Y así sucesivamente. Hay que exigir con energía que se cumplan estos y otros semejantes
desiderata
de reforma eclesiástica. Y hay que hacerlo por amor al inmenso número de hombres que en la actualidad sufren bajo estas situaciones e irregularidades eclesiásticas.
Mas al punto surge otra vez la misma pregunta: el sumo poder y la impenetrabilidad del sistema eclesiástico, ¿no impiden toda reforma seria? ¿Hay en las horas difíciles de la historia de la Iglesia siquiera un camino medio entre la revolución y la resignación? Aunque la pregunta también se formula en sentido inverso: ¿no podría cambiar súbitamente la situación de la Iglesia católica si se supera el actual
credibility gap
, la crisis de dirección y confianza? En cualquier caso, sería necio limitarse a esperar un cambio en el vértice y una nueva generación. Por eso vamos a trazar algunas directrices para el comportamiento práctico en situaciones como ésta. ¿Qué puede hacerse contra la resignación?
[10]
.
Por tanto
, esos obispos (y muchas veces constituyen una fuerte minoría o incluso la mayoría en el seno de las conferencias episcopales) que consideran nocivas determinadas leyes, disposiciones y medidas, deberían manifestarlo públicamente y exigir el cambio cada vez con mayor claridad. No es lícito seguir ocultando a la opinión pública eclesial la proporción de votos positivos y negativos en las distintas decisiones de las conferencias episcopales. Tampoco los teólogos pueden quedarse al margen de los problemas de la vida eclesial invocando el carácter científico de la teología. También ellos deben tomar postura de forma apropiada siempre que estén en juego intereses esenciales de la Iglesia relacionados con su especialidad. Todo miembro de la Iglesia, ejerza o no un ministerio, sea hombre o mujer, tiene el derecho y, muchas veces, el deber de decir lo que piensa y lo que considera necesario en relación a la Iglesia y su gobierno. De todas formas, hay que tomar postura contra las tendencias disolventes con la misma claridad que contra las tendencias al anquilosamiento.
Por eso
, todo miembro de la comunidad, párroco, coadjutor o seglar, debe hacer algo en su medio, grande o pequeño, por la renovación de la Iglesia. Muchas cosas importantes a nivel parroquial y universal se pusieron en marcha por iniciativa de particulares. En la sociedad moderna tiene el individuo mayores posibilidades de ejercer una influencia positiva sobre la vida de la Iglesia. Puede, por diversos procedimientos, exigir un culto mejor, una predicación más inteligible y una pastoral más adecuada a nuestro tiempo, la integración ecuménica de las comunidades y el compromiso cristiano en la sociedad.
Por eso
: los consejos parroquiales, presbiterales y pastorales pueden convertirse en un poderoso instrumento de renovación en las parroquias, diócesis y naciones cuando hay personas que se comprometen con decisión y sin temores para alcanzar determinados objetivos en su propio ámbito y en la Iglesia universal. Pero al mismo tiempo, para que determinadas iniciativas se abran camino en la Iglesia, son indispensables los grupos espontáneos de sacerdotes y seglares. Los grupos sacerdotales y de solidaridad han conseguido no pocas cosas en distintos países. Merecen mayor apoyo de los medios de información. La colaboración de los diversos grupos no debe verse perturbada por el enquistamiento sectario, sino que es preciso intensificarla en beneficio del objetivo común. En particular, es necesario que los grupos sacerdotales mantengan contacto con los numerosos sacerdotes casados y sin ministerio para que vuelvan al servicio eclesial pleno.
Por eso
: cuando una medida de la autoridad eclesiástica superior está en abierta contradicción con el evangelio, puede estar permitida e incluso exigida la resistencia. Cuando la autoridad eclesiástica superior aplaza de modo inexplicable una medida urgente, se puede recurrir con prudencia y moderación a soluciones provisionales, procurando que se salve siempre la unidad eclesial.
Por eso
: en una fase de estancamiento es importante mantenerse en calma con fe confiada y no perder los nervios. Había que contar con resistencias. Pero toda renovación exige lucha. Por eso, lo decisivo es no perder de vista la meta, actuar con calma y resolución, y conservar la esperanza en una Iglesia más comprometida con el mensaje cristiano y, por tanto, más abierta, más humana, más digna de crédito; en suma, más cristiana.
¿Por qué hay motivos de esperanza?
