Ser Cristiano (100 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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d) Iglesia culpable

A diferencia de los representantes de la emigración religiosa,
Jesús
no anuncia un juicio de venganza a favor de la minoría selecta de los perfectos (como hacían los esenios y los monjes de Qumrán), sino la buena nueva de la ilimitada bondad y la incondicional gracia de Dios para con los descarriados y miserables. Si la
Iglesia
, como comunidad de fe de los que siguen al Señor Jesús, quiere anunciar la buena nueva de la bondad ilimitada y de la gracia incondicional, tendrá validez
para ella este imperativo
:

Durante este tiempo nuestro la Iglesia, no obstante toda su contraposición con el mundo y sus poderes, nunca debe comportarse como una institución intimidante, amenazadora, terrorífica, conminatoria de todo tipo de males. En vez de un mensaje conminatorio debe anunciar a los hombres la buena nueva; en vez del temor a Dios, difundir la alegría en Dios. La Iglesia no está ahí sólo para los religiosa y moralmente irreprensibles, sino también para los inmorales, los irreligiosos y los impíos por cualquier causa. No debe condenar y reprobar, sino, sin mengua de la seriedad judicativa del mensaje, curar, perdonar, salvar y dejarlo todo al juicio de Dios. Sus requerimientos y amonestaciones, con frecuencia indispensables, no han de constituir un fin, sino remitir a la benevolencia misericordiosa de Dios y a la verdadera humanidad del hombre. Pese a todas las promesas, nunca puede la Iglesia preciarse de ser la casta o clase de los puros, los santos, los moralmente selectos, ni imaginarse, en su aislamiento ascético del mundo, que el mal, el pecado y la impiedad sólo se dan fuera de su ámbito. En la Iglesia no hay nada perfecto, nada que no sea quebradizo, frágil, problemático, que no requiera constantemente rectificación, reforma, renovación. La línea divisoria entre el mundo y el reinado de Dios, entre el bien y el mal, pasa por medio de la Iglesia, por medio del corazón del individuo.

Una comunidad de fe que no quiere reconocerse integrada de hombres pecadores y ordenada a hombres pecadores se vuelve dura de corazón, presuntuosa, inhumana. No merece ni la misericordia de Dios ni la confianza del hombre. En cambio, una Iglesia que, en una historia de fidelidades e infidelidades, de aciertos y de errores, es consciente de que sólo en el reino de Dios estarán separados el grano y la cizaña, los peces buenos y los malos, los cabritos y los corderos, recibe por gracia la santidad que no puede adquirir por sí misma. Tal comunidad de fe sabe que no necesita fingir ante la sociedad una elevada moralidad, como si en ella todo estuviera en perfecto orden; sabe que su fe es débil, su conocimiento oscuro y su confesión balbuciente; sabe que no hay pecado ni falta en que no haya incurrido alguna vez de una u otra forma, de tal modo que nunca, pese a su continuo distanciamiento del pecado, tiene motivo para distanciarse de ningún pecador. En cuanto la comunidad de fe, considerándose autojustificada, mira desde arriba a los pecadores, los irreligiosos y los inmorales, no puede entrar justificada en el reino de Dios. Pero si no deja de tener conciencia de su culpa y su pecado, puede vivir con el consuelo y el gozo del perdón. Ha recibido la promesa de que quien se humilla será ensalzado.

e) Iglesia decidida

A diferencia de los partidarios del compromiso moral, contemporáneos suyos, Jesús no anuncia un reino de Dios instaurado por los hombres mediante el cumplimiento exacto de la Ley y mediante una moral superior (así pensaban los fariseos), sino un reino establecido por libre iniciativa de Dios. Si la
Iglesia
, como comunidad de los que siguen al Señor Jesús, quiere anunciar este reino instaurado por Dios, tendrá vigencia
para ella este imperativo
:

