3. Para llegar a un
entendimiento ecuménico
en esta cuestión es preciso un esfuerzo notable por ambas partes:
Como de hecho ha ocurrido, una Iglesia nunca debe basarse en María, la humilde doncella, para buscar su propia gloria. AI igual que María, una Iglesia sólo tiene sentido cuando se ajusta y subordina a ese acontecimiento cuyo centro inamovible no está ni en María ni en la Iglesia, sino únicamente en Jesús.
Necesario es volver a hablar expresamente de la Iglesia al final de esta tercera parte, una vez que hemos visto con toda claridad que los intentos de interpretación de la muerte de Jesús no hicieron más que poner de relieve su permanente significado y eficacia, y que los intentos de interpretación de su concepción y nacimiento sólo trataron de evidenciar su particular origen y su exclusiva pretensión. Las diversas interpretaciones se aclaran y completan mutuamente. Pero ninguna de ellas sería posible sino a partir de la historia concreta de este Jesús de Nazaret, historia que no deben oscurecer
a posteriori
. La Iglesia es algo más que una comunidad que interpreta y argumenta, pero también algo más que una comunidad narrativa: la Iglesia es ante todo una comunidad de fe.
Durante dos mil años Jesús de Nazaret ha seguido vivo para la humanidad. ¿Qué lo ha mantenido con vida? ¿Quién ha dado permanente testimonio de Jesús ante los hombres? ¿Siguiría vivo si sólo viviera en un libro? ¿Acaso no ha seguido vivo porque ha vivido durante dos mil años en la cabeza y el corazón de innumerables hombres? Hombres que han estado dentro, fuera o en la periferia de la Iglesia institución, pero que, a pesar de las inmensas diferencias de lugar y de tiempo, estaban influidos por él: animados, movidos, llenos de su palabra y de su Espíritu, cada cual en su humanidad concreta y en diversa medida; hombres congregados de diferentes maneras para integrar una comunidad de fe.
Sin esta comunidad de quienes han abrazado su causa, Jesús no se habría mantenido vivo en la humanidad. Y ni siquiera habría existido nunca ese pequeño libro que recoge los testimonios más antiguos y mejores sobre él.
Este pequeño libro, el Nuevo Testamento, no cayó del cielo. El Corán, como hemos visto, estaba guardado en el cielo y fue dictado frase por frase como palabra directa de Dios para los hombres; por eso cada frase es infaliblemente verdadera. Es un libro, pues, perfecto y santo en todos sus aspectos (lingüístico, estilístico, lógico, histórico), que hay que aceptar al pie de la letra y no requiere ni interpretación ni comentario. ¿Es así la Biblia? Tanto las cartas paulinas como el comienzo del Evangelio de Lucas atestiguan espontáneamente que la Biblia del Nuevo y del Antiguo Testamento fue escrita y recopilada en la tierra. Es, indiscutiblemente, por tanto,
palabra humana
: recogida y redactada frase por frase, matizada y desarrollada en diversas direcciones por hombres muy concretos.
Por eso no está exenta de defectos y errores, oscuridades y confusiones, limitaciones e inexactitudes. Por eso resulta una colección extraordinariamente heterogénea de documentos de fe, unos claros y otros menos claros, unos vigorosos y otros débiles, unos originales y otros de segunda mano
[1]
. A pesar de todo, ¿no tenían que consignar estos escritos la
palabra de Dios?
