Bajo este punto de vista funcional e histórico puede aceptarse la sucesión apostólica específica en los servicios directivos encaminados a fundar y dirigir Iglesias, pero sólo bajo los siguientes presupuestos:
4.
Constantes y variables
. Por lo que respecta al desarrollo ministerial de la Iglesia, ni el tránsito al servicio institucional puede pretender ser normativo, ni la variación del ordenamiento originario constituye de por sí una pérdida. Los datos neotestamentarios son terminantes: en el Nuevo Testamento se encuentran diversos modelos de ordenamiento y dirección de la comunidad que de ninguna manera pueden reducirse los unos a los otros, por más que con el tiempo llegaran a mezclarse. Lo cual quiere decir que el Nuevo Testamento no autoriza la canonización de un solo modelo de comunidad. Y ello no constituye ningún drama para la Iglesia actual. Al contrario, le da la libertad de marchar al paso del tiempo y la capacidad de desarrollar y configurar nuevas formas de servicio eclesiástico para el bien de los hombres y de las comunidades. No se trata de imitar modelos neotestamentarios concretos, sino de salvaguardar y hacer valer en las más distintos circunstancias, al menos mientras se tenga la pretensión de ser cristiano, los elementos neotestamentarios esenciales.
Para el servicio directivo de la comunidad es decisivo, según el Nuevo Testamento, lo siguiente: el servicio de dirección tiene que ser servicio a la comunidad, ajustado al criterio de Jesús (que no tolera relaciones de poder) en estrecha dependencia del testimonio apostólico originario, y dentro de una pluralidad de distintas funciones, servicios y carismas.
Sobre la base de estos datos neotestamentarios es posible dar respuesta a tres preguntas nada sencillas
[19]
:
Pero todavía está sin zanjar una cuestión de suma importancia para el ecumenismo y, por desgracia, más enojosa que todas las demás: al lado de todos los otros servicios de dirección, ¿necesita la cristiandad de un servicio de dirección universal, de un papa?
Hoy, 900 años después de la separación de las Iglesias oriental y occidental y pasados 450 años desde la Reforma protestante, fenómenos ambos esencialmente relacionados con el pasado romano, ¿no debería ser posible e incluso necesario hablar sobre esta cuestión con objetividad y sin prejuicios? Para esclarecer el problema echemos primero una rápida ojeada a la historia y, luego, al presente y al futuro
[20]
.
1. La ambivalencia de la historia
. Nadie puede discutir las aportaciones del primado romano en favor de la unidad de la Iglesia, de su fe y del Occidente
[21]
. Sería tanto como desconocer la inmensa deuda que en la época de las emigraciones masivas de los pueblos del Norte, de total desintegración del Estado y del hundimiento de la antigua capital del Imperio contrajeron los jóvenes pueblos occidentales con este servicio de la
Cathedra Petri
, casi el único baluarte que entonces se mantuvo, como sólida roca, intacto y firme. Sólo un papa, León Magno, pudo preservar a Roma de Atila y Genserico. La sede prestó a las jóvenes Iglesias un servicio de inconmensurable valor en aquellos tiempos críticos y borrascosos en que se estaba formando la nueva comunidad de pueblos occidentales. Y ello no sólo en el orden cultural, conservando la herencia inapreciable de la Antigüedad, sino en el orden auténticamente pastoral, levantando y manteniendo esas Iglesias: su liturgia y sus estructuras jurídicas. La Iglesia católica de entonces, como la de tiempos posteriores, tiene que agradecer al papado el no haber caído en manos del Estado y haber podido, mejor que otras Iglesias, mantener su libertad frente al cesaropapismo de los emperadores bizantinos, frente al eclesialismo particular de los príncipes germanos y frente a los modernos sistemas absolutistas y totalitarios. El suyo ha sido un verdadero servicio a la unidad de la cristiandad.
Si de ningún modo se pueden pasar por alto los méritos indiscutibles del primado romano en orden a la unidad de la Iglesia occidental en la Antigüedad tardía como en la alta y baja Edad Media, tampoco se debe silenciar la constatación de este otro hecho penoso: que la consolidación de la unidad de la Iglesia por procedimientos cada vez más centralistas y absolutistas también se ha pagauo con la
escisión de la cristiandad
, que toleraba cada vez menos este sistema absolutista y sus abusos. Primero, el Oriente ortodoxo y, luego, también el Norte protestante. ¡Es lamentable que estas escisiones no fueran evitadas con una oportuna mirada retrospectiva a los orígenes, como muchos reclamaban! Mas justamente eso es lo que la Iglesia postridentina y el papado de la Contrarreforma tomaron en muy escasa consideración. Los bastiones del poder no fueron desmontados, sino ampliados con toda clase de medios. Hubo, sí, fuertes oposiciones intramuros, incluso en Roma (piénsese en hombres como Contarini y algunos otros cardenales y en el círculo de Viterbo, con Miguel Ángel y Vittoria Colorína). Las antiguas ideas de la constitución de la Iglesia siguieron actuando posteriormente, aunque bajo formas excesivamente politizadas, en los galicanos, en los episcopalianos y, finalmente (ya en el siglo XIX), en la escuela católica de Tubinga y en especial en el joven J. A. Mohler. Pero la rigidez siguió en aumento, si bien en la época moderna no dejaron de ser importantes los méritos del papado en orden a la unidad y libertad de la Iglesia católica y de manera especial frente al absolutismo estatal.
