Sicario (16 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Sicario
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Sabía que estaba en el Perú, y que el Perú es un país fronterizo con Colombia, pero aparte de eso no sabía gran cosa, excepto que si perdía los nervios acabaría loco y agonizaría delirando.

Me quedé dormido acurrucadito bajo un árbol, sin comer ni beber porque un nudo me cerraba la garganta, y la primera claridad del día me sorprendió preguntándome una vez más, qué carajo hacía yo allí, y cómo era posible que un «gamín» de las cloacas que tantísimas ocasiones había tenido de morir de un modo u otro en su ciudad, fuese a acabar sus días comido de mosquitos y gusanos y más solo que un ajo.

Echaba de menos a Ramiro.

Lo había echado de menos cada día, pero en aquellos difíciles momentos su ausencia parecía tomar cuerpo y me entristecía pensar que iba a morir sin tenerle a mi lado.

También me entristecía comprender que sin mí no podría continuar sus estudios.

Y es que me enorgullecía que Ramiro estudiara.

Parecerá una tontería, pero el hecho de que uno de nosotros hubiese conseguido elevarse por encima de aquella mierda me ayudaba a ver las cosas de un modo diferente, e incluso me ayudaba a disculparme a mí mismo por todo el mal que había causado.

Alguien dijo que los muertos no están tan muertos si sirven para abonar un árbol que algún día dará hermosos frutos, y si eso es cierto, no cabe duda que el árbol de Ramiro estaba bien abonado.

En sus cartas me hablaba de que muy pronto le darían no sé qué título, y eso significaba que con un poco de suerte encontraría un trabajo que le permitiría devolverme todo el dinero que me había gastado.

Aquello sí que no me gustó y la señora decente —la esposa de un «cocinero», Manuela creo que se llamaba, y era mujer muy seria y muy buena persona, puesto que ni tan siquiera malmiraba a las putas—, así se lo dijo en una carta que le escribió en mi nombre, porque a mí me costaba mucho trabajo.

Yo nunca pretendí que Ramiro me devolviera ningún dinero; no soy un Banco ni tan siquiera un prestamista. Ramiro y yo siempre habíamos sido como hermanos y formábamos uno de esos equipos que ganan o pierden juntos.

A nadie se le ocurre que en un equipo gane el portero mientras el delantero o el defensa pierdan por cinco a cero. Lo nuestro era lo mismo y por eso me dolió que hablara del dinero como si fuese sólo mío. Yo quería participar de lo que él sabía, y si no conseguía saberlo, tener al menos la seguridad de que algún día conseguiría explicármelo.

Si no ha tenido nunca un amigo así es cosa suya. Imagino que tampoco ha dormido nunca en una cloaca.

Supongo que otro tan asustado como yo hubiese echado de menos a su madre.

Se diría que le sorprende que alguien que reconoce haber sido un asesino profesional, un sucio «sicario» de los que ponen su pistola al servicio de quien le paga, sea capaz de aceptar que echaba de menos a un amigo y que estaba asustado, pero supongo que será porque usted nunca ha tenido que matar a nadie por dinero y no entiende que en Colombia el hecho de asesinar no significa que te hayas vuelto insensible a cualquier otro tipo de sentimiento.

O tal vez precisamente por llevar tantas muertes a mis espaldas me pesaba más que a cualquier otro la idea de terminar mi vida de aquella forma tan indigna.

¿Quiere saber algo curioso...? Creo que hasta cierto punto eso de contarle mi vida empieza a gustarme. Es como si el hecho de hablar me liberara de muchas cosas que me reconcomían. Aparte de Ramiro, que es casi tanto como decir yo mismo, nadie más ha sabido nunca qué es lo que he hecho exactamente.

Hay gente que se confiesa ante un cura y espera la absolución de sus pecados. Yo le cuento mis cosas, aunque le participo que el hecho de que me perdone o no, me importa un carajo.

¿Dónde estábamos? Jodido bajo un árbol de una selva lejana en un país que no era el mío.

¡Vaina! Aquello sí que era harto complicado.

Lo único que me importaba era alejarme lo más posible de aquel tremendo «zaperoco», por lo que me puse en marcha decidido a encontrar un río que le llevara a alguna parte.

¡Un gran jaleo; un lío; un follón del carajo!

También es venezolano. Ya habrá notado que me encantan las expresiones venezolanas. Son muy gráficas.

Sabía que había un río por allí cerca. Lo había visto desde el aire y en el campamento a menudo hablaban de él y de que siguiendo su cauce se podía desembocar en el Ñapo, que era un afluente del Amazonas y el Amazonas pasaba por Leticia que ya es Colombia.

