El mensaje ya había sido preparado en el
judaísmo
. En la época persa, tras el exilio en Babilonia, satisfacía cada vez menos la solución antigua, basada en el principio de la correspondencia o compensación y que asimismo informa los argumentos de los amigos de Job: en la vida, entre el nacimiento y la muerte, se saldarán todas las cuentas. El bien y el mal no parecían compensarse suficientemente ni en la vida del pueblo ni en la del individuo. Por eso, en los dos siglos anteriores a Cristo se fue afianzando cada vez con mayor evidencia (apoyada en algunos textos bíblicos sobre la posible intervención de Dios en todo momento de necesidad y peligro) la expectativa de un futuro cumplimiento absoluto, de un juicio final en el que la justicia divina realizaría la gran compensación. En el horizonte de esta esperanza fue despertando (la primera muestra en el Antiguo Testamento la encontramos en el libro de Daniel, hacia la mitad del siglo II a. C, bajo la influencia persa
[36]
, y
, después, en la literatura apocalíptica en general, especialmente en el libro no canónico de Henoc) la fe en la resurrección general de los muertos o, por lo menos, de los justos: resurrección que era presupuesto de la realización del juicio final y de la consumación de la historia humana. Lo que ocupaba el primer plano de estas reflexiones no era tanto el destino de los muertos, sobre el cual había opiniones muy diversas, cuanto el triunfo de la causa de Dios en favor del pueblo y del individuo en este mundo tan injusto: la resurrección estaba al servicio de la auto justificación de Dios, de la teodicea. Tal es el sentido de la segunda alabanza incluida en la plegaria de las dieciocho peticiones que todo judío piadoso reza tres veces al día: «Alabado sea Yahvé, que hace vivir a los muertos».
Esta fe judía es el presupuesto obvio, sobre trasfondo apocalíptico, de todo el Nuevo Testamento. En cambio, la fe cristiana, que por supuesto hay que liberar de los elementos de expresión condicionados históricamente, condensa esa misma fe judía de una vez para siempre. Judíos y cristianos creen en la resurrección. La fe de los judíos y de los cristianos se asienta en el hecho de que, para ellos, el Dios vivo es
el Dios indefectiblemente fiel
, tal como se manifiesta de continuo en la historia de Israel. Es el Creador que, pase lo que pase, en todo momento permanece fiel a su criatura y aliado. El Dios que no retira su sí a la vida, sino que lo reafirma precisamente en el momento decisivo: ¡fidelidad en la muerte y más allá de la muerte!
Ahora bien, lo que los judíos esperaban en el futuro para todos los hombres, lo ven realizado los
cristianos
en ese Uno como signo de compromiso y de esperanza para todos. Así, la fe judía en una resurrección general y la fe particular en la resurrección de Jesús están en relación de reciprocidad. Los primeros cristianos ven la resurrección de Jesús en el horizonte y bajo el presupuesto de la esperanza judía en una resurrección general de los muertos. Y, al mismo tiempo, la resurrección de Jesús confirma la fe judía en la resurrección general, con lo que también se manifiesta la significación singular de este Jesús para los hombres: la resurrección de Jesús es el principio de la resurrección general de los muertos, el comienzo del tiempo nuevo, el principio del fin del tiempo presente
[37]
.
Los cristianos no sólo dicen: ese Uno tiene que estar resucitado porque hay resurrección general de los muertos. Sino que afirman juntamente con Pablo: porque ese Uno ha sido resucitado existe también una resurrección general de los muertos. Porque ese Uno vive y tiene por disposición de Dios una significación tan singular para todos, igualmente vivirán cuantos se entreguen confiadamente a él. A cuantos tienen comunidad de destino con Jesús se les ofrece participar en la victoria de Dios sobre la muerte: Jesús es así la primicia de los muertos
[38]
, el primogénito de entre los muertos
[39]
.
