Una Iglesia que, sea grande o pequeña, propugna la causa de Cristo Jesús, lleva su nombre, escucha su palabra y está animada de su Espíritu jamás debe ser identificada —por mucho pluralismo que exista— con una determinada clase, casta, camarilla o autoridad. Como el mismo Jesús, su Iglesia se dirige a todo el pueblo y, particularmente, a los no privilegiados. Iglesia es, según esto,
la entera comunidad
de los creyentes en Cristo, en la que
todos pueden considerarse como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu
[4]
. El
criterio
determinante de esta comunidad no es un privilegio de nacimiento, de posición social, de raza o de función. Lo que cuenta no es tener un «ministerio» en la Iglesia, ni la naturaleza del mismo, sino ser o no «creyente» y la medida en que se cree, se sirve, se ama, se espera y se asume un compromiso en el Espíritu de Cristo Jesús en cada caso concreto.
A diferencia de lo que ocurre en el culto pagano o judío, el cristiano no necesita, aparte de Cristo, ningún sacerdote intermediario para acceder al ámbito más sagrado del santuario, a Dios mismo. Al cristiano se le ha otorgado una comunicación directa con Dios, un contacto que la autoridad eclesiástica no puede perturbar ni interrumpir. Nadie tiene potestad de juzgar, disponer u ordenar sobre las decisiones que se toman en esta esfera íntima. Es cierto que la fe cristiana no cae directamente del cielo, sino que requiere la mediación de la Iglesia; pero «Iglesia» es, a todos los niveles, la
entera
comunidad de fe, que con el anuncio del evangelio (a menudo más a través de la gente sencilla que de la jerarquía y los teólogos, más con hechos que con palabras) suscita la fe en Cristo Jesús, provoca el compromiso en su Espíritu, hace presente a la Iglesia en el mundo con el testimonio cristiano de cada día, perpetuando de ese modo la causa de Cristo.
Todos
, no sólo algunos elegidos, han recibido el encargo de anunciar el mensaje cristiano dentro de los tipos más diversos de comunidad. A todos se les pide una vida individual y social inspirada en el evangelio. A todos se les ha otorgado el bautismo en el nombre de Jesús, la cena de conmemoración, acción de gracias y alianza y la concesión del perdón de los pecados. A todos se les ha confiado el servicio diario y la responsabilidad por el prójimo, por la comunidad, la sociedad y el mundo. Y en todas estas tareas fundamentales de la Iglesia impera una comunión en la libertad, la igualdad y la fraternidad
[5]
.
1.
Libertad
. La libertad es para la Iglesia a un tiempo don y tarea. La Iglesia puede y debe ser a todos los niveles una
comunidad de hombres libres
. Si quiere servir a la causa de Jesús, nunca puede ser una institución de poder o una Santa Inquisición. Sus miembros han de estar liberados para la libertad: liberados de la esclavitud a la letra de la Ley, del peso de la culpa, del miedo a la muerte; liberados para la vida, para el sentido de la vida, el servicio y el amor. Hombres que no tienen que estar sometidos más que a Dios, y no a poderes anónimos ni a otros hombres.
Donde no hay libertad, no está el Espíritu del Señor. Esta libertad, por más que haya de realizarse en la existencia del individuo, no debe ser en la Iglesia un mero llamamiento moral (ordinariamente dirigido a los otros). Tiene que ser efectiva en la configuración de la comunidad eclesial, en sus instituciones y constituciones, de suerte que éstas nunca puedan tener un carácter opresivo o represivo.
Nadie en la Iglesia tiene derecho a manipular, reprimir o suprimir. abierta o solapadamente, la libertad fundamental de los hijos de Dios y establecer la soberanía del hombre sobre el hombre, en lugar de la soberanía de Dios. En la Iglesia debe manifestarse esta libertad en la libertad de palabra (franqueza) y en la libertad de acción y renuncia (libertad de movimientos y liberalidad en el sentido más amplio de la palabra), pero también en las instituciones y constituciones eclesiásticas: la misma Iglesia debe ser a la par
ámbito de libertad
y
abogado de la libertad en el mundo
.
