En un
sistema totalitario opresivo
—sea del color que fuere— se determina desde arriba, de manera doctrinaria y oficial, cuál es la verdad que tiene sentido para la sociedad, cuáles son las prioridades y los valores determinantes, los modelos y las normas éticas, y en qué ha de consistir la autorrealización y humanización del individuo. En el campo ideológico hay una serie de fronteras evidentes que limitan la libertad de conciencia y la tolerancia. No caben desorientaciones: uno sabe a qué atenerse. Se multiplican los criterios sobre lo verdadero y lo falso, sobre lo bueno y lo malo, sobre el modo de vida oficial. Se impone una exclusividad que no admite junto a sí ninguna otra verdad. La libertad de elegir valores y normas se limita al ámbito estrictamente privado, a lo que no pone en peligro la vida pública. Pero cabe preguntar si no es posible una orientación que conceda a la libertad del hombre un espacio completamente distinto.
Por el contrario, en un
sistema libre
y abierto no se puede establecer por un procedimiento oficial y doctrinario qué es verdad, qué sentido tiene la vida y cuál debe ser su estilo, en qué consiste la autorrealización y la humanización, cuáles son los valores, las prioridades, los modelos, los ideales y las normas. En tal sistema está garantizada constitucionalmente e institucionalizada la tolerancia política, así como la libertad de conciencia, de religión, de información, de investigación y de opinión. Es un sistema que se basa en la irrenunciable dignidad y libertad del hombre en cuanto tal y se propone garantizar los derechos inherentes a la condición humana y las libertades democráticas. Derechos y libertades que no son un fin en sí mismos, sino las condiciones institucionales para que el hombre pueda asumir su plena libertad personal y encaminarse, sin presiones estatales o partidistas, hacia un fin razonable, hacia algo que dé sentido a la vida, hacia unos valores, normas e ideales, procurando así su realización y plena humanización
[3]
.
Esto nos sitúa ante la problemática del Estado de derecho, un Estado ideológicamente neutral, que no necesita fundamentar en ninguna filosofía o religión lo que debe presuponer absolutamente por otro capítulo: la dignidad y la libertad del hombre. Ahora bien, ¿no queda así el hombre abandonado a una total desorientación? ¿No se introduce el peligro de un pluralismo arbitrario, que desembocará fácilmente en ese nihilismo institucional que todo lo permite?
[4]
. ¿Es posible que ese sistema liberal y abierto (abierto a la comunicación, al futuro, a la verdad) permita una convivencia humana?
La historia enseña que no es posible garantizar la libertad humana mediante la sola institucionalización de las condiciones sociales ni mediante la sola absolutización del individuo. Consciente o inconscientemente, el hombre tiene una necesidad elemental de estar radicalmente vinculado en su espíritu al sentido, a la verdad, a la certeza, a unos valores y normas. Si esta necesidad no se ve satisfecha en el libre juego de fuerzas espirituales previo al Estado, si no hay nada ni nadie que proporcione una orientación, una escala de valores, una vinculación a la verdad, un sentido de la vida, o si la religión institucionalizada (Iglesia) —que constituye una mediación en la búsqueda del sentido último— pierde su credibilidad a los ojos de mucha gente, entonces surge un peligroso vacío espiritual. El hombre, y en especial el joven con su falta de madurez, vivirá quizá sin vinculaciones últimas, con todos los riesgos de un fracaso humano. 0 bien se vinculará a una ideología totalitaria de cualquier signo que le prometa lo que él anda buscando e incluso se lo procure al instante. Con lo cual abdica de su libertad anterior —a menudo dolorosamente— para recibir a cambio verdad y sentido, valores, ideales y normas a que poder atenerse.
Y ¿por qué un sistema liberal no ha de ofrecer también una verdad, un sentido, unos ideales y normas, sin que el individuo se vea obligado a sacrificar a un sistema ideológico —irreligioso o quizá religioso— la libertad de pensamiento, de palabra y de acción? ¿Por qué no ha de ofrecer una orientación última para las innumerables e inevitables decisiones prácticas de la vida, una orientación que no liquide la libertad, sino que la haga posible, puesto que se trata de una vinculación espiritual no a algo finito, condicionado y propiamente accidental ( = contingente), sino a algo infinito, incondicionado y realmente necesario que abre horizontes?