¿Vive
el Crucificado? ¿Qué significa aquí «vivir»? ¿Qué se esconde tras los diversos modelos conceptuales y las formas narrativas de la época que emplea el Nuevo Testamento para expresar esa realidad? Intentemos describir esa «vida» con dos puntualizaciones negativas y una positiva.
1.
No es un retorno a esta vida espacio-temporal
. La muerte no es revocada, sino vencida definitivamente. En la comedia
Meteoro
, de Friedrich Dürrenmatt, se ofrece la reanimación de un cadáver (por supuesto, fingido), el cual vuelve a una vida terrena del todo idéntica a la de antes, exactamente lo contrario de lo que entiende el Nuevo Testamento por resurrección. La resurrección de Jesús no se puede confundir con esas resurrecciones de muertos que en la literatura antigua se cuentan esporádicamente de taumaturgos (acreditadas incluso por testimonios médicos) y, en tres casos, del propio Jesús (la hija de Jairo
[40]
, el adolescente de Naín
[41]
, Lázaro
[42]
). Prescindiendo de la credibilidad histórica de tales relatos legendarios (Marcos, por ejemplo, no conoce la sensacional resurrección de Lázaro), la reanimación transitoria de un cadáver nada tiene que ver con la resurrección de Jesús. Según el mismo Lucas, Jesús no ha vuelto simplemente a la vida biológico-terrena para morir otra vez, como otros despertados de la muerte. No; según la concepción del Nuevo Testamento, Jesús ha traspasado definitivamente esa última frontera que es la muerte. Ha entrado en una vida completamente distinta, imperecedera, eterna, «celestial»: la vida de Dios, que el Nuevo Testamento, como vimos, formula y representa de muy diversas maneras.
2.
No es una continuación de esta vida espacio-temporal
. Hablar de «después de la muerte» es ya inexacto: la eternidad no tiene un antes y un después. Se refiere más bien a una vida nueva que rompe las categorías del espacio y del tiempo y se desarrolla en el ámbito invisible, imperecedero, incomprensible de Dios. No es simplemente un «seguir» (viviendo, actuando, caminando), sino algo definitivamente «nuevo»: nueva creación, nuevo nacimiento, hombre nuevo y mundo nuevo. Algo que rompe definitivamente el ciclo del eternamente igual «morir y devenir». Estar definitivamente junto a Dios y tener así la vida definitiva: esto es lo que se quiere decir.
3.
Es una asunción en la realidad última
. Si no queremos hablar en lenguaje figurado, hemos de ver la resucitación (resurrección) y la elevación («rapto», ascensión, glorificación) como un solo acontecimiento. Se trata, además, de un acontecimiento que, en el inescrutable secreto de Dios, está relacionado con la muerte. El mensaje pascual en todas sus variantes afirma simplemente una cosa: que Jesús al morir no fue a parar a la nada. En la muerte y de la muerte pasó a esa
última realidad inasible y omnicomprensiva
que llamamos
Dios
, y fue
asumido
por ella
[43]
. ¿Qué le espera al hombre cuando llega a su
ésjaton
, al último momento de su vida? No le espera la nada, cosa que admitirían también los que creen en el nirvana; le espera ese Todo que para los judíos, cristianos y musulmanes es Dios. La muerte es paso a Dios, entrada en el ser oculto de Dios, acogida en su gloria. En sentido estricto sólo un ateo puede decir que
todo
se acaba con la muerte.
Al morir es liberado el hombre de las condiciones que lo rodean y lo determinan. En la perspectiva del mundo, desde fuera, por así decirlo, la muerte significa una ausencia total de relación. Pero desde Dios, desde dentro, la muerte significa una relación completamente nueva: la relación con Dios como realidad última. En la muerte se le brinda al hombre, al hombre entero e indiviso, un nuevo futuro eterno. Una vida distinta de todo lo experimentable, en las imperecederas dimensiones de Dios.