2. Igualdad
. Sobre la base de la libertad otorgada y realizada, la Iglesia puede y debe ser a todos los niveles una
comunidad de hombres fundamentalmente iguales
: ciertamente no en el sentido de un igualitarismo que borre la multiplicidad de carismas y servicios; pero sí en el sentido de una fundamental igualdad de derechos de los miembros, de suyo tan distintos. Si la Iglesia quiere servir a la causa de Cristo Jesús, nunca puede ser una institución de clases, razas, castas o funciones. Los individuos se han adherido a la comunidad de fe, o permanecen en ella, por una libre decisión. Hombres desiguales están llamados a reunirse aquí en la solidaridad del amor: pudientes y pobres, famosos y desconocidos, cultos e incultos, blancos y de color, hombres y mujeres. La fe en el Crucificado no puede ni quiere suprimir todas las desigualdades en la sociedad; el reino de la plena igualdad pertenece al futuro. Pero esa misma fe es capaz de allanar y «superar» en la comunidad las desigualdades de tipo social («señor y esclavo»), cultural («griegos y bárbaros») o natural («hombre y mujer»). Todos los miembros de la Iglesia tienen en principio igualdad de derechos: fundamentalmente tienen los mismos derechos y deberes.
En el pueblo de Dios el prestigio personal no debe significar un título de distinción; en el cuerpo de Cristo no debe ser despreciado ningún miembro, por pequeño que sea. Esta igualdad fundamental, si bien pertenece a la esfera del individuo, no debe quedarse en la Iglesia en una mera «convicción» sin consecuencias. Es preciso que sea defendida y mantenida en las mismas «structuras institucionales de la comunidad eclesial, de modo que éstas nunca fomenten la injusticia y la explotación. Nadie en la Iglesia tiene el derecho de suprimir la igualdad básica de los creyentes, de escamotearla o de transformarla en un dominio del hombre sobre el hombre. Esta igualdad debe manifestarse precisamente en la Iglesia de tal modo, que quien quiera ser grande y primero debe hacerse criado y servidor de todos. Y, simultáneamente, las estructuras de la Iglesia han de estar configuradas de tal forma, que den testimonio de la igualdad fundamental de los miembros: la misma Iglesia debe ser a la par
ámbito de igualdad de derechos
y
abogado de la igualdad de derechos en el mundo
.
3.
Fraternidad
. Sobre la base de la libertad y la igualdad otorgadas y realizadas, la Iglesia puede y debe ser a todos los niveles una
comunidad de hermanos y hermanas
. Si quiere servir a la causa de Cristo Jesús, nunca puede ser una estructura de poder con régimen patriarcal. No hay más que un Santo Padre, el mismo Dios; todos los miembros de la Iglesia son hijos adultos que no pueden ser reducidos a la minoría de edad. En esta comunidad los hombres no pueden imponer una autoridad paternalista, sino sólo una autoridad verdaderamente fraternal. No hay más que un Señor y Maestro, el mismo Cristo Jesús; todos los miembros de la Iglesia son hermanos y hermanas. En esta comunidad, pues, no es el patriarca la norma suprema, sino la voluntad de Dios, que, según el mensaje del Señor Jesús, busca el bien de los hombres, de todos los hombres.
En la libertad de la fraternidad cristiana se aúnan la independencia y el compromiso, el poder y la renuncia, la autonomía y el servicio, ser señor y ser siervo: un enigma cuya solución es el amor, en el que el señor se hace siervo y el siervo señor, en el que la independencia se convierte en compromiso y el compromiso en independencia. También las exigencias democráticas (en el fondo contradictorias) de mayor libertad y mayor igualdad, pueden compaginarse en una fraternidad así entendida. Esta fraternidad, si bien debe ser una actitud personal, no puede reducirse en la Iglesia al juramento, con palabras solemnes, eso sí, del «espíritu» de fraternidad (que en la práctica es, a menudo, espíritu de subordinación); es preciso que se verifique en los ordenamientos y relaciones sociales de la comunidad eclesial, de modo que éstos no conduzcan a la alienación del hombre.
Nadie en la Iglesia tiene el derecho de sustituir esta fraternidad por el paternalismo y el culto a la personalidad, propios de un sistema clerical, consolidando así el dominio de unos hombres sobre otros. Al contrario, la fraternidad se ha de manifestar en el ordenamiento eclesiástico y en las relaciones sociales, que deben ser expresión concreta de esa fraternidad. La misma Iglesia debe ser a la par
hogar de fraternidad
y
abogado de la fraternidad en el mundo
.
La Iglesia, como sinónimo de comunicación vivida en libertad, igualdad y fraternidad, no implica una uniformidad lineal. Al contrario, exige necesariamente la pluriformidad.
Desde un principio hubo teologías y estilos de vida diferentes, tensiones sociales y problemas relacionados con la estructura de la comunidad, que frecuentemente dieron lugar a ásperos conflictos. Se sucedieron las escisiones en distintos partidos
[6]
. En Jerusalén polemizan los «hebreos» contra los «helenistas»; en Antioquía, los partidarios de un cristianismo liberado de la Ley contra los defensores de la circuncisión. Pablo conjura a los diferentes grupos de Corinto a que mantengan la concordia y él mismo tiene que enfrentarse resueltamente con los misioneros judaizantes, en Calacia por ejemplo. Había, en efecto, cristianos procedentes del judaísmo y cristianos procedentes del paganismo; junto a Pablo, los entusiastas de Corinto; junto a comunidades de marcada estructura ministerial «paleo-católica», el círculo agrupado en torno a Juan, que mostraba reservas frente a cualquier forma de ministerio.