La ética teológica se esfuerza por superar la rigidez monística de antaño mediante una apertura pluralista, sin dejar de buscar por ello qué es lo moralmente recto y bueno. Aquí no podemos entrar a fondo en la problemática relativa a la fundamentación de las
normas éticas
, es decir, de las normas de validez universal para el comportamiento y la convivencia humana y, por tanto, para la existencia humana auténtica: es un tema sujeto actualmente a intensas discusiones y que resulta de difícil penetración para el profano
[5]
. Las discusiones muestran hasta qué punto la ética católica más reciente se abstiene de las fórmulas categóricas tradicionales, preocupadas por definir qué es lícito o ilícito, y del primitivo dogmatismo apodíctico que desacreditó a la moral cristiana ante muchas personas habituadas a pensar de manera más diferenciada
[6]
. En realidad, ninguna absolutización o simplificación basada en el derecho natural o en la Biblia puede contribuir efectivamente a resolver los problemas y conflictos, al parecer casi insolubles, que tiene planteados la humanidad actual, como son la superpoblación, la regulación de la natalidad, el crecimiento económico, la protección del medio ambiente, el poder político y su control, la agresividad y la sexualidad, etc.
En todas estas cuestiones, el hombre
no puede hacer bajar del cielo
soluciones ya hechas ni deducirlas teológicamente de una naturaleza humana inmutable. Tales soluciones habrán de ensayarse a base de proyectos y modelos, y con frecuencia será preciso experimentarlas y comprobarlas a lo largo de varias generaciones. Históricamente, las normas y criterios éticos concretos son de ordinario el resultado de un complejísimo proceso de dinámica de grupos y sociedades: cuando se presentaban situaciones y necesidades vitales a las que era preciso dar una solución, se imponían al comportamiento humano reglas de acción, prioridades, convenciones, leyes, costumbres, en una palabra, normas. Tras períodos de prueba y habituamiento se llegó al reconocimiento universal de esas normas ya aplicadas, mientras que a veces —al modificarse esencialmente las condiciones ambientales— se llegaba a su liquidación y abandono.
Ante los difíciles problemas y conflictos de la humanidad actual, el hombre debe
buscar y elaborar soluciones
diferenciadas «en la tierra», con el sudor de su frente, partiendo de las experiencias, de la diversidad de aspectos y estratos vitales, ateniéndose a los hechos, acumulando informaciones y datos seguros y trabajando siempre con argumentos objetivos a fin de contar con elementos sólidos para una decisión y llegar, finalmente, a soluciones practicables. Ningún recurso a una autoridad por alta que sea puede arrebatar al hombre la
autonomía
intramundana, la capacidad ética de
darse leyes
y
ser responsable
en la configuración del mundo que le ha encomendado, para lo bueno y para lo menos bueno, el moderno proceso de secularización
[7]
.
Actualmente, ante la compleja y un tanto contradictoria problemática científica y ante el enorme aumento de la responsabilidad del hombre, se plantea con unos rasgos tal vez inéditos el
problema del fundamento y la norma última
de su acción. A la vista de los difíciles problemas empíricos y técnicos surge una pregunta: ¿dónde fundar, en este mundo secularizado, la responsabilidad solidaria, que es presupuesto de toda planificación y acción individual, social y universal encaminada a resolver los problemas de la humanidad? ¿Dónde es posible apoyarse para establecer, en los campos de la política poblacional, económica, social, cultural y exterior, o bien en las esferas de la educación, del matrimonio, de la familia, de la profesión, del trabajo y del consumo, los valores y objetivos preferentes, sin los cuales no hay forma de llegar a una planificación operativa ni a una estructuración sensata? ¿Dónde es posible basar la racionalidad de la realidad, presupuesto de todas las planificaciones, realizaciones, configuraciones y empresas individuales y sociales, y el siempre invocado sentido de la totalidad?
Es claro que no nos estamos refiriendo a problemas enteramente nuevos. En el fondo no hacemos más que aplicar al campo de la actividad práctica la problemática fundamental ya considerada. Y como se trata de la actitud práctica ante esa misma realidad problemática de que hemos partido en una consideración más teórica (aunque nunca disociada de la práctica), podemos ahora recordar lo expuesto en los capítulos iniciales:
Esta misma base sirve para fundamentar las reglas normativas de la actividad, de la conducta y convivencia humanas, es decir, para fundamentar las normas morales.
