O sea, lo decisivo no es la pretensión, el «derecho» o la «cadena de sucesión» como tal, sino
el cumplimiento, el ejercicio, la acción, el servicio realizado
. Las grandes iniciativas ecuménicas de Juan XXIII en favor de la Iglesia católica, la cristiandad y el mundo no han llevado a la humanidad a preocuparse por la cuestión de su línea sucesoria o a analizar si él podía demostrar históricamente la legitimidad de su ministerio. El mundo sintió más bien un enorme gozo y alivio al constatar: he aquí un hombre que actúa en nuestros días —pese a todas las debilidades humanas— como una auténtica «roca» y es capaz de dar solidez y nueva cohesión a la cristiandad
[24]
.
He aquí un hombre que puede «confirmar y alentar a sus hermanos» con la fuerza de su fe
[25]
. He aquí un hombre que, como su Señor, quiere «apacentar las ovejas» con amor desinteresado
[26]
. No por ello se hicieron católicos todos los hombres, pero intuyeron espontáneamente que tal hacer y tal espíritu estaban
respaldados por el evangelio de Cristo Jesús
y, en todo caso, legitimados por él. Y para el servicio de Pedro semejante legitimidad es superior a cualquier otra.
3.
Poder de Pedro y servicio de Pedro
. Lo expuesto no equivale a considerar ociosa la discusión de las cuestiones exegéticas e históricas. Sólo quiere decir que debe hacerse bajo el prisma adecuado y en perspectiva correcta. El hecho de que el servicio de Pedro, cuya función de roca y pastor debería estar encaminada, según la concepción católica, a salvaguardar y fortalecer la unidad eclesial, haya sido en el curso de los siglos y vuelva a ser después del Concilio Vaticano II un inmenso bloque de piedra al parecer inamovible, ineludible e insalvable en el camino de un entendimiento mutuo entre las Iglesias cristianas, acarrea una situación tan absurda que tiene que dar mucho que pensar a quien está persuadido de la utilidad del servicio de Pedro. ¿Cómo se ha podido llegar tan lejos? ¿Se debe esta situación a la falta de conocimiento, a la insuficiente capacidad de comprensión o incluso a la obstinación malévola de los adversarios del servicio petrino? Hoy nadie aventurará semejante afirmación. Aun cuando no sea lícito culpar de la escisión de la Iglesia a una sola parte, es asimismo imposible eludir la siguiente pregunta: ¿no se debe la inversión efectiva de las funciones del servicio petrino también —y sobre todo— a que ese
servicio se ha presentado
ante los hombres (por muy diversos motivos históricos y ciertamente no por mala voluntad de un individuo o de muchos) cada vez más
como poder de Pedro?
Largo ha sido el proceso que ha convertido al papado en una potencia mundial y en un poder absolutista eclesiástico.
La situación podría haber sido distinta. Sea lo que fuere del problema de la fundamentación exegética e histórica y de la institución divina o humana de un servicio petrino permanente en la Iglesia, habría sido posible —y la época preconstantiniana estaba abierta a una concepción semejante— que, con su obispo a la cabeza, la comunidad romana, que gozaba de hecho de carismas extraordinarios y grandes posibilidades de servicio, se hubiera esforzado por asumir un
primado
verdaderamente
pastoral en el sentido de responsabilidad espiritual, dirección interior y preocupación activa por el bien de la Iglesia universal
. Lo cual la habría capacitado para actuar en la Iglesia como instancia universal de mediación y como instancia suprema dirimente de contiendas. O sea, un primado no de dominio, sino de servicio desinteresado, responsabilizado ante el Señor de la Iglesia y ejercido en humilde fraternidad. Un primado en el Espíritu de Cristo Jesús, no en el espíritu del imperialismo romano orlado de religiosidad.
La perdida unidad de la Iglesia de Cristo y los múltiples anquilosamientos dentro de la Iglesia católica hacen inevitable la pregunta por el futuro: ¿hay
vuelta atrás
de este primado de dominio y con ello
paso adelante
al antiguo primado de servicio?
La historia enseña que las épocas de gran desarrollo del poder papal van siempre seguidas de tiempos en que tal poder es humillado y limitado desde fuera. Pero también es posible una
renuncia voluntaria al poder espiritual
: lo que desde el punto de vista político o político-eclesiástico no parece razonable puede venir exigido en la Iglesia por Cristo Jesús. Ya es bastante sorprendente, y un gran signo de esperanza, que tal cosa suceda de hecho. De lo contrario (por no citar casos como Adriano VI o Marcelo II, que por haber vivido en tiempos muy desfavorables o haber muerto muy pronto no tuvieron incidencia en la historia) no habría sido posible que, tras una serie de papas plenamente conscientes de su poder, viniera un Gregorio Magno o un Juan XXIII, o que después de un Vaticano I viniera un Vaticano II.
