1. Por ser una persona histórica concreta, Jesús posee una
plasticidad
que no puede tener una idea eterna, un principio abstracto, una norma general o un sistema conceptual.
Las ideas, los principios, las normas, los sistemas no poseen la movilidad de la vida, la tangibilidad plástica y la inagotable e inimaginable riqueza de la existencia empírica concreta. A pesar de su claridad y precisión, de su sencillez y estabilidad, de sus posibilidades de elaboración y comunicación, las ideas, los principios, las normas y los sistemas aparecen desvinculados, abstraídos de lo individual y, por tanto, sin color ni contacto con la realidad. De la abstracción nacen la indiferenciación, la rigidez y cierta falta de contenido, debilitado todo ello por la palidez del pensamiento.
En cambio, una persona concreta no sólo estimula el pensamiento y el discurso racional, sino también la fantasía, la imaginación y las emociones, la espontaneidad, la creatividad y el de innovación, en una palabra, todos los estratos del hombre. Podemos dibujar una persona
[42]
, pero no un principio. Una persona crea la posibilidad de que se establezca con ella una relación existencial directa; de una persona se pueden contar cosas, y no sólo razonar, argumentar, discutir y hacer teología. Y así como no se puede sustituir una historia por un puñado de ideas abstractas» así tampoco se puede sustituir un relato por una proclamación o convocatoria, una imagen por un concepto o una emoción por una noción
[43]
. La persona no se deja encerrar en fórmulas.
En el sentido más profundo y amplio de la palabra «atractivo», un principio no puede
atraer
, pero sí una persona viva:
verba docent, exempla trahunt
, las palabras enseñan, los ejemplos arrastran. No es casual que se hable de un ejemplo «luminoso». La persona confiere visibilidad a una idea o a un principio: les da cuerpo, los «encarna». Entonces el hombre no sólo «sabe» algo de esa idea o ideal, sino que lo ve «palpablemente» vivido. No se le prescribe una norma abstracta, sino que se le propone un modelo concreto. No se le dan unas simples directrices, sino que se le otorga la posibilidad de contemplar una visión total de su vida. El hombre se ve así no ante la obligación de aceptar un programa, una ley, un ideal «cristiano» genérico, o de realizar un planteamiento de vida «cristiana» no menos genérico, sino ante la posibilidad de poner su confianza en ese Cristo Jesús e intentar a justar su propia vida a ese modelo. Entonces Jesús, con todo lo que tiene de determinante, aparecerá no simplemente como un «ejemplo luminoso»
[44]
, sino como la verdadera «luz del mundo»
[45]
.
2. Por ser una persona histórica concreta, Jesús posee una
perceptibilidad
frente a la cual las ideas, los principios, las normas y los sistemas resultan mudos. Las ideas, los principios, las normas y los sistemas carecen de palabra y de voz. No pueden llamar ni convocar. Son incapaces de interpelar o exigir. De por sí no tienen autoridad. Es preciso que alguien se la confiera. De lo contrario, pasan inadvertidos y sin pena ni gloria.
Una persona histórica concreta tiene un nombre propio inconfundible. Y el nombre de Jesús —tantas veces pronunciado con esfuerzo y temor— puede significar un poder, una protección, unrefugio, una reivindicación, porque promueve lo humano, la libertad, la justicia, la verdad y el amor frente a lo inhumano, frente a la opresión, la mentira y la injusticia. Una persona histórica concreta tiene palabra y voz. Puede llamar y convocar: el seguimiento de Cristo se funda esencialmente en un sentirse llamado por su figura y su vida, es decir, en una vocación (que hoy acontece por mediación de la palabra humana). Una persona histórica concreta puede interpelar y exigir, y el seguimiento de Cristo lleva a sentir la exigencia planteada por su persona y su destino, a comprometerse en una dirección determinada. Gracias a la mediación de la palabra, una persona histórica es perceptible por encima de los siglos. Y el hombre, con la percepción de su razón, guiado en su fe por la palabra del Señor Jesús, es llamado a intentar una interpretación de la vida humana y a dar forma a esta vida.
Sólo una figura viva, no un principio, puede ser radicalmente
exigente
: puede invitar, urgir, provocar. La persona de Jesús no se caracteriza únicamente por su plasticidad y luminosidad, sino también por su capacidad de orientación. Ella puede estimular la intimidad del hombre a un encuentro existencial libre, puede activar esa fundamental confianza en Dios que capacita al hombre para entregarse «de corazón» a la invitación y a la exigencia de esta persona. Suscita el deseo de actuar de acuerdo con tal exigencia y señala un camino practicable para realizarla en la vida diaria. Y posee una autoridad y un crédito que llevan al seguimiento incluso cuando no se puede probar por vía estrictamente racional por qué tal comportamiento tiene sentido y validez. De este modo, Jesús —con todo lo que es y significa— se muestra no sólo como «la luz», sino como «la palabra» de Dios que habita entre los hombres
[46]
.