Si la realidad y el hombre están determinados por una identidad, un sentido y un valor últimos, será posible deducir algunas normas relativas al ser y al obrar humano a partir de las exigencias, urgencias y necesidades esenciales del hombre, tal como éstas aparecen en la vida diaria y se pueden identificar hoy, con ayuda de las ciencias humanas, mediante el método científico-experimental. Según esto, es
moralmente bueno
lo que «funciona» humanamente, lo que fomenta y enriquece la vida humana en su dimensión individual y social, intensificando la libertad y el amor
[10]
. De acuerdo con esta norma primaria y autónoma de moralidad es posible determinar y comprobar en la experiencia cuáles son los caminos por los que la realidad humana es promovida en su identidad, sentido y valor, por los que el hombre alcanza una existencia fecunda y llena de sentido, y cuáles son los caminos que obstaculizan la identidad, el sentido y el valor de la realidad humana, haciendo imposible al hombre una existencia fecunda y llena de sentido. Así, las normas y estructuras son rectas «en la medida en que la humanidad, ajustándose a las mismas, avanza por el camino que la conduce al pleno despliegue de sus valores y posibilidades»
[11]
. Esto viene a confirmar la autonomía del hecho moral. El hombre no puede limitarse a cumplir o realizar un principio o norma moral, sino que debe realizarse él mismo en todas sus dimensiones de autorrealización y humanización.
Es claro que de todas esas exigencias y necesidades difícilmente se puede derivar un
imperativo absoluto
. Pero ¿por qué «se debe» de manera absoluta? Los datos antropológicos aparecen condicionados de mil maneras. El hombre —influido en concreto por su entorno, preprogramado, movido por el instinto— es un ser limitado y muy condicionado, y no se le puede absolutizar ni como individuo ni como colectividad. Sin embargo, la ética —y en esto Kant tiene razón— ha de buscar un imperativo incondicionado, no simplemente un hipotético «deberías», sino un «debes» absoluto. Ahora bien, ¿cómo deducir ese imperativo categórico de las limitaciones y condicionamientos de la existencia humana?
El imperativo ético incondicionado, el deber incondicionado, sólo puede fundarse en algo
no condicionado
—indemostrable pala la razón pura
[12]
—: en un
absoluto
capaz de conferir un sentido a la totalidad y no identificable con el hombre como individuo ni como colectividad. Todo imperativo que se funde únicamente en la relación humana de comunicación y argumentación será siempre hipotético porque presupone un «querer participar», y así el deber humano se derivaría últimamente de un querer humano: todo se reduciría a un imperativo hipotético basado en el interés. «Por principio, un humanismo inmanente lleva lógicamente a un imperativo hipotético»
[13]
.
Lo único absoluto en todo lo relativo es ese fundamento, apoyo y sentido último de la realidad al que llamamos
Dios
: Dios es lo incondicionado en todo lo condicionado, el absoluto cuya realidad sólo puede ser aceptada, por lo demás, mediante un acto de fe y confianza. Este aferrarse a un fundamento, apoyo y sentido último que no se identifica con el hombre, sino que lo trasciende, permite a este hombre ser él mismo y obrar por sí mismo, le confiere una auténtica autonomía moral. Y siempre que se postule, incluso en un humanismo puramente inmanente, una especie de dimensión absoluta para el hombre sobre la base de su autonomía y libertad, de su ser autónomo y de su apertura al futuro, se nos remite de hecho —aunque no se la mencione— a esa última dimensión absoluta que es la condición de posibilidad
[14]
. El postulado kantiano de la existencia de Dios sobre la base de la moralidad del hombre es correcto en cuanto hay que presuponer a Dios en la medida en que el hombre quiere vivir de modo que su vida tenga últimamente un sentido moral: la teonomía es la condición de posibilidad para la autonomía moral del hombre en la sociedad secular
[15]
.
Sólo una legitimación teológica puede ofrecer una fundamentación última al imperativo absoluto en todo lo condicionado. La problemática sobre la relación entre lo condicionado y lo absoluto no es, ni más ni menos, que un aspecto de la problemática teológica fundamental sobre la trascendencia y la inmanencia
[16]
. Sólo la vinculación a un infinito da libertad frente a todo lo finito. Sólo esta fundamentación última de la ética va más allá de un mero cotejo crítico entre sistemas morales y de la subyacente distinción entre una ciencia «objetiva y neutral» y la decisión subjetiva sobre valores. Y sólo tal fundamentación justifica la dignidad y la libertad del hombre, valores que, como hemos visto, constituyen un presupuesto irrenunciable para toda sociedad liberal que no quiera naufragar en el nihilismo de la permisividad o degenerar en el totalitarismo.