacudido y tal vez hasta elevado más a la humanidad que esta muerte con toda la inmensidad de su dolor, tan infinitamente inhumana dentro de lo humano?
La muerte del hereje y blasfemo, del falso profeta, del seductor del pueblo podía tal vez haber sido padecida con mayor estoicismo y heroicidad. Mas lo decisivo —y no precisamente como hecho psicológico, sino como hecho público— es otra cosa: Jesús se vio solo, dejado no solamente por su pueblo, sino también por aquél al que él mismo, como ningún otro antes, nunca había dejado de remitirse. Absolutamente abandonado. Repitamos: no sabemos lo que Jesús pensó y sintió al morir. Pero en su muerte hubo una cosa a todas luces evidente: el Dios por él anunciado, el Dios que de inmediato habría de venir con su reino, ese Dios no vino. El Dios benévolo para con los hombres, sabedor de sus necesidades, el Dios cercano, ese Dios estaba ausente. El Padre ilimitadamente bueno, amorosamente cuidadoso de las cosas más pequeñas y de los más pequeños, el Padre poderoso al mismo tiempo, ese Padre no dio ninguna señal ni verificó ningún milagro. Ese
Padre suyo
, a quien él hablaba con mayor confianza que nadie, con quien él había estado ligado de una forma desacostumbrada en su vivir y en su obrar, cuya verdadera voluntad había él experimentado con inmediata certeza y en cuyo nombre había él osado perdonar los pecados a algunos, ese Padre suyo no dijo ni una sola palabra. ¡El testigo de Dios dejado en la estacada por el mismo Dios del que da testimonio! El escarnio del crucificado, en sus distintas variantes, no hace más que subrayar dramáticamente este morir sin palabras, sin apoyo, sin milagros, hasta sin Dios.