Ser Cristiano (102 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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Si se investigan las
causas de la actual crisis de dirección y de confianza
—cosa que aquí sólo se puede hacer sumariamente—, no deberían buscarse sólo en determinadas personas o ministros, y menos aún en su mala voluntad. Es más bien el mismo sistema eclesiástico, que en su desarrollo se ha quedado muy anticuado y no deja de presentar numerosos rasgos de un absolutismo trasnochado: el papa y los obispos son en gran medida únicos dueños y señores de la Iglesia y reúnen en sus manos las funciones legislativa, ejecutiva y judicial. Pese a los consejos que se han ido creando, su ejercicio del poder no suele estar sometido a un control efectivo; sus sucesores son elegidos según criterios de conformismo. Las quejas más extendidas en distintos ámbitos de la Iglesia son: el nombramiento de obispos por procedimientos secretos sin la intervención del clero y el pueblo interesados; la escasa transparencia de los procesos de maduración de resoluciones; la constante apelación a la propia autoridad y a la obediencia de los demás; la insuficiente motivación de las exigencias y disposiciones; el estilo monocrático en el ejercicio del ministerio, en detrimento de la auténtica colegialidad; la tutela paternalista sobre el laicado y el «clero bajo», que no pueden recurrir eficazmente contra las decisiones de las autoridades. Se exige la libertad para la Iglesia hacia fuera, pero no se respeta dentro de ella. Se predica la justicia y la paz donde tal predicación nada cuesta a la Iglesia y su gobierno. Se lucha por cosas secundarias y faltan grandes programas con proyección de futuro y claras prioridades. Los tímidos intentos de la teología por ayudar a la Iglesia en esta situación tropiezan con la desconfianza y el rechazo. Consecuencia de todo esto es la pasividad de muchos miembros de la Iglesia y la creciente apatía de la opinión pública frente a los portavoces de la Iglesia.

Hoy no se trata sólo de la llamada «democratización» de la Iglesia. Si se estudia a fondo la presente falta de dirección y de programa en la Iglesia, no se puede por menos de constatar que la Iglesia
se ha quedado muy atrasada no sólo respecto al tiempo, sino también, y sobre todo, respecto a su propia misión
. A juicio de amigos y enemigos, en muchos aspectos no ha seguido las huellas de aquel a quien invoca sin cesar. Por eso se comprueba hoy tan estridente contraste entre el interés por la persona de Jesús y el desinterés por la Iglesia. Siempre que la Iglesia domina al nombre en vez de servirlo, siempre que sus instituciones, doctrinas y leyes se convierten en fin de sí mismas, siempre que sus portavoces presentan sus opiniones y miras personales como mandamientos y preceptos divinos, se traiciona la misión de la Iglesia, ésta se aleja de Dios y de los hombres y entra en crisis.

2. ¿OPCIÓN POR LA IGLESIA?

¿Qué hacer? ¿Rebelarse? ¿Reformar? ¿Resignarse? Amigos y enemigos (en tono de lamento o de acusación, con aires de triunfo o de derrota) no dejan de vaticinar al cristiano comprometido el fracaso de la Iglesia. Sin embargo, más interesante que continuar escribiendo la «crónica escandalosa» de la Iglesia podría resultar preguntarse por qué sigue uno en su Iglesia precisamente como cristiano comprometido, como «autóctono» desilusionado, al que es casi imposible decir algo nuevo con nuevas historias escandalosas de la Iglesia. Esta pregunta se formula desde dos frentes: la formulan los que están fuera y piensan que uno está gastando inútilmente sus energías en una institución anquilosada y podría rendir más fuera. La formulan también los que están dentro y piensan que la crítica radical a las situaciones y autoridades eclesiásticas es incompatible con la permanencia en la Iglesia
[8]
.

a) ¿Por qué quedarse?

No es nada fácil dar una respuesta convincente a esta pregunta, una vez que la moderna secularización de la vida y del saber ha derrumbado tantas motivaciones sociales y parece haber llegado a su fin la época de la Iglesia estatal, popular y tradicional. Como para un judío o un musulmán, también para un cristiano podría seguir siendo hoy importante el hecho de haber nacido dentro de esta comunidad —así sucedía hasta ahora la mayoría de las veces— y de estar condicionado por ella —quiéralo o no— de forma positiva o negativa. Y también es significativo mantener contacto con la propia familia o haberse separado de ella con ira o con indiferencia.

Este es al menos hoy el motivo que induce a algunos cristianos a seguir en la Iglesia y a algunos ministros a no abandonar el ministerio: Quisieran combatir las anquilosadas tradiciones eclesiásticas que hacen difícil o imposible ser cristiano; pero no quieren renunciar a vivir de esa gran tradición, cristiana y eclesial a un tiempo, que dura ya veinte siglos. Quisieran someter a crítica las instituciones y constituciones eclesiásticas siempre que éstas sacrifiquen la felicidad de las personas; pero no quieren renunciar a ese mínimo indispensable de instituciones y constituciones, sin el que una comunidad de fe a la larga no puede sobrevivir y sin el que muchos hombres se encontrarían abandonados a sí mismos en sus problemas más personales.

