Los problemas en torno a María, la madre de Jesús, que los teólogos han tenido que abordar en este contexto de la concepción y el nacimiento de Jesús, son numerosos. Mas las afirmaciones mariológicas, si se exceptúa el cisma pasajero provocado por la definición de «María, madre de Dios» que Efeso unilateralmente formuló con gran gozo del pueblo, sólo en época reciente han llegado a motivar acaloradas disputas: con las definiciones dogmáticas de la concepción inmaculada (1854) y de la asunción corporal de María al cielo (1950).
1. Para fundamentar sólidamente el culto mariano (ni en la misma Iglesia católica hay decisión alguna del magisterio que obligue a practicarlo) y para llegar a un entendimiento ecuménico en estas cuestiones, es imprescindible que todas las partes se atengan a las directrices de los
datos neotestamentarios
[98]
.
Sorprendentemente, María (forma helenizada de
Maryüm
, equivalente al hebreo
Miryám)
, de cuyo origen nada cierto sabemos, no juega ningún papel en los testimonios primitivos. Pablo, que como hemos visto es el primero en mencionar el nacimiento humano de Jesús «de una mujer», no hace más que esta única alusión genérica, sin mencionar siquiera el nombre
[99]
.
Del tiempo de la vida pública, los
evangelios sinópticos
, que en este punto marcan la pauta, sólo refieren
un encuentro de Jesús con su madre
, y ello con unos tonos claramente negativos: los parientes de Jesús estaban escandalizados de su conducta; pensaban, además, que no estaba en sus cabales e intentaron llevárselo
[100]
. Cuando llegan a buscarlo su madre y sus hermanos, Jesús hace alusión a otra familia, y, señalando a los que estaban sentados en el corro, dice: «Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es hermano mío y hermana y madre»
[101]
. Exceptuado este episodio (y una mención de su nombre junto al de los cuatro hermanos y hermanas de Jesús)
[102]
, en el más antiguo de los evangelios nada más podemos leer acerca de María. Bastante sintomático es que esta única escena fuera luego marginada de la predicación cristiana, hasta el punto de llegar a hacerse caso omiso de ella: si de antemano no se eximía a María de la duda y de la fe, era imposible compaginar dicha escena con la dignidad de la «favorecida». La escena, sin embargo, viene confirmada por esa bienaventuranza atestiguada por Lucas, que no se refiere primariamente a la madre de Jesús, sino a cuantos escuchan y observan la palabra de Dios
[103]
. Y la mención, igualmente de Lucas, de la madre de Jesús en el relato de Pentecostés de los Hechos de los Apóstoles ratifica también la escena en cuestión: sólo después de Pascua comparte María la espera del Espíritu junto con los hermanos y discípulos de Jesús, en cuanto miembro de la comunidad creyente
[104]
.
En el
Evangelio de Juan
aparece María dos veces. Una, al comienzo de la vida pública de Jesús en la escena del milagro del vino en Cana, donde de nuevo es presentada como una persona que cree, suplica y sólo a medias comprende, una madre a la que el hijo trata al principio displicentemente. Y al final de su vida, al pie de la cruz, escena que en general no es tenida por histórica, dado que María no figura en la lista de los que, según los sinópticos, estaban junto a la cruz
[105]
, pero que, no obstante, tiene un profundo significado. María y el testigo eminente de la fe (el discípulo que amaba Jesús) representan a la Iglesia, que en la hora de la muerte en la cruz, momento central del Evangelio de Juan
[106]
, ha llegado a la plenitud de su fe. Es también sorprendente que María, que, según los sinópticos, no asiste a la crucifixión, tampoco aparezca en los relatos pascuales.
De este modo, la piedad mañana y su teología, que muy pronto se inicia con el paralelo tipológico entre Eva y María y cuya inmensa y ambivalente significación para la Iglesia católica nadie puede negar en los siglos pasados, descansa esencialmente en la base relativamente exigua de los
relatos de la infancia
de Mateo y, sobre todo, de Lucas. Como es obvio, las afirmaciones de tales relatos son de escaso valor para la investigación histórica, pero ofrecen no pocos puntos válidos para la predicación, como también se ha visto en el contexto más amplio de los relatos navideños. María es presentada como la virgen llena de fe humilde que ha sido escogida y bendecida graciosamente por Dios, como la cantora profética en la cual se cumplen las grandiosas gestas del Dios del Antiguo Testamento. Su osado
Magníficat
, del que ya hemos hablado, está entretejido con textos de los salmos y los profetas y puede interpretarse como cántico de María, de Israel o de la Iglesia. Lucas inaugura la serie de títulos marianos que constantemente habría de ampliarse en los siglos posteriores:
de María nunquam satis
, «de María nunca se habla bastante»; así se dice a partir de la Edad Media
[107]
.