Durante este tiempo nuestro no debe preocuparse primariamente de la observancia de determinados preceptos rituales, disciplinares y morales, sino de que los hombres puedan vivir y recibir unos de otros lo que necesitan para su vida. En esta época condicionada por la desmesurada presión del rendimiento económico-social, la Iglesia no puede rechazar a los que son incapaces de satisfacer sus exigencias y claudican moralmente, como si estuvieran dejados de la mano de Dios, sino que debe anunciarles la proximidad de ese Dios que no centra su interés primero en el rendimiento. Su compromiso eclesial y social de comunidad de fe no debe exponerla a la tentación de confiar en sus obras antes que en Dios. Nada debe impedirle optar, decidirse fiel y confiadamente por Dios y su reino. Ella misma tiene en todo momento que convertirse radicalmente, abandonando sus egoísmos y volviéndose amorosamente a los hombres en vista del reino de Dios que viene: no huyendo del mundo, sino trabajando en el mundo. La Iglesia no puede retraerse ante esta radical obediencia a la voluntad de Dios que busca el bien integral del hombre. Como si pudiera suplantar la obediencia a Dios por la obediencia a sí misma, a sus leyes y prescripciones litúrgicas, dogmáticas y jurídicas, a sus tradiciones y costumbres. Como si pudiera convertir en normas eternas las convenciones sociales, las coacciones morales y los tabúes sexuales de un determinado tiempo, que luego sólo mediante artificiosas y retorcidas interpretaciones pueden ser acomodados a los nuevos tiempos. Como si le estuviera permitido «tragarse el camello» en los grandes problemas de la guerra y la paz, del bienestar de las masas, las clases, las razas y los sexos, y «filtrar el mosquito» en cuestiones dogmáticas y morales (e invariablemente sexuales) de importancia secundaria con ayuda de una meticulosa casuística. Como si le fuera lícito echar sobre las espaldas de los hombres el fardo de innumerables mandamientos y prohibiciones que no pueden soportar. Como si le estuviera permitido exigir, en vez de una obediencia responsable por amor de Dios, una obediencia ciega por temor, que no obedece porque entiende y acepta lo mandado, sino sólo porque está mandado, y que obraría de otra manera si no estuviera mandado. Como si lo importante fuera la legalidad extrema en vez de la actitud interior, la «tradición de los antiguos» en vez de «los signos de los tiempos», las buenas palabras en vez de la limpieza de corazón, los «mandamientos de los hombres» en vez de la voluntad de Dios plena y absoluta.

La comunidad de fe que olvida a quién tiene que obedecer, que arrebata para sí el poder y se declara soberana, se hace prisionera de sí misma. En cambio, la comunidad de fe que a pesar de todos sus fallos permanece orientada hacia el reino que viene por acción de Dios y nunca olvida a quién pertenece, por quién ha optado y renovadamente tiene que optar sin condiciones ni reservas, esa comunidad llega a ser verdaderamente libre: libre para servir al mundo siguiendo a Cristo Jesús; libre para servir al hombre, sirviendo al cual sirve a Dios, y libre para servir a Dios, sirviendo al cual sirve al hombre. Libre incluso para superar el dolor, la culpa y la muerte por la fuerza de la cruz del Jesús resucitado. Libre para el amor integral creador, que no se limita a interpretar el mundo secular, sino que lo cambia desde la inconmovible esperanza en el futuro reino de la justicia perfecta, de la vida eterna, de la libertad auténtica, del amor ilimitado y de la paz venidera; desde la esperanza en la superación de todas las alienaciones y en la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios. Si la comunidad de fe, infiel a su misión, se abandona al mundo o se encierra en sí misma, hace a los hombres desgraciados, miserables y esclavos. En cambio, si a lo largo de esta historia llena de vicisitudes renueva sin cesar su adhesión a Dios como su origen, apoyo y meta, hace asombrosamente libres a los esclavos, alegres a los tristes, ricos a los pobres, esperanzados a los miserables y generosos a los egoístas. Se le ha prometido que, si se mantiene dispuesta y a punto, el mismo Dios
renovará todas las cosas
para ser todo en todo.

La conclusión de esta tercera parte enlaza así con su principio. Esperamos que en este largo itinerario se haya puesto de manifiesto de forma inequívoca, inteligible y clara cuál es el programa cristiano en el sistema de coordenadas del tiempo de Jesús y de nuestro tiempo. Lo que en la segunda parte, al tratar de lo característico y específico del cristianismo, sólo estaba apuntado en sus perfiles formales, queda ahora lleno de contenido: el programa cristiano no es otra cosa que el mismo Cristo Jesús, con todo lo que él significa para la vida y la acción, el sufrimiento y la muerte de los hombres y de la humanidad. Como es obvio, quedan muchos interrogantes. Mas por ahora sólo uno es decisivo: ¿qué se ha hecho de ese programa en la práctica? O, mejor dicho, ¿qué debe hacerse de ese programa en la práctica?

-IV-
L
A
P
RAXIS

Este título puede inducir a error. Da la impresión de que hasta ahora no nos hemos ocupado de la praxis. Pero, ¿a qué otra cosa puede reducirse todo el programa cristiano sino a la praxis (del anuncio, del comportamiento, de la pasión, de la muerte) de ese Cristo? ¿Qué otro objetivo tiene todo el programa cristiano sino la praxis (vida, obra, sufrimiento y muerte) del hombre en seguimiento de Cristo? Así, pues, en lo que antecede ya nos hemos ocupado de la «teoría» de una praxis determinada, pero que ahora es preciso delimitar y explicitar —de la mejor forma posible dentro de la brevedad— en sus implicaciones respecto al hombre y a la sociedad actual. ¿En qué forma debe realizarse y desarrollarse hoy el programa cristiano? De ahí el título de «la praxis».