¡Lejísimos!

Días, semanas... ¿Yo qué sé? Lo importante era mantener una esperanza y ese río era la mía.

Al caer la tarde desemboqué en un claro de la espesura y me topé de frente con lo poco que habían dejado del «laboratorio» y el campamento.

¡Y yo me imaginaba ya muy lejos! ¡Ni rastro de «coca», oiga! Ni en hoja, ni en «pasta», ni en «base», ni en «cristal».

Y no había señales de que la hubiesen quemado o destruido. ¡Arramblaron con ella y a otra cosa mariposa! Lo que sí habían dejado eran algunas sobras de rancho, un poco de agua, y cuatro cadáveres comidos por las moscas.

Me dolió que uno de ellos fuera el de la señora decente, Manuela creo que se llamaba, o quizá Mariana, y lo que no podría asegurar es si la mataron en la refriega de los primeros momentos, o si se divirtieron con ella para cargársela más tarde.

Pasé la noche allí, recogí todo lo que pudiera comerse, y dejé la metralleta que pesaba demasiado y que de poco iba a servirme en plena jungla.

No estaba yo para enterrar a nadie, puede creerme.

Ni siquiera a la señora decente, lo lamento. Si los soldados que tenían tiempo y helicópteros para largarse de allí no se molestaron, pese a que eran quienes la habían matado, menos podía molestarme yo que andaba muy justito de fuerzas y no contaba ni con un mal burro al que subirme.

Durante seis o siete días vagué sin rumbo por aquellos parajes, y no tengo la más pajolera idea de hacia dónde iba ni por qué. Lo único que había era tomármelo con calma, intentar no agotarme, y andar «ojo pelao» con las arañas y serpientes.

Hubo momentos en que temí que me invadiera esa especie de locura que ataca a la mayoría de los que se pierden en la jungla y que casi siempre les impulsa a suicidarse, pero lo cierto es que bien mirado yo había pasado por trances mucho peores y traté de hacerme a la idea de que andaba dando un paseo por las faldas del Monserrate y que cuando menos me lo esperase aparecería en el Planetario.

Donde aparecí fue en un río bastante sucio, y siguiéndole no alcancé el Ñapo, ni el Amazonas, ni mucho menos Leticia, sino que me conformé con llegar a un campamento del Ejército en el que me presenté intentado hacerme pasar por buscador de oro.

¿Y yo qué coño sé cómo se busca oro? Aquel cabrón de sargento lo sabía mucho mejor que yo, por lo que a los diez minutos me había zumbado en el calabozo tras advertirme que más me valía confesar que estaba en el vicio, porque de lo contrario me acusaría de guerrillero senderista y entonces sí que podía darme por jodido.

¿Me imagina como miembro de «Sendero Luminoso» con el puño en alto y un libro rojo en la mano...? A mí, que soy incapaz de leerlo y tan sólo me serviría para limpiarme el culo...?

En el campamento había oído contar muchas cosas sobre los «senderistas» y sobre las escasas simpatías que el Ejército peruano les tiene, por lo que tras pensármelo toda una noche llegué a la conclusión de que me traía más a cuenta admitir que estaba en el vicio. Al fin y al cabo en Perú y Bolivia el que no trafica con «coca» es porque no le han dado oportunidad, e imaginé que serían más condescendientes con un pobre pendejo sin importancia que con un terrorista.

Me mandaron a Iquitos, de allí a Lima, y ya en Lima de cabeza a Lurigancho.

¿Lurigancho?

El infierno.

Dicen que cuando el diablo se aburre de quemar gente allá abajo, sube a aprender nuevas técnicas a Lurigancho, pero que se queda muy poco porque lo que ve le revuelve las tripas.

Lurigancho se construyó, créame que debe hacer diez siglos de eso, con la intención de encerrar a unos mil quinientos presos bien apretaditos, y cuando entré allí éramos seis mil.

¡Seis mil, lo ha oído bien! Seis mil desgraciados amontonados los unos encima de los otros, sin retretes, sin baños, sin camastros, sin mantas, sin agua la mayoría de los días, y sin nada que comer durante semanas.

En ocasiones se han contado hasta quince días sin que entre un solo kilo de alimentos en Lurigancho, por lo cual no resulta extraño que la mitad de las muertes que allí se registran, ¡y mira que muere gente!, sean por hambre.

¡Hambre, señor, a las mismas puertas de Lima! Un hambre como no sufrí ni aun siendo niño, puesto que en las cloacas había ratas que
cazar,
y en Lurigancho ya no quedaba ninguna.

