Pero ser discípulo de Jesús, ¿no es algo más que un simple y espontáneo estar juntos unos con otros, algo más que una reunión, un movimiento? ¿No fundó Jesús, después de todo, una Iglesia? Buda creó una comunidad monástica. Confucio instituyó una escuela de formación. Mahoma levantó un Estado islámico poderoso y expansivo. ¿Y Jesús?
Jesús anunció el reinado de Dios, pero evidentemente no lo identificó con una Iglesia. Se ha llegado incluso a negar que Jesús escogiese personalmente un núcleo de
doce
hombres
[28]
dentro del grupo de los discípulos. Contra esto, sin embargo, la antigua profesión de fe
[29]
, recogida por Pablo en la primavera del 55 o 56, documenta claramente la existencia de los Doce en el tiempo inmediatamente posterior a la muerte de Jesús. El testimonio más elocuente a este respecto sigue siendo el que dan los mismos evangelios sinópticos (aunque históricamente bien poco se puede decir del momento exacto y del desarrollo de los hechos), a saber, que fue el mismo Jesús histórico quien personalmente llamó, quien designó a los Doce
[30]
. ¿Cómo se explica si no que Judas Iscariote fuese contado entre los Doce, circunstancia que hubo de resultar extraordinariamente molesta para la joven comunidad (y para el propio Jesús, de quien se diría que sufrió una profunda decepción con Judas)?
¿Se habría hecho participar al traidor en la promesa de sentarse en uno de los doce tronos y juzgar a las doce tribus?
[31]
. ¿Se habría procedido, para sustituirlo, a la elección posterior de Matías, como cuenta el relato de los Hechos de los Apóstoles
[32]
, de cuyo fundamento histórico no hay lugar a dudas? La incomodidad de estos hechos es la mejor garantía de la historicidad del llamamiento de los Doce directamente por Jesús. Todo otro intento de explicación, por muy prolijo que quiera ser, es incapaz de dar una respuesta convincente a la cuestión de cuándo, dónde y cómo, de no ser así, pudo formarse el grupo de los Doce en tan breve espacio de tiempo.
Considerados individualmente, los Doce son para la posteridad más bien unos personajes sin rostro. Ni siquiera sus nombres nos constan con toda certeza; las listas
[33]
difieren unas de otras, especialmente en lo que respecta a Tadeo o Simón. Los evangelistas no prestan atención ni a la historia anterior ni a los caracteres particulares de cada uno. Es evidente que entre ellos apenas hay gente importante: pescadores, un publicano (Mateo, que probablemente se identifica con Leví
[34]
)
y un zelota (Simón Cananeo
[35]
), de suyo enemigos mortales; también, tal vez, algunos campesinos y artesanos. De entre ellos, los únicos que presentan un auténtico perfil (pues las figuras de los dos «hijos del trueno», Juan y Santiago, no pasan de ser un esbozo) son Judas Iscariote y Simón, de sobrenombre —quizá impuesto por el propio Jesús— «Cefas» o
«Pedro»
(piedra)
[36]
. Pescador, natural de Betsaida, casado y residente en Cafarnaún, capaz de apasionada entrega, aunque también titubeante al final, Pedro fue, sin discusión alguna (aun cuando su papel fuera posteriormente estilizado), el portavoz de los demás discípulos, llegando a adquirir después verdadera relevancia como primer testigo del Resucitado y cabeza de la comunidad primitiva. La misma ambigüedad de la figura de Pedro es una muestra evidente de que al menos los dos primeros evangelios no idealizan en absoluto a los discípulos. Todos son hombres normales, que se equivocan y yerran, nada de héroes ni genios. Su incomprensión, su pusilanimidad, su desconfianza y su desbandada final son descritas sin paliativos. Sólo Lucas, que incluso llega a idealizar como modelo a la comunidad primitiva, atenúa o elimina algunos rasgos escandalosos: pasa por alto el apelativo de «Satán» aplicado a Pedro después de su confesión, recorta la escena de Getsemaní en favor de los discípulos, suprime el episodio de su fuga y hace declaraciones sorprendentemente positivas sobre Pedro y sobre los demás
[37]
.
Pero más importante que preguntarse por la personalidad de los distintos componentes es preguntarse por el sentido del grupo como tal. ¿Fueron previstos por Jesús Pedro y los Doce como fundamento de la Iglesia que pensaba establecer? Por una parte, nadie se atreverá a negar que la Iglesia neotestamentaria siempre se remitió a Jesús el Cristo («Iglesia de Jesucristo») y que los apóstoles tuvieron en ella una importancia capital. Pero, por otra, ninguna de estas conexiones, sobre las cuales habremos de volver en seguida, debe ser simplificada ni mucho menos datada en tiempo anterior.
