La verdad es que
ambas
concepciones de la teología politizante parecen carecer de distancia crítica y de respeto ante la autonomía secular moderna de la política, del Estado y de la sociedad, reali dades que están insertas en la mundanidad del mundo y no necesitan ninguna teologización neointegrista.
Ambas
concepciones parecen desconocer la auténtica trascendencia política del mensaje cristiano, del cual no es posible deducir directamente una determinada política o unas determinadas soluciones a problemas jurídicos y constitucionales, a cuestiones económicas, sociales, culturales e internacionales.
Creemos, pues, que no se debería hablar de «teología política», debido a la carga histórica de este concepto, a su actual ambigüedad y a las objeciones de forma y de fondo a que está expuesto. No obstante, como ya subrayábamos al comienzo de nuestro largo recorrido
[9]
, hay que reconocer que sus intenciones son positivas. De hecho se necesita una
teología crítico-social
—este nombre le vendría mejor— que no se identifique con la sociedad de hoy, con el
statu quo
, sino que adopte a este respecto una postura crítica y dialéctica. Así como no se puede ligar al mensaje cristiano un determinado programa de acción político-social, así tampoco se puede apoyar en él una interiorización, espiritualización o individualización. Siempre que ha sucedido esto —y sigue sucediendo todavía—, se ha malentendido la fuerza ética y el significado social del evangelio, el carácter público primario (y no simplemente
a posteriori)
del mensaje cristiano, la función crítica de la teología y de la Iglesia y su referencia a la praxis.
Si quieren los cristianos y su teología asumir —dentro de ciertos límites y desde un determinado punto de vista— una función crítica en la sociedad, deben saber perfectamente
de dónde
arranca su crítica. Resultará superflua si ésta, sea negativa o positiva, se limita a repetir lo que ya dicen la sociedad o la crítica secular de la misma. No basta unirse al conjunto de voces que claman por la justicia, la paz y la libertad, poniendo simplemente tal clamor bajo una etiqueta bíblica como «reino de Dios». De acuerdo con lo que llevamos dicho, una crítica social no podrá definirse como específicamente cristiana si no arranca
de Cristo Jesús
.
El autor del mejor libro sobre Jesús escrito con criterio marxista y ateo, el checo Milán Machovec, hace notar certeramente un hecho característico: los polemistas y críticos que se enfrentan al cristianismo «no atacan casi nunca a los cristianos por ser partidarios de Jesús, sino que les acusan de
no
serlo, de traicionar su causa, de poseer todas las cualidades que Jesús reprendía en el fariseísmo, de merecer aquellas palabras: “Este pueblo me alaba con sus labios, pero su corazón está lejos de mí”. En esos casos la crítica se refiere al cristianismo de tal o cual época, pero no al ideal auténtico de Jesús»
[10]
. Y Machovec recuerda en especial los reproches de Karl Marx contra un cristianismo aburguesado, compendiables en esta pregunta-clave: «¿No es cada momento de vuestra vida práctica un mentís a vuestra teoría?».
Si se parte de este Cristo Jesús, por muchas distinciones que se puedan hacer, será imposible separar la teoría y la práctica, el ámbito privado y el público, la esfera religiosa y la política. Tanto para el individuo como para la sociedad secular, para todo el ámbito público y político; tanto para las personas de cualquier condición, profesión y rango como para las estructuras e instituciones tiene una enorme importancia lo que hemos dicho en los diversos capítulos dedicados a Jesús: sobre la identificación con los débiles, los enfermos, los pobres, los desheredados, los oprimidos y los moralmente fracasados; sobre el perdón sin límite, el servicio mutuo sin consideraciones jerárquicas, la renuncia sin contrapartida; sobre la supresión de fronteras entre compañeros y no compañeros, prójimos y extraños, buenos y malos, en aras de un amor que no excluye ni siquiera al adversario y enemigo; sobre las normas, los preceptos y las prohibiciones, que existen en función de los hombres, y sobre los hombres, que no existen en función de las normas, los preceptos y las prohibiciones; sobre las instituciones, tradiciones y jerarquías, que deben ser relativizadas en beneficio del hombre; sobre la voluntad de Dios como norma suprema que sólo busca el bien del hombre; sobre Dios mismo, que se solidariza con las calamidades y esperanzas de los hombres; que no pide, sino que da; que no oprime, sino que levanta; que no castiga, sino que libera; que no insiste en el derecho, sino en la gracia sin condiciones;
y
, en fin, sobre la muerte y el abandono, y sobre la esperanza en la nueva vida y en la consumación del reino de Dios.