Porque el futuro de la Iglesia ha empezado ya; porque la voluntad de renovación no se limita a ciertos grupos, porque las nuevas polarizaciones intraeclesiales son superables; porque muchos obispos y párrocos, y precisamente los mejores, muchos superiores y superioras de comunidades religiosas aceptan y propician un cambio profundo. Pero también porque la Iglesia no puede detener la marcha del mundo y porque la misma historia de la Iglesia sigue adelante. Por último o, mejor dicho ante todo, porque creemos que la fuerza del evangelio de Cristo Jesús siempre es en la Iglesia más fuerte que toda incapacidad y superficialidad de los hombres, que nuestra propia desidia, necedad y resignación
[11]
.
Con demasiada frecuencia —como lo demuestra la historia de la Iglesia, de la teología, y de la espiritualidad cristiana—, para ser cristiano hubo que renunciar a ser hombre. Pero ¿es eso cristianismo? Y para muchos la única posibilidad de ser hombre era renunciar a ser cristiano. Pero ¿es eso humanismo? La nueva reflexión sobre el desarrollo de la sociedad y la actual comprensión del mensaje cristiano —tal como venimos exponiéndolo— imponen, con vistas a la praxis, una nueva visión de las relaciones entre el ser hombre y el ser cristiano. De este modo, el problema del principio vuelve a constituir nuestro tema fundamental.
En opinión de algunos no cristianos
[1]
, el cristiano descuida
su propia realización
en aras de una negación y mortificación excesivas. Quiere vivir para el servicio de los hombres, pero a menudo no es suficientemente hombre. Se propone salvar a otros, pero apenas sabe nadar. Proclama la redención del mundo, pero desconoce los condicionamientos de su entorno. Tiene grandes programas de amor, pero no se da cuenta de que él mismo está programado. Se preocupa por el alma de los demás, pero se le escapan los complejos de su propia psique. Tal supervaloración y exasperación del amor, del servicio y de la entrega al prójimo le llevarían fácilmente al fracaso, el desaliento y la frustración.
De hecho, ¿no es la falta de humanidad el motivo de que tantas veces no se tome en serio el cristianismo? ¿No es la falta de auténtica y plena humanidad de que adolecen incluso algunos representantes y exponentes de las Iglesias el motivo de que se ignore o rechace el cristianismo como una posibilidad realmente humana? ¿No convendría promover un desarrollo óptimo del individuo, una humanización de la persona entera en todas sus dimensiones, incluidos los instintos y sentimientos? Lo cristiano debería reflejarse en lo humano. El énfasis en lo cristiano no debe traducirse en detrimento, sino en beneficio de lo humano.
Pero esta dimensión humana debe considerarse, hoy más que nunca, en su
mutación social
. En el pasado, la teología moral cristiana se limitaba a deducir, de manera aparentemente evidente y férrea, los criterios de lo humano y las normas de la actividad humana a partir de una naturaleza humana inmutable y universal, presentando luego tales criterios y normas como eternos y, consiguientemente, apodícticos. Pero la ética teológica reconoce cada vez con mayor lucidez
[2]
que esa posición es insostenible en una sociedad dinámica como la nuestra, cuya historia es configurada y planificada con vistas al futuro por el hombre mismo. Ya no es posible partir de un sistema tradicional de normas morales eternas, rígidas e inmutables, aceptado pasivamente. Se debe partir, por el contrario, de la realidad concreta, dinámica, cambiante y compleja del hombre y de la sociedad, investigando sus mecanismos objetivos y sus posibilidades futuras de acuerdo con
métodos científicos
rigurosos y con la mayor objetividad posible. La vida moderna es demasiado compleja como para prescindir, cerrando ingenuamente los ojos a la realidad, de los datos y criterios empíricos avalados por la ciencia cuando se trata de establecer ciertas normas morales (por ejemplo, en relación con el poder económico, la sexualidad o la agresividad). Hoy no es posible una ética sin estrecho contacto con las ciencias humanas: la psicología, la sociología, la ciencia del comportamiento, la biología, la historia de la cultura y la antropología filosófica. Las ciencias humanas ofrecen una masa creciente de firmes conocimientos antropológicos y de informaciones valiosas para la acción: todo un repertorio de ayudas útiles para llegar a una decisión, por más que no puedan suplir las bases y normas últimas del
ethos
humano.