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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (66 page)

BOOK: Ser Cristiano
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La especial comunión en que Jesús se creía con Dios da la medida de su abandono por parte de Dios
[93]
. Este Dios y Padre, con quien él se había identificado enteramente hasta el fin, al fin no se identifica con él. Parecía como si nada hubiese sucedido, como si todo hubiese sido en vano. El, que ante todo el mundo había anunciado públicamente la cercanía y la venida de Dios, su Padre, muere ahora en este total abandono de Dios y así, públicamente, ante el mundo entero, se revela como un impío: un hombre juzgado por el mismo Dios, liquidado de una vez para siempre. Y dado que la causa por la que él había vivido y luchado estaba tan ligada a su persona, también su causa se derrumba con él. Independientemente de él, no hay causa que valga. ¿Cómo se iba a creer en su palabra si enmudeció tras expirar con un grito desgarrador?

El Crucificado no fue enterrado en la forma acostumbrada para con los ajusticiados judíos. Su cadáver pudo, según la costumbre romana, ser entregado a amigos o parientes. No fue ningún discípulo, pero sí, como cuentan las fuentes, un simpatizante, el miembro del sanedrín José de Arimatea, que no aparece más que en este pasaje y al parecer no formó luego parte de la comunidad, quien hizo sepultar el cadáver en un sepulcro privado. Sólo algunas mujeres están presentes
[94]
. Pero ya Marcos concede gran importancia a la constatación oficial de la muerte
[95]
. Y no sólo él; también la antigua profesión de fe transmitida por Pablo
[96]
subraya el hecho de la sepultura, del que no es posible dudar. No deja de ser extraño que, siendo enorme en aquel tiempo el interés religioso que despertaban los sepulcros de los mártires y profetas hebreos, en torno al sepulcro de Jesús de Nazaret, sin embargo, no surgió ningún culto.

V - LA NUEVA VIDA

Hemos llegado al punto más problemático de nuestra exposición sobre Jesús de Nazaret. Quienes hasta ahora nos han comprendido bien, puede que aquí sufran un tropiezo. Y lo sentiríamos enormemente, porque se trata a la vez del punto más problemático de nuestra propia existencia.

1. EL COMIENZO

Hay un momento en que todos los proyectos y planes, interpretaciones e identificaciones, acciones y pasiones chocan con una barrera absoluta, insuperable: la muerte, con la que todas esas cosas se acaban.

a) Punto de partida

¿Todo se acaba? ¿Entonces con la muerte de Jesús también se acabó todo? En este punto toda cautela es poca. Es inaceptable la explicación de Feuerbach, quien sospecha que la resurrección de Jesús no es más que la satisfacción de una exigencia humana, del ansia de una certidumbre inmediata sobre la inmortalidad personal. Ningún artificio teológico puede, por otra parte, anular el hecho de que Jesús de Nazaret murió, al fin y al cabo, de muerte verdaderamente humana. Y Jesús murió abandonado de Dios. Tampoco en este punto caben interpretaciones artificiosas, mistificaciones o mitificaciones. No se puede decir que su muerte fue una muerte a medias, como hicieron los antiguos gnósticos, quienes invocando la divinidad inmortal de Jesús pusieron en duda su muerte; o como hizo la Escolástica medieval, que, bajo el supuesto —no bíblico— de una simultánea visión beatífica, llegó a suprimir de alguna forma el abandono de Jesús por parte de Dios; o como hacen hoy algunos exégetas, que, apoyándose igualmente en presupuestos dogmáticos, interpretan alegremente la muerte de Jesús como un «estar en Dios» y su grito al morir como un cántico de confianza. De esta manera, la muerte, que es la más radical no-utopía, se convierte en utopía
[1]
. Pero la muerte de Jesús fue real, su abandono por parte de los hombres y de Dios resultó patente, su predicación y su conducta quedaron desautorizadas, su fracaso fue total: una quiebra completa, como sólo la muerte la puede consumar en la vida y la obra de un hombre.

Hay un hecho indiscutible, aun para el historiador no cristiano: que el
movimiento
de los seguidores de Jesús
comenzó a revestir importancia después de su muerte
. Con su muerte, pues, al menos en este sentido, no se acabó todo: la «causa» de Jesús siguió adelante. Y si alguien quiere entender el curso de la historia universal, interpretar el comienzo de una nueva época y explicar el origen de ese movimiento que llamamos cristianismo tendrá que plantearse inexcusablemente un cúmulo de preguntas:

