Sólo por la fe en la resurrección de Jesús a una vida nueva con Dios cobra sentido esta muerte sin sentido. Sólo a la luz de esa nueva vida de Dios resulta claro que la muerte no fue en vano; que el Dios que parecía haberlo dejado caer a la vista de todos, en realidad lo había sostenido a través de la muerte; que a aquel que había llegado a experimentar como nadie antes de él el abandono de Dios, Dios no lo había abandonado; que Dios, públicamente ausente, había estado ocultamente presente. Esto es, pues, lo que da sentido al absurdo sufrir y morir de los hombres, y un sentido que el hombre no puede, muriendo y sufriendo, fabricar por sí mismo, pero que puede dejarse regalar por otro completamente distinto, por Dios.
¿No puede surgir del sufrir y morir de este Uno, ya
consumados
, él sentido oculto del sufrir y morir de los demás, de suyo carentes de sentido? El dolor del hombre sigue siendo dolor, y la muerte, muerte. No se suprime el dolor pasado, ni se hace inocuo el dolor presente, ni se torna imposible el dolor futuro. El sufrimiento y la muerte siguen asediando la vida humana. No se trata de reinterpretar, minimizar o glorificar el dolor. Tampoco se trata de aceptarlo estoicamente, de soportarlo apática y ataráxicamente. Menos aún de buscarlo masoquísticamente, de convertirlo ascéticamente en placer. Más bien hay que combatirlo, como luego veremos con más detalle, con todos los medios humanos en la esfera individual y social, en las personas y las estructuras.
Desde el sufrimiento y la muerte de este Uno que sufre y muere sin sentido, una sola cosa fundamental se puede decir: que también el sufrimiento y la muerte del hombre, manifiestamente absurdos,
pueden
tener un sentido, pueden
recibir
un sentido. Un sentido oculto: el hombre no puede de por sí asignar un sentido al dolor, pero lo puede recibir a la luz de la pasión y muerte de este Uno, ya consumadas. No es una automática donación de sentido: no se trata de satisfacer ilusiones, de proclamar una glorificación del dolor, de proporcionar un tranquilizante psíquico o un consuelo barato. Se trata de una libre
oferta
de
sentido
: el hombre tiene que decidir. Puede rechazar este sentido —oculto— por despecho, cinismo o desesperación. Pero también puede aceptarlo con confianza fiel en aquel que dio sentido a la absurda pasión y muerte de Jesús. Siendo «sto así, están de más la protesta, la indignación y la frustración. Se acaba la desesperación.
El cristiano que dirige su mirada hacia la resurrección a la vida de aquel Uno que sufrió no ha pasado aún por la resurrección, sino que la tiene todavía por delante. El sufrimiento sigue siendo un mal; pero, cuando se confía en Dios, no es ya el mal absoluto que, como en el budismo, habría que suprimir mediante la aniquilación del deseo de vivir, en un nirvana. Sólo hay un mal absoluto: la separación de Dios, fuera del cual el mal no tiene sentido alguno. El sufrimiento es parte del hombre. De hecho, forma parte de la plena condición humana en este mundo: el mismo amor va siempre unido al dolor. El hombre tiene que llegar a la vida a través del sufrimiento. No hay razón humana que pueda explicar por qué esto es así, por qué esto es bueno y razonable para el hombre, por qué no irían mejor las cosas sin dolor. Pero a partir de la pasión, muerte y nueva vida de Jesús es posible, confiándose a Dios, aceptarlo ya en el presente como razonable, con la certeza de la esperanza en una revelación total del sentido cuando llegue la consumación.
Así, pues, el hombre, que no cesa de sufrir, se halla inserto (de acuerdo con el orden natural) en la dialéctica del sufrimiento y de la liberación del sufrimiento (donada en la fe). Aún tiene que padecer y morir, pero ni el sufrimiento ni la muerte pueden poner en peligro su esperanza.
En sí mismo
, el sufrimiento es casi siempre absurdo. Pero
la perspectiva del Uno paciente
brinda una oferta de sentido, la cual, contra todo el absurdo del mundo, sólo puede ser acogida con confianza, y con el convencimiento de que por desconsoladora, absurda y desesperada que sea una situación, Dios está también presente en ella. No sólo
puedo
encontrar a Dios en la luz y en la alegría, sino también en la oscuridad, en la tristeza, en el dolor, en la melancolía. De suyo el dolor no es signo de la ausencia de Dios. En la pasión del Uno se ha puesto de manifiesto que el sufrimiento es camino hacia Dios. Lo que Leibniz simplemente afirma y Dostoievsky oscuramente presiente le es confirmado a Job y se hace definitivamente patente y cierto a partir del Resucitado después de la muerte en cruz:
Dios
también abarca el sufrimiento; también el sufrimiento, pese a todo el abandono de Dios, puede
convertirse
en lugar de encuentro con él. El creyente no conoce un camino al margen del dolor; sino un camino a través de él: la indiferencia activa, la serenidad y la disposición a la lucha contra el dolor y sus causas, poniendo su mirada en el Uno doliente y confiando fielmente en aquel que también —y de manera especial— está ocultamente presente en el dolor y
sostiene y apoya al hombre en los momentos de extremo peligro, de máximo absurdo, anonadamiento, abandono, soledad y vacío
: un Dios que está al lado del hombre, co-afectado con él, un Dios solidario con el hombre. Ninguna cruz del mundo puede desmentir la oferta de sentido que nace de la cruz de aquel que fue resucitado a la vida.