Sin renunciar al poder «espiritual» es tan imposible la re-unión de las Iglesias cristianas separadas como la renovación radical de la Iglesia católica según el evangelio. Renunciar al poder no es cosa natural. ¿Por qué ha de renunciar un hombre, una autoridad o una institución a algo que ya tiene, sin una contrapartida evidente? De renunciar al poder sólo es capaz quien ha comprendido algo del mensaje de Jesús y del Sermón de la Montaña. Mas también una breve reflexión sobre aquel Pedro a cuya sucesión se da tanta importancia en Roma, podría servir de ayuda.
Tres tentaciones
[27]
. ¿Se habría reconocido el
Pedro
real en la imagen que de él se habían hecho en Roma? Pedro no fue el príncipe de los apóstoles, sino hasta el fin de su vida el humilde pescador, ahora pescador de hombres, que quería servir imitando a su Señor. Pero, esto aparte, los cuatro evangelios presentan también la otra cara de Pedro: la del Pedro enteramente humano, que yerra, peca y defrauda. Poco menos que escandaloso resulta que los tres textos clásicos de Mateo, Lucas y Juan que se aducen en favor de la primacía de Pedro vayan seguidos de un contrapunto extremadamente duro, cuyo tono oscuro y áspero casi apaga y en todo caso contrarresta la clara voz de tiple que precede. A las tres grandes promesas responden tres faltas graves. Y quien reivindica para sí las promesas no tiene por menos que atribuirse también las tres faltas, que para él en todo caso son tres tentaciones. Y si las promesas, escritas en letras negras de casi dos metros sobre fondo dorado, rodean a modo de friso toda la basílica de San Pedro, para no ser entendidas erróneamente deberían ir seguidas de las otras frases de contrapunto, escritas en letras doradas sobre fondo negro. Tanto Gregorio Magno, que está enterrado en esa iglesia, como Juan XXIII, ¿no habrían aceptado esta sugerencia?
Primera tentación
, según Mateo
[28]
: Pedro se sitúa por encima del Señor, «toma aparte» al Maestro con aire de superioridad, pretende saber mejor que él cómo debe actuar y qué rumbo debe seguir; traza, en suma, un camino triunfalista que no tiene que pasar por la cruz. Pero precisamente estas sugerencias sabihondas, típicas de una
theologia gloriae
, son ideas puramente humanas, que están en directa oposición con lo que Dios piensa y quiere; es decir, no son sino una pía
theologia satanae
, la teología del tentador por antonomasia. Siempre que Pedro da por sentado que evidentemente sus pensamientos son los de Dios, siempre que —tal vez sin notarlo^— de confesor se convierte en desconocedor y en vez de tomar partido por Dios sigue los criterios humanos, el Señor le vuelve la espalda y le dirige el reproche más duro que cabe imaginar: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Eres un peligro para mí, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana».
Segunda tentación
, según Lucas
[29]
: posición especial y capacitación especial implican también responsabilidad especial. Pero todo ello no excluye la prueba y la tentación: también aquí aparece Satanás, que ha reclamado zarandear a los discípulos de Jesús como se zarandea el trigo en la criba. Es preciso que la fe de Pedro no vacile. Pero tan pronto como el Apóstol protesta presuntuosamente que su fidelidad es evidente y que posee una fe infaliblemente segura, tan pronto como olvida que también él depende de la oración del Señor y ha de recibir de continuo el don de la fe y la fidelidad, tan pronto como considera su disponibilidad y actuación como conquista personal y, en suma, tan pronto como presuntuosamente se supervalora a sí mismo y deja de poner toda su confianza en el Señor, el canto del gallo señala la hora de la negación, Pedro ya no conoce a su Señor y es capaz de negarlo, no una, sino tres veces, es decir, de negarlo por completo: «Yo te digo, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, dirás tres veces que no me conoces».
Tercera tentación
, según Juan
[30]
: a Pedro, que había negado tres veces al Señor, se le pide ahora por tres veces una protesta de amor: «¿Me amas más que éstos?». Sólo así, sólo bajo esta condición se le confía la dirección de la comunidad. El cuida de los corderos y apacienta las ovejas siguiendo a Jesús con amor. Pero el Pedro que no mira a Jesús, que se da la vuelta y únicamente ve a aquel que lo ha aventajado siempre en el amor, y su inoportuna pregunta sobre el otro discípulo: «Señor, y de éste ¿qué?», sólo obtienen una respuesta que parece estar en contradicción con su misión de pastor universal: «lati qué te importa!». Hay cosas, pues, que no atañen a Pedro. Siempre que traspasa los límites de su propio quehacer, siempre que ignora que hay destinos que escapan a su control, siempre que olvida que hay relaciones especiales con Jesús que no pasan a través de su persona, siempre que no admite que hay otros caminos válidos paralelos al suyo, entonces tiene que oír las graves palabras que lo reprenden y lo invitan de nuevo al seguimiento: «¡a ti qué te importa eso! Tú sígueme».