El Jesús histórico, como ya hemos visto, contaba con que el mundo y la historia llegarían a su cumplimiento dentro de su propia generación. Ante tal inminencia del reinado de Dios, no cabe duda que él
no
quiso fundar
una comunidad especial distinta de Israel
, con propia profesión de fe, con propio culto, con propia reglamentación y con propios ministerios. En toda su predicación y actividad nunca se dirige a un grupo determinado, con el fin de aislarlo del pueblo (al estilo de los esenios, de los monjes de Qumrán o de los fariseos). Nunca habla, como hacían los de Qumrán u otros particulares grupos respecto a sí mismos, de un «resto santo» de Israel, que constituiría la comunidad de los elegidos pura y divina. Jesús no persigue una segregación, un exclusivismo. Se siente enviado no para reunir a los «justos», los «piadosos», los «puros», sino para congregar a
todo
Israel, donde se incluyen de manera destacada los marginados por las «comunidades del resto», los despreciados, los minusválidos, los pobres, los pecadores; se trata, en suma, de un gran
movimiento de reunión escatológica
. Jesús se niega a separar antes de tiempo los peces buenos de los malos, el trigo de la cizaña
[38]
. A pesar de sus repetidos fracasos, no deja de dirigirse continuamente al entero Israel. Este Israel total, y no sólo una santa «comunidad del resto», es el que Jesús ve llamado a constituir el pueblo de Dios del tiempo final.
Y los Doce son, justamente, el signo de este pueblo de Dios del tiempo final. En cuanto simbolizan a las doce tribus de Israel
[39]
hacen que el conjunto total de los discípulos aparezca como el pueblo escatológico de Dios. En cuanto elegidos en vistas a la inminente llegada del reinado de Dios, representan la integridad numérica del pueblo de Israel, que ha de ser restablecida y que ahora se encuentra gravemente mutilada (el pueblo de Israel se reduce, desde la conquista del reino del norte en el año 722 a. C, a dos tribus y media: la de Judá, la de Benjamín y la mitad de la de Leví). Pero ni el círculo de los discípulos ni, por supuesto, la totalidad de los israelitas dispuestos a la conversión son agrupados de forma organizada. En el más antiguo de los evangelios a los Doce todavía no se les denomina apóstoles cuando son llamados
[40]
. Nuevamente es Lucas el primero que dice que Jesús mismo llamó a los Doce y los nombró «apóstoles»
[41]
. En las cartas de Pablo se denomina apóstoles preferentemente a otros discípulos que no pertenecen a los Doce (Andrónico, Junías, Bernabé, también quizá Silvano y Santiago, el hermano del Señor). Por todo lo cual, «s absolutamente insostenible identificar
a priori
a los Doce con los apóstoles.
Todo esto significa que Jesús, mientras vivió,
no fundó ninguna Iglesia
[42]
. A favor de la fidelidad de una tradición, que la Iglesia primitiva respeta cuidadosamente, habla el hecho de que los evangelios no conocen dichos públicos de Jesús en los que programáticamente se pida la adhesión a una comunidad de elegidos, en los que se anuncie la institución de una Iglesia o de una Nueva Alianza. Las parábolas de la red colmada de peces y de la levadura, de la simiente y del crecimiento, describen un futuro reinado de Dios que no puede identificarse con la Iglesia. Para entrar en el reino de Dios nunca ha exigido Jesús pertenecer a una Iglesia. Bastaba con aceptar obedientemente su mensaje y someterse en el acto a la voluntad de Dios de una forma radical.
La palabra «Iglesia» no aparece en los evangelios más que dos veces, y una solamente en el sentido de Iglesia universal: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia»
[43]
. ¡Uno de los pasajes más controvertidos del Nuevo Testamento! En la actualidad, sin embargo, comienza a perfilarse cierto consenso entre los investigadores más representativos de las distintas Iglesias. Hasta los exégetas católicos reconocen que el
«logion»
de Mt 16,17-19 (que sorprendentemente sólo aparece en Mateo, mientras que Marcos y Lucas lo desconocen) no encaja, pese al carácter semítico de su lenguaje, en el contexto de la predicación de Jesús, determinada como está por la expectación de un fin próximo, sino que responde a una antiquísima elaboración pospascual de la comunidad palestinense o del mismo Mateo, que presupone una Iglesia ya consolidada institucionalmente y dotada de plenos poderes doctrinales y jurídicos
[44]
.
Pero, sea cual fuere la forma como haya de entenderse en particular este
«logion»
, discutido casi en todas y cada una de sus palabras, una cosa es cierta: que aunque se dé por supuesto que lo pronunció el propio Jesús, éste no lo dirigió al público en general, y que si apuntaba a la constitución de una Iglesia, evidentemente no hacía referencia a una Iglesia para el presente, sino (como ponen de manifiesto todas sus formulaciones concretas) para el futuro. Ni los que siguen a Jesús dispuestos a convertirse ni los discípulos llamados a seguirle de una forma especial, es decir, los Doce, son segregados de Israel por Jesús como «nuevo pueblo de Dios» o «Iglesia» ni, como tales, contrapuestos al antiguo pueblo de Dios. La «Iglesia», en el sentido de comunidad especial distinta de Israel, es sin lugar a dudas una
realidad pospascual
.
