¿Por qué es importante esta distinción no sólo en Sudamérica, sino también en Europa y en Norteamérica? No por prejuicios-burgueses ni por una mentalidad partidista, sean cuales fueren, sino por una serie de razones objetivas y básicas que conviene explicitar:
Hoy se impone, y no sólo en América Latina, un
examen general del compromiso de la Iglesia
en la sociedad a nivel nacional o regional. En algunos países, especialmente en los «católicos» —por no hablar de Irlanda del Norte—, convendría contemplar la posibilidad de una renuncia voluntaria a ciertos privilegios nacidos en otro tiempo y hoy trasnochados (por ejemplo, la escuela católica). Si se quiere fomentar un auténtico compromiso de la Iglesia en la sociedad, evitando excederse en unos sectores públicos y no llegar en otros, habrá que tener en cuenta la especial misión de la Iglesia —la causa de Jesucristo— a fin de establecer los siguientes
criterios
:
Este compromiso público de la Iglesia adoptará diversas formas en los diversos continentes y países. A este respecto no se pueden dar recetas generales: recordemos lo dicho sobre el «carácter problemático de las normas». También los cristianos y las Iglesias de América Latina, Asia y África tienen derecho a buscar, para sus propios problemas, soluciones latinoamericanas, asiáticas y africanas sin que les ponga trabas ningún organismo central eclesiástico. Según los principios antes enunciados, el compromiso social de las Iglesias —en problemas como la superpoblación, la paz y el desarme, la discriminación racial, los desequilibrios sociales— debería producirse quizá con más frecuencia de lo que desean las «derechas», y tal vez con alguna menor frecuencia de lo que proponen las «izquierdas». Dada la complejidad de los problemas, el recurso al evangelio permitirá únicamente señalar los criterios que han de informar la acción, y habrá que renunciar a proponer soluciones concretas. Todas las declaraciones y acciones eclesiásticas deberían caracterizarse por su objetividad, modestia y realismo. Y en las acciones concretas conviene abstenerse, hoy más que nunca, de institucionalizar y convertir en posición de poder cualquier iniciativa o acción eclesial dentro de la sociedad. Las Iglesias deberían actuar con la movilidad de un «servicio contra incendios», procurando subsanar la falta de otras ayudas y de la manera menos convencional posible. Esto daría un nuevo significado a un principio fundamental de la doctrina social católica, el principio de subsidiariedad («ayuda para valerse por sí mismo»). Durante siglos, las Iglesias cosecharon unos méritos indiscutibles e innegables por su servicio a la humanidad en los ámbitos sanitario, educativo y social, los cuales están hoy en manos del Estado o de otros organismos. ¿Por qué la Iglesia no habría de encontrar en la actualidad nuevas tareas, y quizá más importantes, al servicio del hombre?
También en América latina es preciso evitar a toda costa una identificación acrítica de la Iglesia con los partidos políticos. Caben diversas opciones, pero en lo decisivo el evangelio de Jesucristo no permite una postura de neutralidad: «Hoy en América Latina… los oprimidos y marginados son conscientes de sus necesidades y miserias, y nadie puede tolerar que persista esa situación sin esforzarse por procurarle un rápido remedio…». Sin embargo, por lo que se refiere a la solución concreta, la Iglesia no debe vincular se a un determinado programa de acción política, sino estar abierta en principio a diversas opciones: «La Iglesia respeta todas las opciones posibles en la elección de ese remedio con tal que respondan al clamor de los oprimidos, de los pobres y necesitados en busca de liberación, al clamor que encarna vitalmente Cristo Jesús en su persona»
[36]
.
Y el clamor que encarna Cristo es que el criterio debe ser siempre lo específicamente cristiano. Los cristianos no tienen por qué identificarse
totalmente
con un partido, institución o incluso Iglesia. Sólo los sistemas totalitarios exigen una identificación total. Los cristianos no deben clamar acríticamente al son de cada época. Sólo es permisible una identificación
particular
, y esto
en la medida en que
tal partido, institución o Iglesia responde al criterio cristiano o, al menos, no lo contradice abiertamente.
