Ser Cristiano (58 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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Pero el Dios de Israel y de Jesús, no obstante toda su diversidad, tampoco está separado del mundo como la divinidad de la filosofía griega clásica, que tan marcada huella ha dejado en la teología cristiana. No es la idea del bien de
Platón
(o el mundo de las ideas en general), separada por un abismo infranqueable del mundo visible y ficticio de los sentidos y de la deteriorada materia (de esta concepción hubo de surgir inevitablemente una fatal hostilidad contra la materia y el cuerpo). Tampoco es el Dios de
Aristóteles
, que vive desde la eternidad al lado del mundo pensándose sólo a sí mismo, como un pensamiento pensante que ni conoce ni ama al mundo, que no ejercita acción causal, ni providencia, ni autoridad moral. Tampoco es, finalmente, el Uno divino de
Plotino
, igualmente escindido de ese mundo que, emanado de su unidad, no es más que un desecho: la materia, en efecto, es el mal del que el hombre tiene que liberarse.

El
Dios de Israel y de Jesús
, aun siendo tan distinto del mundo y del hombre, no está lejos; es un Dios
cercano
que se manifiesta, ante todo, como voluntad creadora. Es el poderoso y en todo momento eficiente creador del mundo, que por propia voluntad ha hecho el mundo —mundo bueno— de la nada (según la consecuente concepción del judaísmo tardío). Es el soberano señor del hombre que espera de su criatura —buena de por sí, pero deteriorada por su propia mala voluntad— obediencia, y una obediencia de su ser entero, sin distinción entre lo espiritual y lo material. Es el sabio conductor de la historia que desde un principio dirige la de su pueblo y la de la humanidad entera no caprichosamente, sino conforme a un plan determinado y hacia una meta establecida por él mismo, de forma que todo lo particular, incluidos el dolor y la muerte, tiene su lugar y adquiere su sentido dentro de una historia de salvación que habla al hombre sirviéndole a la vez de orientación y de aviso. Es, en fin, el juez justo que lleva a cumplimiento la historia del mundo, celebrando el gran juicio e instaurando su reino. Y todo esto no se presenta en el Antiguo Testamento en forma de teoría cosmológica o teológica, sino en forma de narración histórica o, mejor dicho, de historias contadas, las cuales no pretenden transmitir al hombre unas nociones filosóficas, sino hacerlo consciente de su total dependencia de Dios y provocar en él el coraje de creer.

Este Dios es, así, trascendente
e
inmanente, lejano
y
cercano, supramundano
e
ultramundano, futuro
y
presente. Dios está orientado hacia el mundo: ¡no hay Dios sin mundo! Y el mundo está referido enteramente a Dios: ¡no hay mundo sin Dios! Por tanto, la contradicción no reside, como entre los griegos, entre el Dios espiritual y el mundo material en sí, sino entre Dios y un mundo pecador alejado de él. Y la redención que se espera no es la superación del dualismo platónico Dios-mundo, espíritu-materia, sino la liberación del mundo de la culpa, la miseria y la muerte, y la comunión con Dios.

2. El Dios de Israel y de Jesús es
distinto de la divinidad apática de la filosofía griega clásica
. Este Dios, en principio, no está en movimiento como el Dios imaginado por el pensador griego Heráclito: un Dios en devenir que, cual fuego en perpetuo movimiento (en cuanto alma y razón del mundo) determina el incesante flujo del universo, la recíproca lucha de sus elementos y la enigmaticidad y ambigüedad de sus apariencias. Tampoco se mueve como los dioses míticos, como los humanos (demasiado humanos) dioses homéricos, en perpetua contienda unos con otros, duramente criticados en particular por Jenófanes y Platón.

Y, a la inversa, el Dios de Israel y de Jesús, no obstante su estabilidad, continuidad e identidad consigo mismo, tampoco es inmóvil como ese otro dios de la filosofía clásica, fruto de la reacción contra la mitología y la filosofía del devenir, y que con excesiva frecuencia ha servido de modelo para la teología cristiana. No es inmóvil como el Sol de
Platón
(de clara inspiración en Parménides, el antípoda de Heráclito), un sol espiritual situado más allá de la historia, fuera del espacio y del tiempo, esa suprema idea del Bien que reina en el ápice jerárquico del mundo inmutable y eterno de las ideas y que se basta a sí misma en cuanto principio originario eterno, absolutamente inamovible e invariable. Tampoco es inmóvil como el Espíritu divino de
Aristóteles
, ese primer motor inmóvil, petrificado en su propia inamovilidad e inmutabilidad, que sólo se conoce a sí mismo y no tolera ninguna acción hacia fuera, hacia otro ser. Tampoco es, en fin, inmóvil como el Uno de
Plotino
, supremo principio del ser en la cúspide de una escala de seres que fluyen unos de otros, tan rígidamente asentado en su absoluta inmutabilidad, que es preciso negarle hasta el más mínimo asomo de vida. Estas tres grandes figuras de la filosofía clásica, en resumen, coinciden en atribuir a Dios no sólo la falta de generación y corrupción, sino también la inamovilidad y la inmutabilidad, propiedades todas ellas que ya Parménides, en contra de Heráclito, había atribuido, ya que no a Dios, sí al ser como tal.