  • ¿Cómo fue posible un nuevo comienzo tras un final tan catastrófico? ¿Cómo pudo surgir tras la muerte de Jesús un movimiento de tan hondas consecuencias para el ulterior destino del mundo? ¿Cómo pudo formarse una agrupación que invocaba precisamente el nombre de un Crucificado? ¿Cómo pudo nacer una comunidad, una «Iglesia cristiana»? O, más exactamente:
  • ¿Cómo fue posible que ese maestro de falsedad, condenado, se convirtiera en el Mesías de Israel, en el «Cristo»; que ese profeta, desautorizado, llegara a ser el
  • ¿Cómo fue posible que los seguidores, en fuga, de este hombre muerto en completa soledad, bajo el influjo de su «personalidad», sus palabras y sus obras no sólo mantuvieran después la adhesión a su mensaje, volvieran a cobrar ánimos poco tiempo después de la catástrofe y, finalmente, continuaran anunciando el mismo mensaje del Reino y de la voluntad de Dios (el «Sermón de la Montana»), sino que también hicieran del crucificado el contenido mismo del mensaje?
  • ¿Cómo fue posible que proclamaran no sólo el evangelio de Jesús, sino a Jesús mismo como evangelio, de suerte que el anunciador se convirtió en anunciado y del mensaje del reino de Dios se pasó inopinadamente al mensaje de Jesús como el Cristo de Dios?
  • ¿Cómo se explica que este Jesús, este ajusticiado, se haya convertido en el contenido central de la predicación de sus seguidores, no a pesar de su muerte, sino precisamente a causa de ella? ¿No quedaron definitivamente truncadas por la muerte todas sus pretensiones? ¿No desembocaron en un rotundo fracaso sus exageradas aspiraciones? ¿Cabía imaginar en la situación religioso-política de entonces mayor obstáculo psicológico y sociológico para la supervivencia de su causa que ese final catastrófico entre las burlas y el escarnio públicos?
  • ¿Cómo fue posible cifrar tantas esperanzas en ese final desesperado, proclamar Mesías de Dios al condenado de Dios, declarar signo de salvación al patíbulo de la vergüenza y convertir la bancarrota pública del movimiento en punto de partida de su fenomenal resurgimiento? ¿Cómo no se dio por perdida su causa, puesto que estaba vinculada a su persona?
    [2]
    .
  • Quienes tras semejante derrota y fracaso se presentaron como sus mensajeros, sin escatimar esfuerzos, ni temer las adversidades, ni retroceder ante la muerte, ¿de dónde sacaron la fuerza para llevar esa «buena noticia» a todos los hombres hasta los límites del Imperio?
  • ¿Por qué surgió esa vinculación al Maestro, tan diferente de la que otros movimientos tienen con la persona de su fundador, los marxistas con Marx o los entusiastas freudianos con Freud, hasta el punto de que a Jesús no sólo se le venera, estudia y sigue como el fundador y maestro que vivió hace muchos años, sino que —particularmente en las asambleas litúrgicas— se le anuncia como viviente y se le experimenta como presente y actuante? ¿Cómo surgió la singular idea de que él mismo dirige a los suyos, a su comunidad, mediante su Espíritu?

Nos hallamos, en una palabra, ante
el enigma histórico de la génesis
, del comienzo, del origen
del cristianismo
. ¡Cuan diferente de la paulatina y callada expansión de las doctrinas de Buda y Confucio, admirados y aplaudidos! ¡Cuan diferente también de la arrolladora expansión de las doctrinas del victorioso Mahoma! ¡Y esta expansión la experimentan todos ellos aún en vida! Sin embargo, el mensaje y la comunidad de cristianos, bajo el signo de un derrotado, resurgen y se extienden como una explosión, acto seguido de un fracaso total y de una muerte vergonzosa. ¿Cuál fue la chispa que tras el catastrófico desenlace de aquella vida desencadenó un desarrollo tan original en la historia mundial: que del infamante patíbulo de un ajusticiado surgiera una «religión universal», realmente capaz de transformar el mundo?

La psicología puede explicar muchas cosas, pero no todo. Tampoco lo explica adecuadamente la situación políticosocial. Y en todo caso, si se quiere interpretar psicológicamente la historia del comienzo del cristianismo, no basta con conjeturas, postulados o hipótesis ingeniosas, sino que hay que interrogar con imparcialidad a los que iniciaron este movimiento y cuyos principales testimonios han llegado hasta nosotros. Y de tales testimonios se deduce claramente que aquella
historia de la pasión
, de tan catastrófico desenlace (¿por qué, si no, incorporarla a los recuerdos de la humanidad?), fue transmitida justamente porque hubo a la par una
historia pascual
que hizo aparecer la historia de la pasión y la de los hechos subyacentes bajo una luz completamente nueva.

Pero las
dificultades
no acaban aquí; es aquí donde comienzan. En efecto, quien quiera en pura y simple fe tomar los llamados relatos de la resurrección y de la Pascua literalmente, en vez de explicarlos psicológicamente, chocará con obstáculos difícilmente superables en cuanto se pare a pensar o no quiera renunciar por completo a la razón. Debido a la exégesis histórico-crítica, la perplejidad no ha hecho más que ir en aumento desde que hace doscientos años el más agudo polemista de la literatura clásica alemana, G. E. Lessing, puso en manos de un público desorientado los
Fragmentos de un anónimo
(que no es otro que el ilustrado hamburgués H. S. Reimarus, † 1768), y, entre ellos,
Del propósito de Jesús y sus discípulos
y
Sobre la historia de la resurrección
. Si como hombres del siglo XX queremos creer con honestidad y convicción, no a medias y con mala conciencia, en algo parecido a una resurrección, debemos afrontar las dificultades con todo rigor, exentos de todo prejuicio tanto de fe como de increencia
[3]
. Así aparecerá también su
reverso
. Se trata de dificultades superables
[4]
.