3. Por ser una persona históricamente concreta, Jesús presenta una
realizabilidad
en comparación con la cual las ideas suelen resultar ideales inalcanzables; las normas, leyes irrealizables; los principios y sistemas, utopías ajenas a la realidad.
Las ideas, los principios, las normas y los sistemas no son la realidad,- sino elementos reguladores y ordenadores de la misma. No ofrecen una realización, sino que se limitan a exigirla. De por sí no tienen realidad en el mundo y dependen de alguien que los realice.
En cambio, una persona histórica tiene una realidad indiscutible, por más que se la pueda interpretar de distintas maneras. No se puede negar que Jesús existió, que anunció un mensaje determinado, que se caracterizó por un comportamiento, que realizó unos ideales concretos y que soportó hasta el fin un destino preciso. Su persona y su camino no son una vaga posibilidad, sino una realidad histórica. A diferencia de una idea o una norma, una persona histórica no puede ser «anulada» por otra: es, insustituiblemente, ella misma. Con la mirada puesta en la persona histórica de Jesús, el hombre puede saber que su camino
es
practicable y transitable hasta el fin. No se trata de un simple imperativo: ¡Recorre el camino y rehabilítate, libérate! Se presupone un indicativo: El recorrió ese camino, y tú
estás
—a la vista de él— rehabilitado, liberado.
No un principio, sólo una figura viva puede ser radicalmente
alentadora
. Sólo ella puede acreditar así la posibilidad de realización. Sólo ella puede animar así al seguimiento: facilitando y fortaleciendo la confianza en que es posible seguir el camino, disipando las dudas sobre la capacidad para obrar bien. Esto nos señala un nuevo criterio: no se trata simplemente de un objetivo externo, de un ideal al margen del tiempo, de una norma genérica de conducta, sino de una realidad, de una promesa cumplida que basta aceptar con plena confianza. Las normas tienden a un mínimo; Jesús, al máximo, pero de modo que el camino es practicable y acomodado al hombre. Y así Jesús —con todo lo que es y significa— se muestra no sólo como «luz» y «palabra» para el hombre, sino como «el camino, la verdad y la vida»
[47]
.
Así, pues, Jesús actúa como una persona concreta y determinante: con su plasticidad, perceptibilidad y realizabilidad, atrayendo, exigiendo, alentando. Y con esta «luz» y esta «palabra», con este «camino», esta «verdad» y esta «vida» queda ya claramente expresado en qué consiste el elemento decisivo de la conducta cristiana, de la ética cristiana: qué es el criterio de lo cristiano, lo específicamente cristiano, el tan discutido
proprium chrístianum
[48]
.
También en la ética es inútil buscar el elemento específicamente cristiano tratando de identificarlo abstractamente en una idea o principio, en una mentalidad, en un horizonte de sentido, en una nueva disposición o motivación. Obrar por «amor» o con «libertad», obrar en el horizonte de una «creación» o de una «consumación última» es algo que, a fin de cuentas, está al alcance de otros: judíos, musulmanes, humanistas de diverso cuño. El criterio de lo cristiano, lo específicamente cristiano —tanto en la dogmática como, consiguientemente, en la ética— no es algo abstracto, ni tampoco una idea de Cristo, una cristología o un sistema conceptual cristocéntrico, sino
ese Jesús que es Cristo, la norma viva
.
Si es absolutamente legítimo, como hemos visto, estudiar la elaboración autónoma o la adopción de normas éticas estableciendo diversas conexiones con otros sistemas normativos, también es legítimo detectar las diversas tradiciones que se dan en el
ethos
de Jesús y determinar los elementos comunes con otros maestros judíos o griegos. Jesús no fue el primero en proponer no ya ciertas directrices éticas sencillas (como las normas de prudencia), sino incluso algunos imperativos de tipo superior (como la regla de oro): todos ellos aparecen en otros contextos
[49]
. Pero en ese esfuerzo por detectar los precedentes es fácil pasar por alto el singular contexto de las exigencias éticas de Jesús, las cuales no son un conjunto de hermosos aforismos en un desierto de enunciados desprovistos de valor ético, de especulaciones y cavilaciones alegóricas y místicas, de aguda casuística y ritualismo petrificado. Y, sobre todo, es fácil pasar por alto la radicalidad y totalidad de Jesús en sus exigencias: la reducción de los mandamientos a algo sencillo y definitivo (decálogo, fórmula de amor a Dios y al prójimo), la universalidad y radicalidad del amor al prójimo en un servicio sin rangos, en un perdón sin límites, en una renuncia sin intereses, en el amor al enemigo
[50]
. Pero lo decisivo es que todo esto no se comprende plenamente si no se sitúa en
el conjunto de la persona y el destino de Jesús
. ¿Qué queremos decir con esta afirmación?