Como en otros muchos casos, lo que importa es entender correctamente tal afirmación; o sea, cómo se puede tomar en serio la dimensión humana de estos escritos y, no obstante, creer en la palabra de Dios. También aquí nos veremos obligados a examinar las ideas de los siglos pasados, a hacernos cargo de sus genuinas intenciones y, cuando sea preciso, a rectificar críticamente y con toda cautela su lenguaje y sus modos de expresión, siempre que hoy resulten equívocos o induzcan a error. Ya en la primitiva Iglesia helenística se aceptaba la Escritura como «inspirada» por el Espíritu de Dios. Pero ¿cómo se concebía esta «inspiración»? Por influjo de múltiples factores extra-cristianos, se había desarrollado cierta idea de inspiración, pero ésta no fue sistematizada rigurosamente hasta más tarde, por obra de la ortodoxia luterana reformada y, con el retraso casi habitual, por la teología católico-romana en el siglo XIX
[2]
. El judaísmo y el paganismo helenístico pensaban que el Espíritu invadía al hombre durante el éxtasis. En el éxtasis la individualidad humana aparecía como apagada por la
manía
divina (así sucedía con la pitonisa del oráculo deifico). Algo parecido pensaron los primeros teólogos cristianos. Contemplaron a los autores bíblicos —muy diversamente de como éstos se vieron a sí mismos— como meros instrumentos que escribían por «inspiración», por «sugerencia», incluso al «dictado» del Espíritu divino. Es decir, como si fueran secretarios. O como flauta o arpa cuyos sonidos se deben a un soplo del aire. Es el mismo Dios quien, mediante su Espíritu, ejecuta aquí la melodía y determina el contenido y la forma del escrito, de manera que toda la Biblia, por ser Dios su autor, tiene que estar libre de contradicciones, deficiencias y errores, y en esa inmunidad la ha de mantener el intérprete mediante armonizaciones, alegorías y mistificaciones. Todo está, pues, inspirado, hasta la última palabra («inspiración verbal»). Y consiguientemente hay que suscribirlo todo, palabra por palabra. Todo lo cual tenía que conducir inevitablemente a conflictos graves, aunque en el fondo innecesarios, tanto con las ciencias naturales (desde el giro copernicano) como con la historia (desde la Ilustración).
Esta
concepción tradicional
de una inspiración, por así decir, mecánica,
se ha ido quebrantando
cada vez más por obra de la investigación crítica del Antiguo y del Nuevo Testamento: duraute los últimos 200 años han emergido inesperadamente la auténtica humanidad, la historicidad y la falibilidad de los autores en los escritos bíblicos. Este hecho no lo puede hoy ya negar en serio ninguna persona razonable. Pero, ¿no queda así minada la autoridad de los escritos, como muchos habían temido al principio? O ¿no se tiende precisamente un puente hacia la Iglesia primitiva, la cual, aun reconociendo que Dios actuaba en los autores bíblicos, tomaba en serio sus características humanas e históricas en la misma línea del Antiguo Testamento? En primer plano estaba entonces no la infalibilidad o inerrancia de los autores, sino la verdad misma del contenido, del testimonio, del mensaje. Los autores bíblicos no aparecen como seres ahistóricos y esquemáticos, casi sobrehumanos, aunque en el fondo desprovistos de humanidad, porque en último término serían instrumentos sin voluntad ni responsabilidad, por medio de los cuales todo lo haría directamente el Espíritu Santo. Aparecen más bien como testigos de la fe, que, a pesar de toda su fragilidad humana, sus condicionamientos y limitaciones, hablan con lenguaje a menudo balbuciente y recursos conceptuales muy escasos del auténtico fundamento y del auténtico contenido de la fe.
En el ámbito judeo-helenista se hablaba de la
Sagrada Escritura
, de los «escritos sagrados», con lo que se sugería la idea de una Escritura absolutamente perfecta, divina, «santa». En cambio, el Nuevo Testamento evita casi por completo hablar de la sacralidad de los textos. Sólo en un pasaje tardío de las cartas pastorales (que, como se sabe, no provienen de Pablo)
[3]
se habla en términos helenistas de que «todo escrito inspirado por Dios (o por el Espíritu de Dios)» sirve además para enseñar, corregir y educar; mas con esto aún se está muy lejos de una teoría de la inspiración mecánica
[4]
.
Si hoy se quiere continuar aplicando a la Escritura el término ambiguo de «inspiración», será preciso no entenderlo en el sentido de aquella tardía teoría de la inspiración que concibe la intervención del Espíritu de Dios como un milagro que solamente afecta al acto concreto de escribir del apóstol o del autor bíblico. No sólo la redacción del escrito, sino toda su historia anterior y posterior, todo el proceso de la recepción y transmisión fiel del mensaje tiene algo que ver con el Espíritu de Dios. Bien entendido, puede decirse que todo el proceso está
penetrado
y
repleto del Espíritu
. Efectivamente, el hecho de que los primeros testigos se sientan movidos por el Espíritu condiciona también sus escritos, sin que sea necesario hacer valer frente a los oyentes o lectores la existencia de un acto de inspiración y la necesidad de reconocerlo como tal. En el Nuevo Testamento se da simplemente por supuesto que toda recepción y proclamación del evangelio no ocurre sino «en el Espíritu Santo»
[5]
.