Primera dificultad
. A los relatos pascuales se debe aplicar en especial lo que se dice de los evangelios en conjunto: que no son
relatos imparciales
de observadores neutrales, sino testimonios de hombres profundamente implicados y comprometidos, de creyentes que han tomado partido por Jesús. Es decir, documentos más bien teológicos que históricos: no protocolos ni crónicas, sino testimonios de fe. La fe pascual, que desde el principio determina toda la tradición de Jesús, determina también, como es natural, los relatos pascuales, lo que de antemano dificulta su comprobación histórica. El mensaje pascual hay que buscarlo
en
los relatos pascuales.

El reverso de esta dificultad es que de ese modo se pone de manifiesto la capital importancia que la fe pascual tiene para la cristiandad primitiva. Al menos para ella es un hecho que la fe cristiana se basa y consiste en el testimonio de la resurrección de Jesús, sin la cual son vanas tanto la predicación cristiana como la misma fe. Con lo que la Pascua —resulte cómodo e incómodo— no sólo aparece como célula germinal, sino como núcleo constitutivo permanente de la profesión de fe cristiana. Las más antiguas fórmulas cristológicas de las cartas paulinas, cuando expresan algo más que un título, ya están centradas en la muerte y resurrección de Jesús.

Segunda dificultad
. Si se trata de comprender los numerosos relatos de milagros del Nuevo Testamento sin echar mano de la
hipótesis indemostrable de una «intervención»
sobrenatural en las leyes naturales, postular ahora para el milagro de la resurrección una semejante «intervención» sobrenatural, contraria al pensamiento científico y a las convicciones y experiencias cotidianas, supondría una recaída, de principio sospechosa, en concepciones superadas. En este sentido, la resurrección más bien se presenta al hombre moderno como un estorbo para la fe, igual que el nacimiento virginal, el descenso a los infiernos y la ascensión.

El reverso: también puede ser que la resurrección tenga un carácter peculiar que no permite equipararla sin más a otros elementos prodigiosos e incluso legendarios de la tradición primitiva. Es cierto que en el llamado Símbolo «apostólico», que procede de la tradición romana del siglo IV, el nacimiento virginal, el descenso a los infiernos y la ascensión se mencionan junto con la resurrección; pero en el Nuevo Testamento, al contrario que la resurrección, sólo aparecen en pasajes aislados y siempre en estratos literarios algo tardíos. El testigo neotestamentario más antiguo, el apóstol Pablo, no dice ni palabra del nacimiento virginal, ni del descenso a los infiernos, ni de la ascensión; sin embargo, a la resurrección del Crucificado la considera con una firmeza inflexible como el centro de la predicación cristiana. El mensaje de la resurrección no es una vivencia particular de unos cuantos exaltados ni una doctrina peculiar de algunos apóstoles. Al contrario, pertenece a los estratos más antiguos del Nuevo Testamento. Es común a todos los escritos neotestamentarios sin excepción. Aparece como centro de la fe cristiana y, al mismo tiempo, como fundamento de todas las demás afirmaciones de fe. Cabe, pues, preguntarse, por lo menos, si la resurrección, a diferencia del nacimiento virginal, del descenso a los infiernos y de la ascensión, no se referirá a una realidad última, a un
ésjaton
en el que ya no tiene sentido hablar, dentro de un esquema sobrenaturalista, de una intervención contraria a las leyes naturales. Tendremos que ver esto con más detalle.

Tercera dificultad. No hay testimonios directos
de la resurrección. En todo el Nuevo Testamento no hay nadie que afirme haber sido testigo de la resurrección ni se la describe en ningún lugar. La única excepción la constituye el Evangelio apócrifo de Pedro
[5]
, 150 d. C. aproximadamente, en cuyo final se relata la resurrección con ingenuo dramatismo, insertando un sinnúmero de detalles legendarios que luego, como sucede a menudo con lo apócrifo, fueron acogidos en los textos eclesiásticos, las celebraciones, los himnos, la predicación y la imaginería de la Pascua, mezclándose así de la manera más variopinta con la fe pascual popular. También pueden inducir a error en este punto algunas obras maestras del arte, como el insuperable cuadro de la resurrección pintado por Grünewald en el retablo de Isenheim. El reverso: la reserva de los evangelios y cartas del NT ante la resurrección suscita precisamente nuestra confianza. La resurrección no se representa ni se describe; sólo se presupone. Los apócrifos se caracterizan por su interés en las exageraciones y una mania por las demostraciones que les restan credibilidad. Los testigos neotestamentarios de la pascua no quieren ser testigos de la resurrección, sino testigos del Resucitado y Glorificado.

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