En la imagen de María hay dos rasgos con sólida
fundamentación bíblica
e imprescindibles para la predicación:
2. No obstante —¿cómo silenciarlo?—, aparte de los impulsos bíblicos, en el
culto a María
(que tan enorme influjo ha ejercido en la poesía y el arte, en las costumbres, fiestas y celebraciones, recibiéndolo a su vez, respectivamente, de todas ellas) también se acusa, como en todo fenómeno histórico de importancia, la influencia de otros
múltiples factores
[110]
: así, el culto de las diosas madres anatólicas y el de las deidades femeninas celtas y germánicas (antiguos lugares sagrados: montes, fuentes, árboles, vinculados más tarde a imágenes milagrosas), rivalidades teológicas (cristología alejandrina y antioquena), antagonismos político-eclesiásticos (entre los patriarcados de Alejandría y Constantinopla) y, en muchas ocasiones, iniciativas personales de algunos eclesiásticos (la clamorosa manipulación del Concilio de Efeso en el 431 por Cirilo de Alejandría y su definición de la maternidad divina de María antes de llegar los padres antioquenos, que representaban en el Concilio la parte contraria).
La veneración de María surge, sin lugar a dudas, en
Oriente
, como culto de la «siempre virgen María», de la «madre de Dios», de la excelsa «reina del cielo». En Oriente se invoca por vez primera a María en la oración («Bajo tu protección», siglos III/IV) y se introduce su conmemoración litúrgica. En Oriente se cuentan por primera vez leyendas marianas, se componen himnos marianos, se da título mariano a las iglesias (siglo IV), se introducen festividades marianas y se crea una iconografía mariana (siglo V). Y en Oriente, sobre todo, se llega en el siglo V a la citada definición de María (llamada comúnmente en la Biblia «madre de Jesús») como «madre de Dios»
[111]
: título nuevo, posbíblico, del que sólo se encuentran testimonios fidedignos en el siglo inmediatamente anterior, pero que en tal coyuntura, tras la acción de Cirilo, es acogido con entusiasmo por el pueblo en la ciudad de la antigua «Gran Madre» (la originaria diosa-virgen Artemisa, Diana); y fórmula que, como otras de Cirilo y de aquel Concilio, resulta sospechosa de concebir la filiación divina y la encarnación en términos monofisitas, que hasta cosifican a Dios (como si se pudiera procrear a
Dios y
no más bien a un hombre en el que, en cuanto
Hijo
de Dios, Dios mismo se hace
patente
a la fe).
Las formas orientales de piedad no se impusieron en
Occidente
sin resistencia. En Agustín aún no hay himnos ni oraciones a María, ni se alude a festividades marianas. El primer ejemplo de una invocación directa a María lo encontramos en el siglo V, en forma de himno latino
(Salve sancta parens
, de Celio Sedulio), del que después de Venancio Fortunato, a fines del siglo VI, fue naciendo una poesía mariana cada vez más rica, primero en latín y luego también en las lenguas románicas y en alemán. En Roma, el nombre de María se introduce en el canon en el siglo VI (el de José no es introducido hasta el siglo XX por Juan XXIII), las festividades marianas orientales (anunciación, muerte, natividad, purificación) se adoptan en el siglo VII y es ya a fines del siglo X cuando aparecen esas leyendas relativas al poder milagroso de la oración a María.