A partir de la Edad Media y durante toda la época moderna la eclesiología (doctrina sobre la Iglesia) católica oficial ha sido una eclesiología apologética y reaccionaria. Contra el primer galicanismo y los legistas de la corona francesa: una teología de la autoridad jerárquica, papal ante todo, y una concepción de la Iglesia como reino organizado. Contra las teorías conciliaristas: una acentuación renovada del primado papal. Contra el espiritualismo de Wyclef y Huss: el carácter eclesial y social del mensaje cristiano. Contra los reformadores: la significación objetiva de los sacramentos, la importancia de los poderes jerárquicos, del sacerdocio ministerial, del ministerio episcopal y, otra vez, del primado. Contra el jansenismo, aliado del galicanismo: especial acentuación del magisterio del papa. Contra el absolutismo del Estado en los siglos XVIII y XIX y contra el laicismo: la Iglesia como «sociedad perfecta», dotada de todos los derechos y todos los medios. Todo esto llevó lógicamente al
Concilio Vaticano I
, desarrollado bajo el signo del antigalicanismo y antiliberalismo, y a su definición del primado e infabilidad del papa en 1870
[22]
.
Si el Vaticano I no hubiera definido el primado y la infabilidad del papa, ¿los habría definido el Vaticano II? Juan XXIII no era Pío IX. A diferencia del Vaticano I, el Vaticano II no quiso definir ningún nuevo dogma, evidentemente por la convicción, expresada por Juan XXIII, de que nuevas definiciones de verdades antiguas no sirven de ayuda a la Iglesia para la predicación de la fe en el mundo moderno. Finalmente, el Vaticano II se caracterizó por una viva conciencia de la comunidad, la colegialidad, la solidaridad y el servicio. Una conciencia en ostensible contraposición con la mentalidad de fondo de la mayoría de los participantes en el Vaticano I, que, como es natural, estaba condicionada por el entorno político, cultural y religioso del tiempo de la restauración, del tradicionalismo romántico y del absolutismo político.
2.
La legitimidad superior
. En este contexto no tendría mucho sentido exponer una tras otra las múltiples objeciones contra la fundamentación bíblico-histórica del primado jurisdiccional y doctrinal de Pedro y los obispos de Roma, que los protestantes y los ortodoxos presentan y los católicos, por su parte, apenas resuelven satisfactoriamente. Todas las dificultades se reducen a estas tres cuestiones, cada una de las cuales presupone la solución de la anterior: ¿se puede fundamentar un primado de Pedro? ¿Es un primado que perdura? ¿Se continúa tal primado en el obispo de Roma?
Quien no trate de resolver estos problemas, que sin duda son históricos, refugiándose en postulados dogmáticos históricamente indemostrables, tendrá que tomarse grandes molestias para allanar las dificultades que entrañan, como pone de manifiesto la abundante bibliografía sobre el tema
[23]
.
No obstante, sea cual fuere la actitud a este respecto, hay algo que los teólogos ortodoxos y protestantes, que no encuentran convincente la argumentación católica, no pueden negar: el primado de servicio de una sola persona en la Iglesia no está
a priori
en
contradicción con la Escritura
. Independientemente del juicio que merezca su fundamentación, en la Escritura no hay nada que excluya dicho primado de servicio. Por consiguiente, tal primado
no
es
en principio contrario a la Escritura
. Los mismos teólogos ortodoxos y protestantes probablemente concederán que tal primado de servicio
podría ser conforme a la Escritura
, cuando menos si se fundamenta, ejerce, practica y aplica conforme a la Escritura. Así lo admitieron la mayoría de los reformadores, desde el joven Lutero hasta Calvino, pasando por Melanchton. Y también hoy lo admitirán muchos teólogos ortodoxos y protestantes.
Pero lo decisivo no es la demostración histórica de la sucesión, ni en el caso del servicio de Pedro ni en el de otros servicios directivos. Lo
decisivo
es la
sucesión en el Espíritu
, es decir, en la misión y tarea de Pedro, en su testimonio y servicio. En concreto: supuesto que uno pudiera demostrar irrefutablemente que su predecesor y el predecesor de su predecesor, y así sucesivamente, es al fin el «sucesor» del único Pedro, supuesto que pudiera probar incluso que el predecesor de sus predecesores fue «designado» sucesor con todos los derechos y obligaciones por el mismísimo Pedro, pero no cumpliera la misión de Pedro, ni realizara su tarea, ni diera su testimonio, ni prestara su servicio, ¿de qué le serviría a él, de qué le serviría a la Iglesia toda esa «sucesión apostólica»? Y, al contrario: supuesto que otro tuviera dificultades para probar su sucesión apostólica al menos respecto a los primeros tiempos y no pudiera aducir un acta notarial de su «designación» hace dos mil años, pero viviera de acuerdo con la misión de Pedro descrita en las Escrituras, cumpliera su tarea y su mandato y prestara a la Iglesia su servicio, ¿no sería una cuestión en definitiva secundaria, aunque importante, determinar si está en orden el «árbol genealógico» de este auténtico servidor de la Iglesia? Tal vez no sería irreprochable su línea de sucesión, pero tendría el carisma de dirección
(kibernesis)
, y esto, en el fondo, bastaría.