En la vida concreta del individuo y de la sociedad, sobre todo en la dura confrontación de la lucha por la vida, se dan indudablemente casos de suma dificultad, coyunturas inextricables en el conjunto de la problemática, auténticas situaciones de emergencia, donde parece fallar toda norma general de conducta e incluso un último recurso a Jesucristo. ¿Qué hacer, por ejemplo, cuando la
violencia
se apodera de todo y sume a los hombres en la miseria? ¿Qué hacer cuando millones de hombres se ven obligados a padecer bajo la violencia «estructural», «institucionalizada» de un sistema que funciona externamente (en lo político y económico), pero en el fondo es cruel e inhumano? ¿No pudieron pensar algunos cristianos serios, como Dietrioh Bonhoeffer, que era un deber atentar contra la vida de Hitler? ¿Y no puede parecer en una determinada situación social y política, como la de ciertos Estados latinoamericanos, que la única salida está en la revolución violenta? Quizá sí, pero ¿quién es capaz de decidirlo en abstracto y
a priori?
El dominio de la violencia, arbitrario o institucionalizado, produce tarde o temprano una reacción de contraviolencia. Así, atendiendo a motivos racionales y de bien común, da la impresión de que en algunos Estados no hay más solución que la revolución a fondo, la destitución, la expropiación o incluso la supresión de unos gobernantes inhumanos, si se quiere conseguir, o al menos hacer posible, una situación más justa, democrática y humana. De acuerdo con estos criterios, en un caso límite se puede justificar la violencia —suponiendo que tal justificación tenga sentido— como legítima defensa del individuo, de un grupo o de una nación. Pero quien recurre a la violencia debe tener muy presente que para ello no puede invocar a Jesús de Nazaret. Quien actúa violentamente se mete en el círculo infernal de la violencia y la contra violencia. Las víctimas y los riesgos son incalculables. Además, el fruto de las revoluciones fracasadas suele ser una opresión y una tiranía aún más duras. E incluso cuando triunfa la revolución, todo se reduce a menudo a un cambio de quienes detentan el poder, sin que se reduzcan los problemas ni la opresión.
Parece, pues, preferible no propagar una «teología de la revolución», una glorificación teológica de la revolución violenta. Después de Jesús es difícil encontrar a Dios en los avatares de una liberación que incluye el recurso a la violencia. La violencia puede estar justificada en un caso límite de legítima defensa del individuo, de un grupo o de una nación. Pero, cuando ha sido «preciso» derramar sangre, aunque sea sangre realmente culpable, habrá más razones para pedir perdón que para celebrar la revolución. El empleo sistemático de la violencia no se puede presentar como una acción positivamente deseable, sino a lo sumo como una reacción admisible en casos de legítima defensa. Pero aun entonces —en una guerra o revolución «justa»— habrá cristianos que, invocando a Jesús, rechacen el uso de la violencia: «Prefiero mil veces dejarme matar que matar» (Hélder Cámara, arzobispo de Recife, Brasil)
[37]
.
A partir de Cristo no se puede concluir una estrategia de la violencia, sino de la no violencia, como muy bien entendieron y tradujeron a la realidad política no sólo Hélder Cámara y Martin Luther King, sino también Mahatma Gandhi y otros muchos
[38]
. La
no violencia
puede apelar siempre a Jesucristo, mientras que el
uso de la violencia
sólo puede apelar en casos límite a la
razón
. El uso de la violencia, la venganza, la opresión, la intransigencia, el odio son realidades humanas, demasiado humanas, pero indignas del hombre. En cambio, la renuncia a la violencia y al espíritu de venganza, la disponibilidad para el respeto al adversario y el perdón sin restricciones, el esfuerzo en busca de reconciliación y la benevolencia desinteresada constituyen la auténtica exigencia que se deriva de Jesucristo: una exigencia que invita a realizar lo que es verdaderamente humano y que se dirige tanto a los garantes del
statu quo
de una violencia represiva «estructural» como a los subversores que incluyen la violencia entre los medios de su política.
¿No podrá la invitación a la no violencia, a la tolerancia y el amor abrir otras posibilidades en los grandes conflictos sociales entre Berlín, Río de Janeiro y Santiago de Chile? Escuchemos una última voz de la «teología de la liberación» latinoamericana: «Estos cristianos ven en la práctica de su fe una garantía de que sus decisiones están presididas por el amor, de que sus opciones salvaguardan el sentido de la dignidad de la persona y los valores éticos y de que ellos se mantienen libres de ideas puramente pragmáticas y de maquiavelismos políticos. Esto no disminuye en ningún caso la intensidad de su compromiso ni la claridad de su visión. La orientación cristiana de su vida les permite ir más allá de las palabras de los políticos y encontrar caminos de liberación más creadores, humanos y fraternales»
[39]
.