Quisieran oponerse a la arrogancia de las autoridades eclesiásticas en la medida en que gobiernan la Iglesia de acuerdo con sus propias ideas, y no a la luz del evangelio; pero no quieren renunciar a la autoridad moral que la Iglesia puede tener en la sociedad siempre que actúa realmente como Iglesia de Cristo Jesús.

¿Por qué, pues, quedarse? Porque, a pesar de todo, en esta comunidad de fe se puede aceptar, crítica y solidariamente a la vez, una gran historia de la que uno vive junto con tantos otros. Porque, como miembro de la comunidad de fe, se es personalmente Iglesia, y porque no se debería confundir la Iglesia con el aparato y sus administradores, ni dejar en sus manos la tarea de configurar la comunidad. Porque en la Iglesia, pese a todas las fuertes objeciones, uno ha encontrado una patria espiritual, una base para afrontar los grandes interrogantes del de dónde y el adonde, del por qué y el para qué del hombre y del mundo, y no quiere abandonarla, del mismo modo que en la esfera política tampoco desea abandonar la democracia, que a su manera no está menos deteriorada y profanada que la Iglesia.

Evidentemente, también existe la otra posibilidad. Y a menudo no son los malos cristianos quienes han optado por ella: romper con esta Iglesia a causa de su degradación, en busca de valores superiores, tal vez en busca de una auténtica vida cristiana. Hay cristianos —y, en casos límite, grupos de cristianos— fuera de la institución Iglesia. Esta opción merece respeto y hasta es comprensible, sobre todo dada la actual fase de depresión en la Iglesia católica. Y todo cristiano comprometido y consciente podría enumerar motivos para el éxodo en la misma proporción en que los alegan quienes se han ido. Sin embargo, el abandono de la barca, que para aquéllos ha sido un acto de honestidad, de valor, de protesta o, simplemente, una solución impuesta por la necesidad y el hastío, ¿no constituiría en última instancia un acto de desaliento, de fracaso, de capitulación? Habiendo sido compañero de navegación en horas mejores, ¿debe uno abandonar la barca en medio de la tempestad y dejar a aquellos con quienes hasta ahora se navegó la tarea de combatir el viento, de achicar el agua y, eventualmente, de luchar por la supervivencia? Uno ha recibido demasiadas cosas en esta comunidad de fe, para apearse ahora con toda tranquilidad. Uno se ha comprometido demasiado en su cambio y renovación, para decepcionar ahora a quienes se comprometieron con él. No debe uno dar esa alegría a los enemigos de la renovación de la Iglesia, ni causar esa pesadumbre a los amigos. No debe uno renunciar a la eficiencia en la Iglesia. Las alternativas —otra Iglesia, sin Iglesia— no convencen: las evasiones llevan al aislamiento del individuo o a una nueva institucionalización. Lo demuestran todos los movimientos entusiastas. No cabe esperar gran cosa del cristianismo elitista que pretende ser mejor que los otros, ni de las utopías eclesiales que sueñan con una comunidad ideal integrada sólo por personas de igual opinión. ¿No podría ser más estimulante y, en definitiva, más fructífero y, pese a todos los sufrimientos, más gozoso luchar por un «cristianismo con rostro humano» en esta Iglesia humana concreta, en la que al menos sabe uno con quién se las tiene que haber? ¿No sería preferible una llamada, renovada sin cesar, a la responsabilidad, a la solidaridad crítica, a la perseverancia tenaz y a la oposición leal?

Y hoy, cuando el manifiesto fracaso de la dirección perturba de múltiples formas la autoridad, la unidad y la credibilidad de esta Iglesia, y ella aparece débil, extraviada y en búsqueda, le resulta a uno más fácil que en épocas triunfales pronunciar la frase: «amamos a esta Iglesia», tal como es y como podría ser. No la amamos como «madre», sino como familia de fe, en función de la cual las instituciones, las constituciones y las autoridades en general existen y deben, a veces, ser simplemente aceptadas. Una comunidad de fe que incluso hoy es capaz, pese a sus tremendas deficiencias, no sólo de abrir heridas entre los hombres, sino también de realizar milagros: allí donde «funciona», donde no sólo es de hecho —y esto ya es algo— un lugar donde se rememora a Jesús, sino que verdaderamente propugna con la palabra y las obras la causa de Cristo Jesús. Y es cierto que esto también lo hace, aunque más a pequeña que a grande escala, más a través de gentes insignificantes que por medio de la jerarquía y los teólogos. De cualquier modo, esto ocurre cada día, cada hora, gracias a los innumerables testigos de la vida cotidiana que, como cristianos, hacen presente a la Iglesia en el mundo. Así, pues, la respuesta definitiva es la siguiente: se debe, se puede permanecer en la Iglesia porque la causa de Jesucristo convence y porque, pese a los fracasos y en medio de ellos, la comunidad eclesial ha seguido —y debe seguir— al servicio de la causa de Jesucristo.