La gravedad de la tentación corresponde a la grandeza de la misión. Y ¿quién podrá medir el tremendo peso de responsabilidad, preocupación, sufrimientos y tormentos que implica el servicio de Pedro, si éste quiere ser
realmente
roca, portador de las llaves y pastor al servicio de la Iglesia universal? Porque han pasado los tiempos en que —como parece haber dicho León X en la época de Lutero— podía gozarse del papado como de un don de Dios. Dadas las tribulaciones e inquietudes inherentes a este servicio, la incomprensión ajena y las propias limitaciones, ¡ cuántas veces estará la fe a punto de vacilar
[31]
, el amor a punto de fallar
[32]
y la esperanza de prevalecer contra las puertas del infierno
[33]
a punto de desvanecerse! Este servicio depende más que ningún otro de la gracia del Señor. Y también tiene derecho a esperar de sus hermanos mucho más de lo que a menudo se le da y de nada le sirve: de nada le sirve la sumisión servil, la devoción acrítica, la divinización sentimental; lo que necesita es plegaria cotidiana, colaboración leal, crítica constructiva y amor sin hipocresía.
Quizá puedan los cristianos ortodoxos y protestantes comprender un poco el sentir de los católicos cuando expresan la convicción de que si repentinamente desapareciera este servicio de Pedro, faltaría algo a su Iglesia y tal vez a toda la cristiandad; y algo que no es accidental para la Iglesia
[34]
. ¡Cuánta importancia podría tener este servicio para la cristiandad si, lejos de toda pasión y sentimentalismo, se entendiera como lo que debe ser a la luz de la Escritura, como un servicio a la Iglesia universal! La categoría bíblica de servicio rompe sobradamente las categorías jurídicas del Vaticano I:
Sin programas de partido
[36]
. Hoy nadie puede predecir qué forma revestirá en el futuro el servicio de Pedro, la estructura diaconal de la Iglesia en general y la reunificación de las Iglesias separadas. A nuestra generación sólo le corresponde la tarea de hacer lo que está en su mano. Mas aquí, para terminar, hay que hacer una advertencia: en razón de su historia particular, cada Iglesia presenta unas características propias que en su forma concreta no son aceptadas por las otras Iglesias; cada Iglesia tiene, por decirlo así, su «especialidad». Obviamente, no todas las especialidades tienen la misma importancia. La «especialidad» de los católicos es el papa. Aunque en este punto no están ellos solos. También los ortodoxos orientales tienen su «papa»: la «tradición». Y lo mismo los protestantes: la «Biblia». Y otro tanto, finalmente, las Iglesias libres: la «libertad». Pero del mismo modo que el «papado» de los católicos no se adecúa por completo al servicio petrino del Nuevo Testamento, tampoco la «tradición» de los ortodoxos coincide del todo con la tradición apostólica, ni la «Biblia» de los protestantes con el evangelio, ni la «libertad» de las Iglesias libres con la libertad de los hijos de Dios. Hasta la mejor solución se desvirtúa cuando se convierte en
programa de partido
bajo cuya bandera se va a la lucha por el poder dentro de la Iglesia;
programa de partido
que luego se suele vincular al nombre de un jefe;
programa de partido
que tiene que excluir de la propia Iglesia a los demás.
También en Corinto hubo en seguida partidos. Habían vinculado su programa —no lo conocemos con detalle— a un jefe al que celebraban y exaltaban sobre los demás al tiempo que negaban a los otros la autoridad. «Es que he recibido informes, hermanos míos, por la gente de Cloe, de que hay discordias entre vosotros. Me refiero a eso que cada uno por vuestro lado andáis diciendo: «Yo estoy con Pablo, yo con Apolo, yo con Pedro, yo con Cristo»
[37]
. Si se nos permitiera un anacronismo, evidentemente habría que identificar a los católicos con el partido de Pedro, el cual los sitúa frente a los demás en una posición de privilegio en virtud de su primado y de su potestad de pastor y portador de las llaves. Los ortodoxos orientales constituirían el partido de aquel Apolo que, partiendo de la gran tradición del pensamiento griego, explicaba la revelación de forma más inspirada, más rica, más profunda e incluso más «correcta» que todos los demás. Los protestantes por su parte representarían el partido de Pablo, que es el padre de su comunidad, el Apóstol por antonomasia, el predicador incomparable de la cruz de Jesús, el que ha trabajado más que todos los demás apóstoles. Y, finalmente, las Iglesias libres podrían ser el partido del mismo Cristo, ese partido que, libre de toda presión de Iglesias, autoridades y confesiones, sólo se apoya en Cristo, único Señor y Maestro, y a partir de ahí configura la vida fraternal de sus comunidades.