Aún resuenan, con su tono positivo, las fascinantes palabras de la teología de la liberación: amor, sentido, dignidad de la persona, valores, liberación, humano, creador, fraternal. Pero estas palabras no pasan de ser un conglomerado de sílabas si no se las somete a la prueba de lo que llamaríamos la «cara sombría» de la vida: el odio y el absurdo, la dignidad y la ausencia de valores, la falta de libertad y de humanidad, la tirantez y la enemistad en la vulgaridad de la vida pública y privada de cada día. Se halla en juego nada más ni nada menos que el problema del hombre y del humanismo. El compromiso y el entusiasmo político adquieren aquí una profundidad que no se da en la pragmática superficialidad de lo cotidiano. Se plantea en toda su radicalidad la pregunta de qué es ser hombre y ser cristiano. La fe cristiana y los humanismos no cristianos tienen su prueba decisiva en la superación de esa cara negativa.
Ya hemos considerado cómo el sufrimiento, la historia de dolor que pesa sobre la humanidad y sobre cada individuo constituyen un enigma inescrutable para el hombre. Y hemos considerado asimismo los múltiples y a menudo profundos intentos mitológicos, filosóficos y teológicos encaminados a descifrar el enigma
[40]
. La realidad latinoamericana nos ha mostrado de manera aún más elemental y concreta cuan importante es en este contexto el moderno proceso de emancipación y liberación: el hombre debe responsabizarse de su propio destino e intentar liberarse mediante la transformación de la sociedad humana. La redención no puede sustituir a la emancipación.
Pero tampoco la emancipación puede sustituir a la redención.
Nadie puede sustraerse al problema del desconsolado dolor de los vivos y los muertos, al problema de la propia culpa y la propia muerte y, por tanto, de la liberación última del hombre: una liberación del hombre por Dios (redención), frente a la cual la liberación del hombre por el hombre (emancipación) tendrá un carácter meramente pasajero. ¿Cómo saber, si no, que hemos sido liberados de la culpa, aceptados en el tiempo y para la eternidad, liberados para una vida llena de sentido y un compromiso sin reservas en favor del prójimo y de la sociedad? ¿Cómo descubrir un sentido en el absurdo del dolor y de la muerte, en el sufrimiento de los inocentes y fracasados?
¿Qué diremos al revolucionario derrotado, al prisionero que quiere conservar su libertad aun en medio de sus cadenas, al condenado a muerte que pide una esperanza? Y también en casos menos dramáticos, pero tal vez no menos penosos, ¿qué diremos al hombre férreamente encadenado a unas estructuras sociales en las que no cabe a una revolución ninguna probabilidad de éxito? ¿Qué diremos al enfermo incurable, a quien no puede evitar las consecuencias de una decisión equivocada, a quien ha fracasado profesional, moral o humanamente?
Ante las posibles tentaciones de indignación, rebelión, resignación y cinismo, ¿se puede decir algo que no sea recomendar la postura de Job, quien, a pesar de todo, con una confianza inconmovible y absoluta, se sometió al Dios incomprensible?
Sí, se puede decir algo más: que en esta vida todo lo negativo
puede
tener un sentido positivo; que ninguna situación tiene por qué ser
absolutamente
inconsolable, absurda, desesperada; que es
posible
encontrar a Dios no sólo en el éxito y la alegría, sino también en el fracaso, en la melancolía, en la tristeza y en el dolor.
Me atrevo a decir todo esto con la mirada puesta en la pasión de aquel que puede dar un sentido a la pasión de cada hombre y a la pasión de la humanidad, con la mirada puesta en el Crucificado, creyendo y confiando en aquel que incluso —y ése es el testimonio de la resurrección— en situaciones de máximo peligro, en el absurdo, en el vacío, en el abandono, en la soledad y la inanidad ayuda y sostiene al hombre: un Dios solidario con los hombres porque no es ajeno a lo humano. Pero no es necesario que repitamos ahora lo que ya hemos desarrollado ampliamente
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. La cruz del Resucitado es lo que permite al creyente decidirse, en medio de la oscuridad y del absurdo, a correr el riesgo de la esperanza: a seguir la cruz.