Mas el
Dios de Israel y de Jesús
, no teniendo igualmente generación ni corrupción, no se presenta, sin embargo, inmóvil e inmutable, sino como el Dios
vivo
. No nos dejemos engañar por el lenguaje bíblico, tan a menudo ingenuo, mitológico, antropomórfico, a la medida del hombre. No se trata aquí de una concepción de Dios demasiado primitiva o retrógrada. Cierto, en el Antiguo Testamento se da una tendencia a la espiritualización de Dios y, en especial, la antigua traducción griega de los Setenta intentó, mediante una reinterpretación del texto original veterotestamentario, suavizar e incluso eliminar en lo posible determinadas expresiones antropomórficas. Sin embargo, los pasajes que contienen antropomorfismos no pertenecen en exclusiva a los estratos culturales de nivel particularmente bajo, como se ha dado por supuesto durante algún tiempo. Antropomorfismos también se encuentran en los profetas posteriores. No son simplemente signos de un pensamiento poco desarrollado, infantil, sino de un modo de pensar muy particular y, a su modo, enormemente maduro.

El Dios de Israel y de Jesús no es ni un primer principio natural ni una esencia metafísica, ni una fuerza muda ni una potencia anónima. Es el Dios viviente de la creación. No un Dios demasiado humano, tornadizo y veleidoso, sino el Dios de la libertad, que hace posible y conduce el mundo y la historia, que conoce a ambos en sus mínimos detalles, los ama y los hace ser buenos.

  • Su
    eternidad
    no se ha de entender como intemporalidad platónica, sino como contemporaneidad viva, poderosamente viva, en todo tiempo.
  • Su
    omnipresencia
    no se ha de entender como extensión espacial en todo el universo, sino como sublime señorío sobre el espacio.
  • Su
    espiritualidad
    no se ha de entender como antítesis exclusiva de una materia mala, sino como potencia infinitamente superior a toda realidad creada.
  • Su
    bondad
    para con el mundo y el hombre no se ha de entender como natural irradiación del bien, sino como libre y graciosa donación de amor.
  • Su
    inmutabilidad
    no se ha de entender como inamovilidad natural, rígida, muerta, sino como esencial fidelidad a sí mismo dentro de toda su viva movilidad.
  • Su
    justicia
    no se ha de entender como equitativa distribución y retribución, basada en una eterna idea de orden, sino como justicia misericordiosa y salvífica, radicada en la fidelidad a la alianza con el hombre.
  • Su
    incomprehensibilidad
    no se ha de entender como indeterminación abstracta, propia de una fuente anónima («de dónde») de nuestra problematicidad, sino como la propiedad de ser totalmente distinto, indisponible e imprevisible, que se manifiesta en la acción.

Todos estos predicados, deducidos por los griegos del mundo que tenían delante siguiendo un método filosófico, no son negados taxativamente en la Biblia, pero sí sobrepasados de hecho. Dios es más que todo superlativo del ser humano y de las posibilidades humanas.

Así, pues, no se debe concebir a Dios como una idea abstracta, alejada del hombre, sino como realidad muy concreta, una realidad que no se muestra indiferente frente a él, sino que le afecta y compromete de forma absoluta. No es un Dios que permanece inmóvil dentro de (o fuera de) un mundo en movimiento, sino que interviene en el ámbito de la historia del hombre, que se da a conocer en los acontecimientos humanos, que se revela al modo humano, que hace así posible el encuentro, la relación, la comunicación con él. No es, pues, un Dios que se mantiene al margen de todo, encumbrado y confinado en una trascendencia a la que ningún dolor del mundo puede afectar, sino que vivamente participa y se implica en esta oscura historia nuestra. No es un Dios de soledad, sino de diálogo, el Dios de la alianza. No es un Dios apático, insensible, impasible, sino un Dios sim-pático, com-pasivo. En síntesis: ¡un
Dios con rostro humano
!

Todos los dichos y hechos de Yahvé referidos en el Antiguo Testamento, desde la primera página del Génesis, atestiguan que este Dios es todo lo contrario de un Dios apático. Yahvé es un Dios que habla, manda, promete, se enoja, busca, cede, perdona.

