Sobre el sepulcro vacío hay que mantener lo siguiente:
3. «Fue crucificado, sepultado y descendió a los infiernos». Entre la muerte de cruz y la resurrección de Jesús se encuentra en el Símbolo apostólico la afirmación del
descenso a los infiernos
. Se trata ciertamente de una añadidura un poco tardía de la segunda mitad del siglo IV
[74]
. Quizá no haya en el Símbolo apostólico otro artículo en que mejor se vea de qué poco sirve jurar por dogmas aislados de un Credo y cuánta cautela es preciso tener para interpretar doctrinas tradicionales.
El análisis de los datos neotestamentarios viene a estar, muchas veces, prejuzgado de antemano por un planteamiento erróneo: ¿qué quiere decir «descendió a los infiernos»,
descendit ad inferna
o
ad inferas?
La confusión surge de su
doble sentido
. En una primera época
inferna
o «mundo inferior» significaba simplemente el reino de los muertos
(sheol
, en hebreo;
ᾍδης, hades
, en griego). Pero a partir de la Escolástica, según la cual todos los buenos se encuentran ya en la situación definitiva (paraíso, cielo) inmediatamente después de la muerte o del purgatorio, los
inferna
se convirtieron en el lugar de los no bienaventurados: primeramente, el lugar de los definitivamente condenados (
gehenna
, en hebreo = «infierno») y, junto con éste, los otros tres recintos del mundo inferior: el purgatorio, el limbo de los justos del Antiguo Testamento
(limbus patrum)
y el de los niños no bautizados
(limbus puerorum)
. He ahí la ambigüedad de este artículo, que todavía se mantiene incluso en las versiones más recientes del Símbolo apostólico: antes, «descendió a los infiernos», y ahora, «descendió al reino de la muerte». En este segundo sentido, la afirmación no crea problemas, pues no pasa de afirmar la muerte de Jesús. Pero, naturalmente, hay que preguntarse: ¿por qué otro artículo de fe después de «muerto y sepultado»? Es evidente que tal artículo no se refiere sólo a la muerte de Jesús, a su descenso al
hades
, sino a un acto específico que tiene lugar
entre
la muerte y la resurrección, un descenso a los infiernos, sea cual fuere la forma de entenderlo. Pero, ¿se puede justificar semejante descenso a la vista del Nuevo Testamento?
Sólo la primera carta de Pedro, tardía y no auténtica, nos ofrece un texto aducible en favor de una verdadera actividad de Jesús
entre
la muerte y su resurrección: habla del Cristo muerto en su cuerpo, que descendió en espíritu y predicó a aquellos espíritus encarcelados que habían sido rebeldes en tiempos del diluvio
[75]
. Pero se trata de un texto único y del que a lo largo de la historia de la Iglesia se han dado interpretaciones contradictorias.
¿Se trata aquí, como pensaba la teología de la Contrarreforma siguiendo (en su interés por un purgatorio) al cardenal Belarmino, del alma («espíritu») de Jesús, que entre la muerte y la resurrección anunció el evangelio a los patriarcas y justos del Antiguo Testamento (limbo de los patriarcas) ? Mas la distinción griega entre «cuerpo» y «alma» no corresponde en absoluto a la contraposición neotestamentaria entre «carne» y «espíritu». Además, no se habla de los patriarcas, sino de los desobedientes en tiempos de Noé.
¿Se trata, como supuso la teología latina desde Agustín a Belarmino, a través de los amplios siglos de la teología escolástica medieval, del Cristo preexistente que, según su naturaleza divina, predicó por boca de Noé a los pecadores antes del diluvio? Mas las especulaciones de esta interpretación se alejan demasiado del texto y no gozan de crédito entre los exégetas modernos.