¿Hace falta mucha fantasía para imaginar que las cosas irían de otra manera, no sólo en el corazón del hombre, sino también en la sociedad, en sus estructuras e instituciones, si se viviera de verdad el mensaje cristiano? Más aún: ¿no
parecen distintas
las cosas en la sociedad allí donde
se vive
de acuerdo con ese mensaje? Lo que falla no es el programa cristiano fundamental, ni falla Cristo Jesús: lo que falla, cuando cambian tan pocas cosas en el mundo, son los cristianos. El argumento más fuerte
contra el cristianismo
son los
cristianos
: los cristianos que no son cristianos. Y el argumento más fuerte
en favor del cristianismo
son los cristianos: los cristianos que viven cristianamente. Al estudiar la historia de la Iglesia, a menudo tan poco consoladora, se olvida el tema, mucho más consolador, de la historia de los cristianos: un tema al que, por desdicha, prestan los historiadores muy poca atención.
No obstante, es imposible hacer del programa cristiano, que es el mismo Cristo Jesús,
una ley
para todos. Y cuando se intentó hacer algo de este tipo en algunos puntos particulares —por ejemplo, en la legislación matrimonial (divorcio)—, el resultado fue un avasallamiento totalitario y anticristiano de unos hombres por obra de otros. Cuando se intentó hacer algo en esta línea de manera coherente y en un plano general —como sucedió con el entusiasmo religioso-político de los revolucionarios anabaptistas de Münster (1534-35)— y se pretendió imponer a una sociedad el reino de Dios (el «reino de Sión») con la absoluta decisión de instaurar la justicia, la libertad y la paz, todo terminó en el triste y terrible dominio de un integrismo cristiano. Y, en fin, siempre que la Iglesia convirtió el evangelio en ley infalible (de la doctrina, del dogma, de la moral, de la disciplina), la libertad cristiana y el espíritu de servicio fueron sustituidos por la violencia y la esclavitud, se encendieron hogueras (de leña o de otros materiales), padecieron personas y la Iglesia se convirtió en el Gran Inquisidor del que Jesús se despide sin decir palabra.
Jesús, como ya es evidente, no se presentó como un nuevo legislador: ni inculcó una ley moral natural
[11]
ni estableció una ley positiva revelada
[12]
. No dictó disposiciones relativas a todas las esferas de la vida, ni principios morales de validez universal, ni un nuevo sistema ético. Seguir a Jesús no quiere decir cumplir un determinado número de prescripciones. El mismo Sermón de la Montaña
[13]
—que, como se sabe, es una colección redaccional de dichos sueltos— no es una suma de preceptos y prohibiciones que haya que cumplir al pie de la letra, ni un código de conducta, ni una teología moral
in núcleo
, ni tampoco la ley fundamental de una nueva sociedad en la que, superados todos los males, ya no se requiera una autoridad estatal, ni policía, ni tribunales, ni ejército. El Sermón de la Montaña no viene a ser una especie de ordenamiento jurídico y legal, sino que contiene algo que no puede ser objeto de una reglamentación legal y jurídica, a la vez que conduce, al menos indirectamente, a una transformación y humanización del derecho y de la ley.
Evidentemente, una sociedad no puede vivir sin un consenso mínimo sobre normas que regulen el comportamiento político, económico, social e individual. Pero las instrucciones de Jesús no son normas nuevas; no son reglas abstractas y universalmente vinculantes para la conducta y la convivencia humana cuyos límites se vayan descubriendo en cada caso. Sus instrucciones son más bien, como hemos visto, invitaciones, llamamientos, retos. Incluso el tantas veces invocado
«mandamiento» del amor
[14]
no es una nueva ley, ni tampoco un resumen, una síntesis, una suma de todas las leyes. No se puede amar por obligación. El «mandamiento» del amor es, por el contrario, la quintaesencia, el núcleo, el sentido total, lo que Pablo llama el «cumplimiento» de la Ley. El amor, desde la perspectiva de Jesús, no es simplemente una virtud entre otras virtudes, ni un principio análogo a otros principios. Es el criterio fundamental de todas las virtudes, principios, normas y formas de comportamiento humano. El mandamiento existe siempre en función del amor, y no viceversa.
Como hemos visto
[15]
, Jesús concentró, con una sencillez y concreción sin precedentes, todos los mandamientos en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo: una exigencia que abarca absolutamente toda la vida del hombre, a la vez que puede ajustarse perfectamente a cada caso particular. Este amor no es sensiblería ni sentimentalismo, sino una decidida actitud de efectiva benevolencia hacia el prójimo, incluido el enemigo: es un estar alerta, con apertura y disponibilidad, en el marco de una actitud creadora, de una fantasía fecunda y de una acción que sabe amoldarse a cada caso y situación. En él caben todos: hombre y mujer, amigo y amiga, compañeros, vecinos, conocidos y extraños.