Así, pues, no se trata de una vida en nuestro espacio y en nuestro tiempo, «aquí» y «ahora», «en el más acá»; pero tampoco es simplemente una vida en un espacio y un tiempo distintos, «en el otro lado», «alia arriba», «fuera de este mundo» o «por encima de él», en el «más allá». El último itinerario del hombre, decisivo y completamente otro, no conduce hacia fuera, al universo, o más allá del universo, sino que lleva —si se quiere seguir hablando metafóricamente— hacia dentro, al fundamento, sostén y sentido originarios del mundo y del hombre: de la muerte a la vida, de lo visible a lo invisible, de la oscuridad mortal a la luz eterna de Dios. La muerte de Jesús fue un adentrarse en Dios, un arribar a Dios: Jesús fue asumido en ese ámbito que trasciende todas nuestras facultades imaginativas, que ningún ojo humano ha visto jamás, que escapa a todos nuestros intentos de captar, comprender, reflexionar e imaginar. Esto es lo único que sabe el creyente: que no le espera la nada, sino su Padre.
De estas puntualizaciones negativas y positivas se sigue:
¿Será preciso todavía insistir expresamente en que la nueva vida del hombre es por principio una cuestión de fe, dado que se trata de la realidad última, del mismo Dios? Es un acontecimiento de nueva creación, que rompe la última frontera de la muerte y, con ello, el horizonte de nuestro mundo y nuestro pensamiento. Significa, en efecto, la irrupción definitiva en la verdaderamente otra dimensión del hombre unidimensional: en la realidad manifiesta de Dios y en el señorío del Crucificado que llama en su seguimiento. ¡Nada más fácil que dudar de esto! Evidentemente, la «razón pura» se ve aquí ante una barrera insuperable; no hay más remedio que estar de acuerdo con Kant. Mas tampoco con argumentos históricos se puede demostrar la resurrección; en este punto falla la apologética tradicional. Dado que aquí el hombre tiene que habérselas con Dios, es decir, con el invisible e inaprehensible por definición, con aquel de quien no se puede disponer, la única actitud adecuada e incluso requerida es la confianza fiel, la fe confiada. Al margen de la fe no hay acceso al Resucitado y a la vida eterna. La resurrección no es un milagro del que haya que dar fe: ella misma es objeto de fe.
Sin embargo, la fe en la resurrección —esto hay que decirlo tanto frente a la increencia como frente a la superstición— no es fe en cierta curiosidad inverificable, en la que habría que creer «por añadidura». Tampoco es fe en el hecho de la resurrección o en el Resucitado, tomados por separado, sino fundamentalmente fe en Dios, con el cual es ahora uno el Resucitado
[49]
.
Ante la muerte es donde precisamente se revela la omnipotencia de Dios oculta en el mundo. El hombre no puede tener una certeza matemática de la resurrección de la muerte, pero sí
puede
fiarse de este Dios, al que cabe definir como Dios de vivos y no de muertos
[51]
, confiar incondicionalmente en su soberano poder creador aun frente a la muerte inevitable y caminar hacia ella serenamente. Hay que depositar en el creador y conservador del universo y del hombre la confianza de que a él, incluso ante la muerte, aún le queda una palabra que decir, más allá de los límites de todo lo hasta ahora experimentado: quien ha dicho la primera palabra ha de decir también la última. Ante este Dios, la única actitud razonable y ajustada a la realidad es la confianza, la fe. El tránsito por la muerte a Dios no puede verificarse empírica o racionalmente. Es imprevisible e indemostrable, pero cabe esperarlo en la fe. Lo imposible para el hombre sólo Dios lo hace posible. Quien cree seriamente en el Dios vivo cree también en la resurrección de los muertos, en el poder de Dios, que se acredita en la muerte. Como reprochó Jesús a los saduceos incrédulos: «Ni conocéis la Escritura ni el poder de Dios»
[52]
.