Con mayor claridad que en ningún otro lugar se echa de ver aquí que este Dios no es sólo el Dios de los fuertes, de los sanos y de los triunfadores, el Dios del batallón más esforzado. Precisamente en el sufrimiento puede Dios revelarse como el Dios anunciado por Jesús, el Padre de los perdidos, conforme hemos visto
[45]
. Este Dios es la respuesta a la pregunta de la teodicea, a los enigmas de la vida, al dolor, la injusticia y la muerte en el mundo. Como Padre de los perdidos, no es un Dios en lejanía trascendente, sino un Dios cercano al hombre, de incomprensible bondad, generoso y magnánimo, que sigue al hombre a través de la historia y, dentro de la oscuridad, inutilidad y sinsentido de su vida, lo invita al riesgo de la esperanza, sale misericordiosamente a su encuentro aun cuando esté alejado de él.
En ningún otro lugar se manifiesta más claramente que en la vida y obra y en la pasión y muerte de Jesús que este Dios es un Dios para el hombre, un Dios que está totalmente de nuestra parte. No un Dios teocrático, aterrador «desde arriba», sino un Dios amigo del hombre,
com-pasivo
«con nosotros aquí abajo». Hablamos en imágenes, símbolos y analogías, no hace falta insistir en ello; pero así se puede entender mejor lo que queremos decir, que ahora resulta aún más claro que antes: en Jesús no se ha manifestado el Dios cruel de la arbitrariedad y la Ley, sino un Dios que se acerca a los hombres como amor capaz de salvar, que se ha solidarizado en Jesús con el hombre doliente. ¿Dónde se hace esto más patente que en la cruz, una vez confirmada por la resurrección y cambiada de signo? En la cruz se revela con la mayor claridad que este Dios es realmente un Dios que está de parte de los débiles, de los enfermos, de los pobres, de los marginados, de los oprimidos, hasta de los impíos, inmorales y ateos. Un Dios que, a diferencia de los dioses de los paganos, no se venga de quienes cometen faltas contra él; que no se deja comprar y sobornar por quienes quieren algo de él; que no envidia la felicidad de los hombres, que no les exige su amor y les deja luego caer. Es más bien un Dios que otorga la gracia a quienes no la merecen. Que da sin envidia y nunca decepciona. Que no exige amor, sino que lo regala: que es todo amor. Por eso la cruz no debe interpretarse como un sacrificio exigido por un Dios cruel. Desde la Pascua, precisamente, fue interpretada en sentido opuesto: como suprema manifestación de su amor.
Amor
por el que Dios puede ser definido no tanto en el sentido abstracto de «esencia» cuanto en el de acción, en el de «modo» de actuar
[46]
: amor no como afecto, sino como «existencia para los demás», como «hacer el bien a otros». Un amor, pues, que no se puede definir en abstracto, sino sólo en referencia a este Jesús.
Este Dios del amor es el que, según Pablo, no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros. Por tanto, ¿cómo no nos lo va a dar todo con él?
[47]
. Esta es la razón por la que, según el mismo Pablo, nada, absolutamente nada, puede ser peligroso para el cristiano: porque nada lo puede separar de ese amor de Dios, presente en Cristo Jesús
[48]
. Como muestra Pablo en su propia vida, esta teodicea no es mera teoría teológica, sino algo que se puede vivir y probar en la praxis
[49]
.
El hombre puede rebelarse contra un Dios que reina más allá de todo sufrimiento, en imperturbable felicidad o apática trascendencia. Pero, ¿puede hacerlo también contra el Dios que ha revelado toda su com-pasión en el sufrimiento de Jesús? El hombre puede sublevarse contra una justicia divina abstracta y contra una armonía universal preestablecida para el presente o postulada para el futuro. Pero ¿puede hacerlo también contra el amor del Padre de los perdidos, que se ha manifestado en Jesús y que, en su gratuidad e ilimitación, abarca también mi sufrimiento, acalla mi indignación, supera mi frustración y me posibilita la resistencia y la victoria en todas las necesidades de la vida?