Tantos como se profesan cristianos no deben su cristianismo a un libro, ni siquiera al «Libro de los libros». Lo han recibido más bien de esa comunidad de fe que, no obstante sus debilidades y errores, se ha mantenido más o menos aceptablemente a lo largo de veinte siglos y que, mal o bien, ha suscitado sin cesar la fe en Cristo Jesús y ha invitado al compromiso en su Espíritu. Esta llamada de la Iglesia está muy lejos de ser un tañido puro, pura palabra de Dios. Es un llamamiento humano, muchas veces demasiado humano. Pero en medio de las notas discordantes y de las intervenciones extemporáneas puede percibirse, y siempre se ha percibido, el contenido del mensaje. Lo atestiguan los mismos adversarios cuando —con razón— recuerdan a la Iglesia su mensaje, con el que a veces concuerda tan poco: gran inquisidora, tirana, chamarilera en vez de fiduciaria.

Siempre que la Iglesia actúa, privada o públicamente, en defensa de la causa de Cristo Jesús, siempre que se compromete de palabra y de obra por esa causa, está al servicio del hombre y tiene credibilidad. Entonces puede ser el lugar en que se remedian las necesidades del individuo y de la sociedad a mayor profundidad de la que puede alcanzar la sociedad de producción y consumo. Todo esto no se produce espontáneamente, por casualidad. Está en correlación e interacción con lo que pasa en la Iglesia —en escala modesta, pero tal vez de nuevo con mayor libertad—, en su predicación y su liturgia. Se hace posible cada vez que en alguna parte un párroco anuncia a este Jesús desde el púlpito, por la radio o en un círculo reducido; siempre que un catequista o unos padres enseñan cristianamente; siempre que un hombre, una familia o una comunidad rezan con seriedad y sin frases hechas; siempre que se administra un bautismo con compromiso en el nombre de Cristo Jesús; siempre que se celebra la cena de conmemoración y acción de gracias en una comunidad comprometida con consecuencias para la vida diaria; siempre que se concede el incomprensible perdón de los pecados por el poder de Dios; es decir, siempre que se proclama, se vive y se ejemplifica auténticamente el evangelio en el servicio divino y en el servicio humano, en la catequesis y en la cura de almas, en la conversación y en la diaconía. En una palabra, se sigue a Cristo cuando se toma en serio su causa. Así puede la Iglesia como comunidad de fe —¿y quién debería hacerlo ex profeso si no lo hace ella?— ayudar a los hombres a ser hombres, cristianos, hombres cristianos y a permanecer efectivamente tales. La superación de la crisis depende de la Iglesia. No falta programa. ¿Por qué, pues, seguir en la Iglesia? Porque la fe puede nutrir la
esperanza
de que el programa y la causa de Jesucristo, como ha sucedido hasta ahora, son más fuertes que todos los abusos perpetrados en la Iglesia y con la Iglesia. Por eso vale la pena comprometerse decididamente en la Iglesia, comprometerse especialmente en el servicio eclesiástico, a pesar de todo. Yo no sigo en la Iglesia
a pesar
de ser cristiano. No me considero más cristiano que la Iglesia. Sigo en la Iglesia
porque
soy cristiano.

b) Impulsos prácticos

Preguntamos una vez más: ¿qué hacer? Esta pregunta no está aún contestada con una reflexión teológica fundamental sobre la permanencia en la Iglesia. Falta, sobre todo, una respuesta para esta difícil fase de transición, que es la nuestra. En una situación así, que puede pasar muy rápidamente, pero que también puede volver antes de lo que se piensa, ¿qué puede hacerse?

Sin necesidad de largas explicaciones, las directrices fundamentales del comportamiento práctico están claras. Para superar toda crisis en la Iglesia, para superar la polarización entre católicos y protestantes, entre cristianos conservadores y cristianos progresistas, entre católicos «preconciliares» y «posconciliares», entre viejos y jóvenes, hombres y mujeres y, en la Iglesia católica, entre obispos y clero, obispos y pueblo, papa e Iglesia, sólo hay un medio: volver renovadamente al centro y fundamento, al evangelio de Cristo Jesús, del que surgió la Iglesia y que ésta ha de entender y revivir en cada nueva situación. Aquí no es posible desarrollar lo que fundamental y concretamente significa esto en las diversas Iglesias, en los diversos países, culturas y esferas de la vida, para el individuo y para la comunidad. Nos limitaremos a indicar solamente algunas posibilidades inmediatas.

Para toda la ecumene, tanto para Roma como para el Consejo Ecuménico de las Iglesias: no bastan los grandes discursos hacia «fuera», a la sociedad, mientras hacia «dentro» las Iglesias se limitan a organizar eternas comisiones mixtas, visitas mutuas de cortesía, interminables diálogos académicos sin consecuencias prácticas. Se requiere una auténtica y creciente integración de las distintas Iglesias:

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