Es un Dios que conoce la alegría y la tristeza, la complacencia y la repugnancia, que siente amor y cólera, entusiasmo y odio, venganza y arrepentimiento, que exige y ejercita indulgencia, que puede no solamente arrepentirse, sino arrepentirse de su propio arrepentimiento. Hasta los atributos de signo
negativo
no tienen por qué ser interpretados primitivamente, como pasiones y emociones humanas (demasiado humanas): El
celo
de Dios no es fruto de la envidia y el temor, sino expresión de su unicidad, que no tolera otros dioses junto a sí, consecuencia de su voluntad, que no cesa de señalar al hombre y, para el bien de éste, sus caminos.

La
cólera
(odio, repulsa, venganza) de Dios no significa un arrebato irracional, un egoísmo morboso, sino la otra cara de su amor, de su santa voluntad, es decir, la expresión de su aversión frente a todo mal y su enojo con el pecador.

El
arrepentimiento
de Dios no es secuela de una inicial ignorancia y un posterior entendimiento, sino signo de que el hombre no está sujeto a un destino inexorable, de que la historia humana no es para Dios un drama fútil e indiferente, de que Dios no permanece imperturbable ante el cambio de las situaciones ni manifiesta su complacencia o disgusto por ciego capricho, sino con evidente justicia.

Todos estos
antropomorfismos
[16]
no pretenden simplemente humanizar a Dios. Dios ha de seguir siendo Dios. El Antiguo Testamento no deja de hacer hincapié en que Dios no es como un hombre que se arrepiente. Lo que intentan los antropomorfismos es traer al Dios viviente cerca del hombre. Estimular y sostener una forma verdaderamente humana de sentir, pensar y querer en diálogo con Dios. Provocar una forma verdaderamente humana de escuchar, responder, preguntar, confiar, obedecer, rezar, alabar y dar gracias. Las definiciones filosóficas abstractas de la esencia de Dios dejan al hombre frío. El ser divino ha de presentarse a la conciencia del hombre con todo su apasionado dinamismo, para que el hombre se encuentre con su Dios con la misma intensidad y concreción con que se encuentra con un hombre: con un rostro que ante nosotros se ilumina, con una mano que nos guía. ¿Qué otros signos, imágenes, símbolos, representaciones y conceptos más nobles, más altos y más profundos que los propiamente humanos podía el hombre emplear para acercarse tanteando —afirmando, negando, trascendiendo, como quedó dicho arriba— a su Dios? Esta es la única forma de que Dios aparezca como algo más que la causa última de todo acontecimiento, o sea, que aparezca como una fuerza que condiciona al hombre en toda su concreta realidad.

Los términos del problema quedan con esto mucho mejor perfilados
[17]
: el
Dios de los filósofos
y el
Dios de Israel y de Jesús
no se pueden armonizar superficialmente. Atinadamente fue visto esto ya por Pascal, Kierkegaard y Karl Barth frente a la «teología natural». Pero, por otro lado, tampoco se pueden disociar alegremente. Esto es lo que la gran tradición católica, acertadamente, siempre ha sostenido frente a la «teología dialéctica». La relación correcta habrá que entenderla en términos auténticamente dialécticos: el «Dios de los filósofos» está
«superado»
, en el mejor sentido hegeliano de la palabra —
positive, negative, supereminenter
—, en el «Dios de Israel y de Jesús».

Por eso, para entender hoy correctamente a Jesús y a su Dios será necesario hacer un serio intento por integrar conjuntamente los resultados de la evolución moderna del concepto de Dios y los elementos esenciales de la fe bíblica dentro de una nueva concepción de la
historicidad de Dios
[18]
. En vez de un Dios ahistórico, en vez de un guía supraterrenal del mundo, en vez de un timonel supratemporal de la historia, un Dios viviente que
tiene y hace
, él mismo,
historia
y que para el mundo y para el hombre se muestra
historicidad primera
y
poder sobre la historia
. Una concepción de Dios, por tanto, que no haga caso omiso, por exclusivismos biblicistas, de los conceptos de la filosofía griega y la moderna, pero que a la vez tampoco postule un Dios abstracto al que se le habría de reprochar con Heidegger: «A este Dios no le puede el hombre rezar, ni ofrecer sacrificios. Ante la “Causa sui” ni puede el hombre caer, por respeto, de rodillas ni explayarse en música y danzar»
[19]
.

d) Revolución en el concepto de Dios

El Dios único, tan bien conocido a lo largo de la historia de Israel, que habla en las experiencias de los hombres y al que los hombres hablan con sus respuestas e interrogantes, con sus invocaciones y maldiciones, es un Dios con rostro humano, cercano y viviente. Sobre esto nunca ha habido (ni aun hoy hay entre cristianos y judíos) discusión. Incluso se puede decir que Jesús no hizo otra cosa que tomar con mayor pureza y coherencia la concepción del Dios de Israel. ¿Solamente eso?

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