Jesús de Nazaret sigue teniendo hoy una incidencia práctica en las expectativas, costumbres, actitudes y decisiones, necesidades y finanzas de una parte considerable de la población mundial, tanto en las grandes como en las pequeñas cosas, en la vida privada como en la pública. Jesús de Nazaret es una figura que tiene vigencia en todas las épocas, latitudes y continentes; una figura significativa para todos los que participan en la historia y destino de la humanidad y trabajan por un futuro mejor. A veces parece que Jesús goza de mayor estimación fuera de la Iglesia que dentro de ella y de sus órganos directivos, donde los dogmas y los cánones, la política y la diplomacia (siempre la política y la diplomacia) suelen desempeñar en la práctica un papel más importante que él: «Nunca se pregunta qué hubiera hecho o dicho Jesús; tal pregunta resulta en este contexto tan extraña, que la mayoría la juzgaría poco menos que absurda». Esta es la opinión, representativa de otras muchas, que le merece el Vaticano a un antiguo miembro de la curia romana
[1]
. ¿Encuentra mayor eco la pregunta por Jesús en otros centros eclesiásticos de poder y, a veces, de cultura?

En cualquier caso, no se encuentran sólo en el Vaticano, ni sólo en la Iglesia católica, los estrategas de la diplomacia y de la política eclesiástica, los burócratas y ejecutivos de la Iglesia, los administradores, inquisidores y teólogos cortesanos conformistas.

I - LA PRAXIS DE LA IGLESIA

Si desde el programa cristiano, tal como ha sido descrito en la tercera parte, se mira a su realización, a la praxis cristiana, si en particular se contempla a las Iglesias de hoy desde el mensaje de Cristo, el cristiano comprometido no puede dejar de preguntarse si la praxis de la Iglesia —y nos referimos siempre a todas las Iglesias— no se ha desviado enormemente del programa cristiano. ¿No es éste el motivo de que muchos hombres que han optado por Dios y por Jesús no puedan decidirse por la Iglesia, por alguna de las Iglesias?

1. DECISIÓN POR LA FE

Hay hombres, a menudo con formación religiosa, que prescinden prácticamente de Dios durante años y luego, por caminos muchas veces extraños, llegan a la experiencia de que Dios puede tener mucha, hasta decisiva importancia no sólo para su muerte, sino también para su vida. Y hay hombres que, habiendo escuchado con aversión o con indiferencia los dogmatismos y «cuentos» de las clases de religión, prescinden durante años del Jesús inserto en ese marco mitológico y luego, también por caminos igualmente asombrosos, llegan a descubrir que Jesús puede tener enorme, hasta decisiva importancia para su concepción del hombre, del mundo y de Dios, para su existencia, su acción y su dolor. La opción por Jesús o contra él, por ser cristiano o no serlo, es lo que vamos ahora a analizar, antes de abordar de nuevo desde el punto de vista práctico el problema de la Iglesia.

a) Una decisión personal

Basta ocuparse un poco de la figura de Jesús para sentirse desafiado por ella. Y quien se haya tomado la molestia de seguir hasta aquí nuestras reflexiones ha tenido ocasión de comprobar cómo, al profundizar en el conocimiento de esta figura, todos los elementos de la argumentación adquieren automáticamente carácter de interpelación, hablando al mismo tiempo al corazón que al cerebro. No es posible encubrir totalmente el entusiasmo que la misma materia suscita. No sólo emergen, como ya anticipábamos
[2]
, los rasgos fundamentales y los perfiles característicos del anuncio de Jesús, de su comportamiento y su destino. En casi todas las páginas de este sobrio inventario crítico han podido palparse las consecuencias que se siguen para la vida de cada uno. ¿No basta esto para la praxis? ¿Se puede pedir más en el plano teológico? En el fondo, no. Sin embargo, dada la dificultad del problema y la enorme amplitud de la materia, no estará de más trazar las líneas del programa práctico hasta poder definir una praxis cristiana programática para nuestro tiempo.

Comencemos exponiendo algunas ideas que pueden servir como resumen de lo expuesto y como base de lo que sigue. Todas nuestras anteriores consideraciones sobre el programa cristiano han puesto de manifiesto
por qué
ese Jesús debe ser determinante para mí. Pero
que
ese Jesús haya de ser determinante para mí, constituye un problema estrictamente personal: depende por completo de mi propia decisión. Y no hay Iglesia, ni papa, ni Biblia, ni dogma, ni afirmación solemne religiosa, ni profesión de fe, ni testimonio ajeno, ni reflexión teológica por seria que sea, que pueda imponerme una respuesta, una decisión o eximirme de ella. En último término esta decisión se toma con plena libertad sin instancias intermedias entre Jesús y el creyente.

Tampoco la investigación teológica —recordémoslo
[3]
— resuelve los problemas de la decisión. Sólo puede señalar el ámbito y los límites dentro de los cuales es posible y sensata la respuesta. Puede eliminar obstáculos, clarificar prejuicios, llevar a la crisis incredulidad y superstición, suscitar disponibilidad, poner en marcha un proceso de decisión, que casi siempre requiere tiempo. Puede verificar si un asentimiento es irracional e injustificado o, por el contrario, meditado y fundamentado, de tal modo que uno pueda dar razón de él ante sí mismo y ante los demás. Puede ayudar a dirigir racionalmente el proceso de decisión. Pero todo esto ni debe ni puede suprimir la libertad del asentimiento; más bien puede y debe provocarla y, en cierto modo, «cultivarla».

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