De esta manera Jesús
no
es lo que comúnmente se entiende por
fundador de una religión
o fundador de una Iglesia. El no pensó ni en crear ni en organizar una gran estructura religiosa. Desde un principio se sintió enviado exclusivamente a los hijos de Israel
[45]
. Dentro de su programa, tanto para él como para sus discípulos, no entraba la misión entre los pueblos paganos; el mandato misionero es pospascual
[46]
. Cierto es que Jesús parece haber pensado en la peregrinación final de todos los pueblos paganos hacia el monte de Dios, tal como la describen los profetas
[47]
: ésta será la hora de los paganos, en la cual, según una imagen tan antigua como característica, muchos innominados vendrán de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa del reino de Dios, mientras los ciudadanos del reino serán echados fuera, a las tinieblas
[48]
. Pero primero debe cumplirse la promesa de Dios y la salvación se le debe ofrecer a Israel en primer lugar. ¿Con éxito?
Si bien es cierto que Jesús se dirigió a
todos
, que habló al Israel
total
(universalidad
de iure
) y que no excluyó del reino a los paganos (universalidad
de facto)
, no lo es menos que su intervención provocó una dolorosa escisión. Las palabras que pronunció, las acciones que realizó y las exigencias que planteó situaban a todos frente a una decisión última. Ante Jesús nadie podía permanecer neutral. El mismo había llegado a ser el gran
problema
.
¿Qué actitud se ha de adoptar ante este mensaje, ante esta conducta, ante esta pretensión y, en definitiva, ante esta persona? El planteamiento de esta pregunta era inevitable. Es un interrogante prepascual, sí, pero que igualmente impregna los evangelios pospascuales y que hoy todavía es de plena actualidad. Y vosotros, ¿qué pensáis de él?
¿Quién
es Jesús? ¿Uno de los profetas? O ¿algo más que un profeta?
¿Qué «papel» desempeña Jesús en relación con su propio mensaje? ¿Cómo se comporta respecto a su propia «causa»? ¿Quién es este personaje, que desde luego no es un ser celestial, temporalmente revestido de forma humana, sino un ser humano, plenamente humano, vulnerable, históricamente tangible? ¿Quién es este personaje que como cabeza de un grupo de discípulos es llamado, y no sin razón, «Rabbi», «Maestro»; que como predicador del cercano reinado de Dios es tenido por algunos por «profeta», incluso por el ansiado profeta del tiempo final,
y
sobre el que sus propios coetáneos están divididos?
[49]
. Sorprende que en los evangelios no se haga mención de una verdadera y propia vocación profética de Jesús, como tuvieron Moisés y los profetas o como asimismo experimentaron Zaratustra y Mahoma, ni una iluminación al estilo de Buda.
Para no pocos cristianos la afirmación «Jesús es hijo de Dios» constituye el centro de la fe cristiana. Pero sobre esto hay que poner una atención más cuidadosa. En el centro de su predicación Jesús coloca siempre el reinado de Dios, no su propio papel, su propia persona, su dignidad. Asimismo es innegable que fue la comunidad pospascual, que por su parte siempre afirmó enérgicamente la plena humanidad de Jesús de Nazaret, la que otorgó a este hombre los títulos de «Cristo», «Mesías», «Hijo de David» e «Hijo de Dios». Fácilmente se entiende (y de ello daremos después cumplida explicación) que esta comunidad seleccionase los títulos más relevantes y expresivos del mundo judío, primero, y del helenista, después, y los trasladase a Jesús, para expresar de esa forma la importancia de su persona en orden a la fe cristiana. Pero lo que no se puede presuponer sin más, dada la naturaleza de nuestras fuentes, es que Jesús mismo se atribuyese tales títulos. Esto es más bien cuestionable y debe ser examinado sin prejuicios de ninguna clase.
Cuando se trata, como aquí, del centro de la fe cristiana (y de «so se trata cuando se habla de Jesús el Cristo), la precaución ha de ser doble, con el fin de que el pensamiento responsable y crítico no sea desplazado por el deseo. Hay que tener presente, primero, «que los evangelios no son puros documentos historiográficos, sino los relatos escritos del anuncio práctico de una fe; quieren provocar y consolidar la fe en Jesús en cuanto Cristo. Y, segundo, que en consecuencia es muy difícil trazar la línea divisoria exacta entre historia sucedida e interpretación de la historia, entre narración histórica y reflexión teológica, entre palabra prepascual e intuición pospascual.