El amor de Dios no protege
de
todo sufrimiento, pero protege
en
todos los sufrimientos. Así comienza ya en el presente lo que sólo llegará a su plenitud en el futuro: la justificación de Dios en la rehabilitación del hombre, de todos los hombres, incluidos los muertos y los derrotados; la teodicea como antropodicea. La armonía, no establecida fácilmente, sin expiación, sino instaurada en la cruz. La victoria definitiva del amor de un Dios que no es un ser indiferente y despiadado al que no pueden conmover el dolor y la injusticia, sino que amorosamente se ha hecho y se seguirá haciendo cargo del dolor del hombre. La victoria del amor de Dios tal como lo ha proclamado y manifestado Jesús, como potencia última y decisiva: ¡éste es el reino de Dios! Porque el anhelo —expresado por Horkheimer y compartido por otros muchos a lo largo de la historia de la humanidad— de justicia en el mundo, de auténtica trascendencia, del «totalmente Otro», «de que el asesino no triunfe sobre la víctima inocente»
[50]
, tiene que cumplirse, como prometen las últimas páginas de la Escritura, más allá de toda teoría y de toda teología crítica: «Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado»
[51]
.
Hasta aquí las interpretaciones de la muerte de Jesús. Pero, ¿no crean todavía más dificultades las interpretaciones de su origen?
Navidad sigue siendo para muchos la fiesta principal de la cristiandad y la encarnación de Dios su dogma central. Mas todo lo expuesto hasta ahora permite concluir que no es el nacimiento de Jesús, sino su muerte y su nueva vida con Dios lo que constituye el centro perenne del mensaje cristiano.
Las tres «noches santas» de las grandes religiones universales —la iluminación de Buda, el descenso del Corán y el nacimiento de Jesús— no pueden colocarse en el mismo plano, como se ha hecho más de una vez. Pero, ¿cómo ignorar que también se cuentan
acontecimientos extraordinarios del nacimiento de otros fundadores de grandes religiones
y que en este punto, por tanto, no se puede hablar de particularidad en Jesús de Nazaret? Concepción virginal, nacimiento milagroso, apariciones de ángeles, tentaciones diabólicas, todo eso se narra también de los fundadores de religiones, no es algo privativo de Jesús. Los nacimientos de Buda, Confucio, Zaratustra y Mahoma están rodeados de prodigios. Un ángel anuncia a su madre el nacimiento del profeta Mahoma. En el caso de Zaratustra, la concepción se realiza en circunstancias maravillosas. Del semen de Zaratustra, depositado en una virgen, nace Saoshyant, el salvador universal persa. También en el caso de Buda se da una concepción virginal, ya que Buda entra en forma de elefante blanco en el cuerpo de Maya y sale luego de su costado. Hay apariciones de ángeles en los nacimientos de Mahoma y Confucio. Hechos maravillosos de todas las clases se atribuyen no sólo a Jesús niño —en algunos textos apócrifos—, sino también al joven príncipe Siddarta. Y Buda y Zaratustra son tentados por el mal espíritu, lo mismo que Jesús. Por consiguiente, si la filiación divina de Jesús se redujera a semejantes acontecimientos extraordinarios en el nacimiento o a hechos milagrosos durante la vida, Jesús podría ser equiparado a los fundadores de religiones, por no hablar de otros héroes o taumaturgos más o menos dudosos de la Antigüedad.
1. La cruz sigue siendo lo específicamente cristiano. Sólo que los
primeros testigos miran desde la cruz del Resucitado hacia atrás
: al
comienzo
de la vida de Jesús. Las mismas afirmaciones sobre la
encarnación
del Hijo de Dios serían una «historia de dioses», pura mitología, si no fueran contempladas en conexión con el mensaje de la cruz y la resurrección. Originariamente sólo pretendían explicar quién era en realidad el que había sufrido, se había entregado y había probado semejante obediencia
[1]
. Ya hemos visto que la comunidad primitiva llamó a Jesús «Hijo» e «Hijo de Dios»: abogado, plenipotenciario y portavoz, enviado personal, fiduciario, lugarteniente y representante de Dios
[2]
. Inicialmente, partiendo de la tradición judía, la persona y la causa de Jesús son interpretadas con ayuda de las categorías de Hijo de Dios y, luego, de engendrado por el Espíritu, de preexistente y mediador de la creación: categorías que posteriormente fueron trasladadas al medio y lenguaje del mundo helenista, tan distinto, donde dieron lugar a otras asociaciones. En las páginas que siguen estudiaremos estas conexiones tan complejas.
El término y concepto de
«in-carnatio» (en-sarkosis
, «encarnación») llegó a imponerse poderosamente gracias al prólogo de Juan. Este es el único lugar del Nuevo Testamento en que aparece esa idea de la
«Palabra»
o
«Logos»
divino preexistente desde la eternidad en Dios y en cuanto Dios, preexistente en la esencia divina: Palabra que, según la literatura sapiencial judía (¿también según la gnosis precristiana?), ya estaba presente, personal y pretemporalmente, en el momento de la creación del mundo y que halló luego una morada entre los hombres
[3]
; que aparece después en las especulaciones de Filón como hijo primogénito de Dios y segundo Dios, como imagen de Dios y modelo originario de las cosas, como órgano de la creación y revelación
[4]
; que, finalmente, en el prólogo de Juan se presenta como persona divina que se hace «carne» por los hombres: la encarnación de Jesús como
revelación
de Dios (vida, luz, verdad) en el mundo
[5]
.