Es posible encontrar en la música de Wolfgang Amadeus Mozart las raíces de su estilo y las influencias que sobre él ejercieron Leopold Mozart, Schobert, Johann Christian Bach, Sammartini, Piccini, Paisiello, Haydn y otros, pero con ello no se habrá explicado el fenómeno Mozart. En este hombre, que se ocupó a fondo del mundo musical de su tiempo y de toda la tradición musical disponible, se pueden encontrar, reunidos con sorprendente universalidad y en un variado equilibrio, todos los estilos y géneros musicales de su tiempo; se pueden analizar los elementos «tudescos» e «italianos» de su música, los elementos homofónicos y polifónicos, eruditos y galantes, instrumentales y de contrapunto, pero sin llegar con ello a hacerse una idea de lo nuevo, único y específico de la música de Mozart: esta novedad específica es el
conjunto
en su unidad superior enraizada en la libertad de espíritu, es
el mismo Mozart
en su música.
Asimismo, en el
ethos
de Jesús se pueden descubrir y recomponer todas las tradiciones y paralelos posibles, pero sin llegar con ello a explicar el fenómeno Jesús. Se puede subrayar en Jesús la preeminencia y universalidad del amor, se puede destacar —en comparación con la ética judía— la radicalidad del teocentrismo, de la concentración, de la intensidad, de la interiorización del
ethos
de Jesús, se puede poner el énfasis en el nuevo horizonte de sentido y en las nuevas motivaciones, pero sin llegar con ello a captar lo nuevo y específico de Jesús. Lo nuevo y específico de Jesús es el
conjunto
en su unidad, es
el mismo Jesús
en su obra.
Nos encontramos así en el plano de «lo específico de Jesús», sin llegar todavía —y aquí se acaba la analogía con Mozart— al plano de «lo específicamente cristiano», que naturalmente se funda sobre el anterior. Por lo que se refiere a la ética cristiana, no es posible captar en qué consiste lo
específicamente cristiano
si todo se reduce a considerar la predicación de Jesús, el Sermón de la Montaña
(ethos)
, traduciéndola luego por las buenas a la situación del mundo actual, como si entremedias no hubiera pasado nada. Entre el Jesús histórico del Sermón de la Montaña y el Cristo del cristianismo se sitúan, en la dimensión de la acción divina, la muerte y la resurrección, sin las cuales el Jesús que predicó jamás habría llegado a ser el Cristo Jesús predicado
[51]
. Lo específicamente cristiano es, pues, el
conjunto
en su unidad,
ese mismo Cristo Jesús
que predicó y es predicado, que fue crucificado y sigue vivo.
Cualquier reducción de la causa de Cristo Jesús a una causa exclusiva de Jesús, cualquier reducción que piense poder renunciar a la dimensión divina de este hecho, renuncia a la pretensión de obligatoriedad. La ética cristiana queda así a merced de un arbitrario pluralismo ético. Sólo con dificultad y
a posteriori
lograría tener unidad una «ética del Nuevo Testamento»
[52]
que tratara sucesivamente de Jesús, de la comunidad primitiva, de Pablo y del resto del Nuevo Testamento —algo así como cuatro nuevos evangelistas—, como si aquí pudiéramos hablar de una yuxtaposición (en sentido teológico e histórico). Toda ética cristiana debe tener muy en cuenta que su fundamento ya
está
puesto y que ese fundamento no es simplemente el precepto del amor, o la relación crítica con el mundo, o la comunidad, o la escatología, sino sólo Cristo Jesús
[53]
.
De todo nuestro libro se desprende que el recurso a este nombre, precisamente en el plano de la praxis humana, es algo muy distinto de una mera fórmula. De ahí que podamos prescindir de concreciones ulteriores, remitiendo de manera general a todo lo dicho. Pero sí citaremos las palabras inequívocas de un hombre que no sólo enseñó el seguimiento de Cristo, sino que lo practicó hasta el fin. Refiriéndose al contenido del seguimiento, dice: «No es sino la vinculación a Cristo Jesús, es decir, la ruptura completa con toda programación, con todo idealismo, con todo legalismo. No cabe ningún otro contenido, porque el único contenido es Jesús. No hay otros contenidos fuera de Jesús. El contenido es él» (D. Bonhoeffer)
[54]
.