Pero tal acontecimiento espiritual implica necesariamente, según el mismo Nuevo Testamento, la historicidad humana, la cual, a su vez, no sólo admite sino también exige una crítica bíblica: crítica textual y literaria, crítica histórica y teológica. Una crítica seria de la Biblia —esperamos que haya quedado claro en estos capítulos— puede contribuir a que la buena nueva no se quede encerrada en un libro, sino que vuelva a ser anunciada con mayor vida en cada nueva época. Los primeros testigos —que por ser los primeros siguen siendo el fundamento— no recibieron el evangelio al dictado como fórmula fija o doctrina rígida, ni lo transmitieron servilmente, sino que lo asumieron en su situación concreta y conforme a sus características particulares y lo proclamaron según su propia interpretación y teología. Análogamente, los actuales anunciadores del mensaje pueden y deben transmitir a su modo, en su tiempo y en el lugar en que se encuentran el
mensaje antiguo de forma nueva
.
Cierto, el Nuevo Testamento no deja de ser la puesta por escrito de aquel testimonio originario que la Iglesia antigua ya conoció y reconoció a través de un largo proceso. Para ello no fue necesaria una decisión infalible de la Iglesia primitiva. Estos escritos se impusieron sobre todo en el uso litúrgico, y fundamentalmente en virtud de su contenido, en contraste con otros escritos apócrifos. De continuo se experimentaba su gran fuerza y era posible adherirse con creciente confianza a su mensaje. El criterio concreto («canon») de la Iglesia primitiva se ha ido afirmando a lo largo de los siglos. El
Nuevo Testamento
ha demostrado una y otra vez su
autoridad normativa y su insustituible significado
. Y hemos de atenernos a esta norma si queremos seguir siendo cristianos en el sentido originario de la palabra y no pretendemos convertirnos en otra cosa. Como expresión escrita del testimonio cristiano primigenio, el Nuevo Testamento continúa siendo norma (por fortuna) inmutable de toda ulterior predicación y teología eclesial y preserva de toda arbitrariedad subjetivista y de cualquier forma de fanático entusiasmo. Mas, no obstante, la libertad y multiplicidad de los testimonios neotestamentarios, que sólo gracias al mensaje de la acción de Dios en la historia de Israel y en Cristo Jesús alcanzan su fundamental unidad y simplicidad, justifican la libertad y multiplicidad de los testimonios actuales. Pero, ¿hasta qué punto se puede llamar a estos testimonios humanos del Nuevo Testamento palabra de Dios?
Como hemos dicho, el cristianismo no es una religión cuyo fundamento sea un libro. La revelación divina no se identifica con las Escrituras. Estas son sólo el testimonio humano de la revelación divina, y en ellas encontramos intactas la humanidad, la autonomía y la condición histórica del autor humano. Yo no creo
primero
en la Escritura o en la inspiración de la Escritura y,
luego
, en la verdad del mensaje que transmite. Creo en Dios, que se ha manifestado como libertador de los creyentes en la historia de Israel y finalmente en la persona de Jesús y que está directa y originariamente atestiguado en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Mi fe surge, pues, en la Escritura: ésta me ofrece desde fuera un testimonio original del Dios de Israel y el Dios de Cristo Jesús. Pero mi fe no se basa en la Escritura: el fundamento de mi fe no es el libro como tal, sino ese mismo Dios en Jesús.
Así, la
verdad de la Escritura
alcanza al hombre sin violencia alguna
a través de la humanidad
, historicidad y fragilidad de los autores humanos. La verdad de la Escritura apunta más allá de todas las proposiciones verdaderas (o menos verdaderas desde el punto de vista de las ciencias naturales, de la historia o de la religión); apunta a la «verdad» en sentido bíblico originario: a la «fidelidad», la «constancia» y la «lealtad» del mismo Dios que mantiene su palabra y sus promesas. No hay en toda la Escritura un solo pasaje en que se diga que la Escritura no contiene error. En cambio, todos sus pasajes, cualquiera que sea su extensión, atestiguan esa inquebrantable fidelidad de Dios al hombre que nunca deja a Dios por mentiroso.
Ahora se entiende qué sentido puede tener decir que la Escritura es
palabra de Dios
. «Está escrito» jamás puede significar que la palabra de Dios está escrita ante nosotros», que es algo comprobable para todo observador neutral, que, por así decir, todo hombre se ve obligado a aceptar. Si no queremos expresarnos con la ingenuidad de otros tiempos, sino con responsabilidad teológica, es preciso decir
[6]
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