Para Jesús, pues, el amor es bueno
en todas las situaciones
. Es el criterio con que se deben valorar todos los bienes. No es algo inherente a determinadas actitudes, sino el regulador decisivo de todas las acciones. Gracias al amor, los mandamientos reciben su sentido último, pero también se ven limitados y en ocasiones, como ocurre prácticamente en las transgresiones de la Ley por parte de Jesús, quedan abrogados: todo ello en atención a la persona humana. Esto no significa una moral sin normas, un antinomismo o libertinismo, ni un salvoconducto para el capricho subjetivista del individuo, a menudo obstinado y poco informado. Al contrario, el amor reclama una gran responsabilidad de conciencia, la cual debe utilizar todas las posibilidades de información y comunicación
(conscientia bene formato)
. En su vida práctica, el hombre debe atenerse indiscutiblemente a una serie de normas, preceptos y prohibiciones sin los cuales la vida resulta imposible para una sociedad o comunidad determinada e incluso para el mismo individuo: desde las señales de tráfico hasta la constitución del Estado y los diez mandamientos de Dios. Pero todas las normas —incluidos los diez mandamientos— deben estar al servicio del hombre; según Jesús, existen por razón del hombre, y no el hombre por razón de las normas.
De ahí que, en cada caso, se requiera una acción que se ajuste a la situación y no que cumpla literalmente la ley
[16]
. Y es el amor el que señala
la línea a esa acción a tono con la circunstancia
, el que constituye un criterio último, universal a la vez que concreto, el que permite superar los conflictos que surgen inevitablemente por culpa de una interpretación legalista de los diversos preceptos. Así el hombre no se regula ya mecánicamente por cada precepto o prohibición, sino por lo que la realidad misma exige y hace posible: cada norma, cada precepto o prohibición, tiene su criterio interno en el amor al prójimo.
Por tanto, en la perspectiva de Jesús, el amor, la benevolencia activa hacia el prójimo, es lo que hace que las normas ambiguas
[17]
sean claras en cada caso concreto. De este modo se comprende por qué dice Pablo que el amor no perjudica al prójimo y representa así el cumplimiento de la Ley
[18]
. Y viceversa: si tuviera alguien toda la ciencia y toda la fe y entregara su cuerpo a las llamas, pero careciese de amor, de nada le aprovecharía
[19]
. Quien obra con amor y benevolencia hacia el prójimo cumple la ley de Dios, aun cuando se oponga a un precepto determinado, pues el sentido de la ley de Dios es el amor. El amor, en consecuencia, no es una invitación a conformarse o instalarse, sino una invitación a la libertad que tiene su medida en la libertad del otro.
¿Qué es lo que hace que las normas, de por sí tan peligrosamente ambiguas, resulten claras en una situación concreta? ¿Cómo es posible que lleguen a ser claras y unívocas unas obligaciones que tan a menudo no son evidentes y que admiten tan diversos condicionamientos y articulaciones a tenor de las exigencias de la realidad, de los imperativos y necesidades humanas? Ya hemos visto que no es fácil determinar en qué consiste lo auténticamente humano; no es fácil demostrar de manera puramente racional por qué no se debe reducir todo a dominar y consumir, por qué se debe amar y no odiar. La dirección nos la señala Cristo Jesús: en él aparece claro por qué el hombre no debe odiar, sino amar; por qué no debe dominar a los demás, sino servirles; por qué no debe simplemente gozar, sino también renunciar; por qué debe optar por la solidaridad y no por el espíritu de lucro, por la bondad y no por la crueldad, por la entrega de sí y no por el egoísmo. En una palabra: sea cual fuere la situación,
el amor clarifica las normas
. Gracias al amor, la norma suprema es siempre la voluntad de Dios, que desea el bien total del hombre: es bueno lo que contribuye al bien del hombre, del prójimo, de los prójimos.
Decimos
los
prójimos. Este plural exige particular relieve en la moderna sociedad de masas, donde —como lo demuestra abundantemente la actual investigación de grupos
[20]
— no sólo se dan relaciones entre individuos, sino también entre individuos y grupos, entre grupos e individuos y, en especial,
entre diversos grupos
. Pensemos en la discriminación racial, en el nacionalsocialismo, en la opresión social, en los egoísmos de agrupaciones, clases y partidos. El amor al prójimo tiene también un aspecto social, colectivo, y ha de fijarse especialmente en los grupos más débiles, postergados y oprimidos.