La
Edad Media
prosigue este desarrollo. Desde la definición de la
Dei genitrix
o «madre de Dios», en el siglo V, hasta el siglo XII, el énfasis se va desplazando progresivamente del papel pretérito de María como madre de Jesús a su función actual como madre de Dios, siempre virgen y reina del cielo en favor de los cristianos. Mientras algunos primitivos Padres de la Iglesia todavía hablaban de las imperfecciones morales de María, ahora se sostiene cada vez más convencidamente su plena exención del pecado y hasta su santidad antes del nacimiento por especial preservación del pecado original (esta es la doctrina que algunos autores occidentales aislados comienzan a enseñar expresamente desde el siglo XII). Sin embargo, en la misma época, María, como el mismo Jesús, vuelve a adquirir en la Iglesia occidental rasgos que bajo otro aspecto son más humanos, por influjo ante todo de algunos santos con mentalidad bíblica como Bernardo de Claraval y Francisco de Asís: se la ve preferentemente como personificación de la misericordia de Dios cerca de los hombres y todopoderosa abogada nuestra ante su Hijo.
Los trovadores introducen en la piedad mariana un componente erótico, perceptible incluso en las artes plásticas a partir de la pintura del Renacimiento. La Escolástica intenta luego clarificar conceptualmente el puesto de María en la historia de la salvación con respecto al pecado original (Duns Scoto 1308). La mística ve en ella más que nada el prototipo del alma pura, que concibe y alumbra espiritualmente a Dios. No cabe duda de que la veneración a María
(hyper-doulía)
, superior a la veneración tributada a los santos
(doulía)
, siempre se ha distinguido con toda precisión teológica de la adoración
(latría)
debida a Dios. Pero, en la práctica, la humanidad de María y su condición de criatura han desempeñado muchas veces un papel insignificante.
A partir del siglo XII la plegaria mariana más corriente es el
Avemaria
bíblica (que, sin embargo, sólo desde 1500 se recita en la forma actual con la petición de asistencia en la hora de la muerte), unida de ordinario al Padrenuestro. Del siglo XIII data el toque del
Ángelus
; de los siglos XIII-XV, el rezo del rosario, y del siglo XIX o incluso del XX, el mes de María y el mes del rosario (mayo y octubre), ciertas apariciones mañanas y peregrinaciones a santuarios marianos como Lourdes y Fátima y los congresos y seminarios mariológicos nacionales e internacionales.
Distanciándose del desarrollo medieval, los
reformadores
también vuelven en esta cuestión a las raíces bíblicas. Martín Lutero honra a María en su comentario al
Magníficat
en razón de Cristo, como modelo de fe y de humildad, y Juan Sebastián Bach pone música a este mismo himno. Pero con la Ilustración el culto protestante a María llega a su ocaso. En tiempos de la Contrarreforma el culto a María había sido propagado sobre todo por los jesuitas con intención antiprotestante. Por fin, tras el eclipse transitorio en tiempos de la Ilustración, el culto a María se reaviva con el Romanticismo católico.
A partir de Pío IX, quien después de la definición de la concepción inmaculada (1854) hizo que el Vaticano I (1870) definiera el primado y la infalibilidad papal, los
papas
han fomentado por todos los medios el culto a María. Desde el siglo XIX, marianismo y papalismo han caminado de la mano y se han apoyado mutuamente. El punto culminante de esta «era mariana» lo constituye el año 1950 y la solemne definición dogmática de la asunción corporal de María a la gloria celeste al término de su vida terrena (definición que promulgó Pío XII, el último papa que gobernó de forma enteramente absolutista, en contra de todas las reservas de protestantes, ortodoxos e incluso católicos). De esta doctrina nada saben ni la Escritura ni la tradición de los cinco primeros siglos; de ella hacen mención solamente fuentes apócrifas, leyendas, imágenes y fiestas. No obstante, esta era mariana (fomentada por la consagración de todo el género humano al Inmaculado Corazón de María, efectuada por Pío XII en 1942 —influjo de Fátima—, y por el año mañano de 1954) ha llegado a su ocaso con sorprendente rapidez algunos años más tarde, con el Concilio Vaticano II, que renunció conscientemente a ulteriores dogmas marianos «consecuentes» (mediadora, corredentora), integrando su mariología (moderadamente tradicional) como capítulo conclusivo de la doctrina sobre la Iglesia, y censuró sin ambages los excesos del marianismo. En el período posconciliar este exagerado culto a María ha perdido por completo su fuerza de choque, tanto en la teología como en la vida eclesial
[112]
.