De ahí que también hoy deba haber una Iglesia pluriforme. No sólo una Iglesia articulada en muchas comunidades, sino también Iglesias y comunidades con diversos grupos y tensiones, corrientes y tendencias, teologías y formas de espiritualidad. Lo esencial es que ningún grupo rompa el diálogo con los otros y caiga en herejía, que el tomar partido por Jesús trascienda todos los partidos formados en la comunidad
[7]
.
Pero aquí sólo vamos a desarrollar un aspecto que tiene repercusiones decisivas sobre todos los demás: el de la pluriformidad.
¿Cómo ha de estar estructurada una comunidad para poder cumplir con movilidad y flexibilidad su misión?
1.
Pluriformidad en vez de uniformidad
. A la luz del Nuevo Testamento se puede dar por sentado como cosa obvia que, sin menoscabo de la libertad, igualdad y fraternidad básicas, subsistan innumerables diferencias tanto de personas como de funciones. Dada esta imprecisa pluralidad y diferenciación de funciones, tareas y servicios, resulta ambiguo hablar sobre
el
ministerio eclesiástico.
En el Nuevo Testamento pueden distinguirse ya varias funciones. Para el anuncio del evangelio, las de apóstol, profeta, maestro, evangelista y exhortador. Como servicios de beneficencia, las funciones de los diáconos y diaconisas, limosneros, encargados de los enfermos y viudas al servicio de la comunidad. Finalmente, para la dirección de la comunidad, las funciones de presbítero, presidente, obispo, pastor… Pablo, sobre cuyas comunidades estamos mucho mejor informados, concibe
todas
estas funciones comunitarias (y no sólo ciertos «ministerios») como dones del Espíritu, como participación del poder que el Señor glorificado tiene sobre la Iglesia, como
vocación de Dios para desempeñar un determinado servicio en la comunidad
; en suma, como
carisma
[8]
. Carisma que, por tanto,
Esto significa que
todo
servicio que contribuya de hecho (de modo permanente o pasajero) a la edificación de la comunidad es para Pablo carisma, servicio
eclesial
y, como tal, merece reconocimiento y sumisión.
Todo
servicio, institucional o no, goza a su manera de
autoridad
, con tal de que se ejerza con amor en bien de la comunidad. Pero ¿cómo es entonces posible la unidad y el orden?
Según Pablo, la
unidad
y el
orden
dentro de la Iglesia no provienen de la supresión de las diferencias, sino de la acción del único Espíritu, que otorga a cada uno
su carisma
(norma: a cada cual el suyo), para que lo emplee en provecho de los otros (norma: unos con y para otros), sometiéndose al único Señor (norma: obediencia al Señor).
Dos criterios son especialmente útiles
para la discreción de espíritus
:
2. Servicio en vez de ministerio
. Aunque el Nuevo Testamento menciona distintas funciones, jamás trata sistemáticamente del tema del ministerio eclesiástico. «Ministerio» eclesiástico no es un concepto bíblico, sino un concepto elaborado más tarde y no exento de problemas. Es evidente que en el Nuevo Testamento se
evitan
con toda intención y coherencia los términos profanos equivalentes a
ministerio
cuando se habla de funciones eclesiásticas, pues tales términos expresan una relación de poder
[9]
.
En vez de «ministerio» se usa un término genérico, que en Pablo es muchas veces sinónimo de carisma, una palabra corriente, profana, de rango inferior, que no se puede asociar con ninguna idea de autoridad, supremacía, dominio, posición de dignidad y poder: «
diakonía», servicio
(propiamente servicio a la mesa). A este respecto el mismo Jesús había sentado explícitamente el criterio definitivo
[10]
.
No cabe duda, en la Iglesia hay una autoridad. Pero tal autoridad sólo es legítima cuando se basa en el servicio, y no en la violencia descarada o sutil, o en viejos o nuevos privilegios y prerrogativas, de los que luego nacería el deber de servir. Para emplear un lenguaje teológico exacto, es preferible no hablar de «ministerio» eclesial, sino de «servicio» eclesial. De todas formas lo decisivo no es la palabra, sino el modo de entenderla. También se puede abusar del término «servicio», valiéndose de él con falsa humildad para encubrir la práctica de una forma de dominio eclesiástico.