¿O se trata, como entre los Padres griegos a partir de Clemente de Alejandría, que fue el primero en relacionar este texto con el descenso de Cristo a los infiernos, y entre los de Occidente hasta Agustín, de la predicación de Jesús en el reino de los muertos para ofrecerles una oportunidad de conversión? Mas, prescindiendo de la contraposición no bíblica de «cuerpo» y «alma», lo que Agustín quería excluir con su solución era precisamente una conversión después de la muerte y el juicio, pues tal conversión no tiene base alguna en el Nuevo Testamento. La certeza de que también se salvan los justos del Antiguo Testamento que han muerto en la fe no requiere un descenso particular de Cristo a los infiernos.
O ¿tal vez se trata simplemente de la muerte de Jesús, que, según Lutero y Calvino, ha de entenderse como un paso por los tormentos de los condenados, o sea, como experiencia de la ira de Dios en la muerte y como tentación a una actitud desesperada? Mas esta interpretación, en el mejor de los casos, sólo puede fundamentarse en los textos de la muerte de Jesús en la cruz, en los que nada se dice de un descenso a los infiernos
después
de la misma.
Desde que el exégeta protestante F. Spitta
[76]
vio a los ángeles rebeldes en los «espíritus» a quines Cristo predicó y el católico K. Gschwind
[77]
interpretó esa predicación como la actividad del Resucitado, se comenzó a andar probablemente por el verdadero camino. En ese texto, conforme a lo que los lugares paralelos de la literatura apócrifa y, sobre todo, de las dos versiones del libro de Henoc indican como solución más convincente, se trata del Cristo resucitado y transfigurado por el Espíritu, que, como nuevo Henoc, anuncia en su ascensión la condenación definitiva a los ángeles caídos en las regiones inferiores del cielo
[78]
. En los albores del cristianismo había comenzado a cambiar la imagen del mundo, por influjo de las ideas helenísticas: la concepción del universo con tres plantas (cielo, tierra, infierno) fue sustituida en gran medida por la de una tierra que, rodeada de esferas planetarias, se mueve libremente en el espacio. Según esta concepción, para los dioses se reservaba el espacio situado por encima de la luna y para los espíritus de los hombres y los poderes demoníacos el espacio situado por debajo de ella. Según el libro de Henoc, probablemente de origen eslavo y reelaborado desde el punto de vista cristiano
[79]
, contemporáneo más o menos de la primera carta de Pedro, en este «segundo cielo» están retenidos para su castigo los ángeles caídos. En otros lugares del Nuevo Testamento se habla también de la lucha contra los espíritus del mal que habitan en las regiones celestes
[80]
.
A la vista de los datos exegéticos, ¿qué opinión puede emitirse sobre este artículo de fe? Sólo será posible apuntar algunas orientaciones:
Estas orientaciones han puesto de manifiesto, todavía con más claridad que en otros lugares, que aquí no se desea ofrecer una minidogmática con soluciones para todos los problemas teológicos. Sobre el infierno, la muerte y el demonio se podrían escribir no ya sólo páginas, sino libros
[86]
. Pero, tratándose de temas que el lector echaría de menos en una introducción como esta y que no se pueden tratar exhaustivamente, era preciso ofrecer, cuando menos, algunas orientaciones.
Al no poder tomar buenamente como histórica la tradición de los evangelios sobre el sepulcro vacío, ¿no se plantea también la misma cuestión respecto a las
apariciones
, en virtud de las cuales llegaron los discípulos, según los evangelios, a creer en el Resucitado? ¿No resultará difícil encontrar la génesis histórica de la fe pascual de los discípulos partiendo de los relatos evangélicos de las apariciones, con todos sus rasgos legendarios? ¿No se tratará, tal vez, de meras vivencias justificantes? El testimonio paulino de la resurrección, que es el más antiguo, ¿no constituye un simple documento de legitimación? Con el problema de las apariciones queda planteada de forma mucho más radical la cuestión de la génesis de la fe pascual cristiana. Se ofrecen dos posibilidades básicas de solución, que pasamos a exponer, sin omitir sus respectivas dificultades.