En mis tiempos había dos enfermeros para aquellos seis mil reclusos y me cuentan que uno se jubiló, pero que yo recuerde jamás dispusieron ni de una simple aspirina, vendas, esparadrapo, antisépticos, ni nada más que buenas intenciones y mejores palabras.

En un patio trasero, lo que llamaban «La Pampa» abandonaban a los desahuciados que ya no tenían solución posible, que eran muchos, y recuerdo que entre ellos había una veintena que andaban con las tripas al aire, cubiertas con una simple bolsa de plástico, porque les habían acuchillado en una riña y no habían conseguido que nadie les cosiera la herida.

Me oye bien, se lo aseguro. Se quitaban la bolsa y te dejaban ver las tripas saliendo de un boquete tan ancho como mi puño.

Luego había más de mil tuberculosos y en un rincón una especie de choza con «enfermos de la piel» que no podían tener otra cosa que lepra, y arriba tres salas de auténticos esqueletos humanos que parecían sacados de esos campos de concentración nazis, y a los que no les daban más que agua esperando a que murieran.

¡Un infierno, señor! ¡El infierno para los que se habían portado mal en el infierno! Y lo más curioso, señor, lo más inconcebible, es que las tres cuartas partes de la gente que llevaba años allí eran presos preventivos a los que aún no se les había acusado de nada.

Incluso a mí, acostumbrado desde que nací a sobrevivir a toda costa, se me antojó un precio excesivo tener que seguir haciéndolo en semejante lugar, comparado con el cual las cloacas de Bogotá parecerían un hotel de cinco estrellas.

Y es que en las cloacas había ratas, cucarachas y algún que otro murciélago, pero en Lurigancho, señor, en Lurigancho lo que había era hombres desesperados, capaces de sacarles los ojos a sus propios hijos con tal de respirar un día más, o conseguir una brizna de «basuco».

¡Y cómo es el «basuco»! Conozco marimberos, cocainómanos, pobres pendejos enganchados al LSD y las anfetaminas e incluso heroinómanos, que cuando consiguen la dosis que necesitan se calman, pero el adicto al «basuco» se vuelve compulsivo, cuanto más fuma más lo necesita, no puede pasarse un sólo minuto sin el vicio, y sigue así hasta que al fin revienta.

¡Y aquello estaba a tope de «basuco»! Lo normal era que el Estado se olvidara de enviar comida y tuviéramos que beber agua de los charcos, pero de lo que nadie se olvidaba era de meter droga, cualquier tipo de droga, y ya podrá imaginarse lo que ocurre cuando se amontona tantísimo vicioso donde ni siquiera pueden moverse.

Por lo visto, la única política que habían encontrado las autoridades peruanas para acabar con la delincuencia era poner en marcha la máquina de destrucción de Lurigancho. Por un lado se metía un sospechoso y por el otro se sacaba un cadáver.

Ya se sabe que en la fosa común es donde menos espacio ocupan los marginados.

Y por si todo ello fuera poco; por si no había suficientes atracadores, asesinos, violadores o infanticidas, se les ocurrió incluir a los terroristas de Sendero Luminoso.

Yo había tratado con todo tipo de gente y más o menos casi siempre me bandeaba, pero aquellos locos eran fanáticos y malamente los soportaba.

A mí me parece muy bien que cada cual piense como le dé la gana, e incluso si me apura acepto que se eche al monte a defender a tiros sus ideas, pero lo que me jode cantidad es que venga un pendejo y pretenda que aceptes sus teorías por cojones.

¡Y ni siquiera eran suyas! Eran de un chino muerto.

¿Cómo podías escuchar a alguien tan estúpido como para permitir que le encerraran en Lurigancho por maoísta? A los tres años de salir de allí hubo una revuelta, el Ejército entró a sangre y fuego, y por lo que sé liquidaron de un tiro en la nuca a ciento veinte «senderistas» desarmados que ya se habían rendido.

Conocía a muchos de ellos y aunque estuvieran zumbados algunos eran bastante buena gente.

Parece ser que ahora en Perú manda un japonés; ese tal Fujimori, al que los «senderistas» también se la tienen jurada, y a ver cómo coño se entiende que las ideas de un chino y un japonés se anden discutiendo en Perú y provocando un baño de sangre.

Lo que no se les puede negar es que eran muy disciplinados, por lo que muy pronto consiguieron hacerse dueños del cotarro imponiendo su ley incluso sobre aquella panda de salvajes.

Lo mejor que podías hacer era escucharles, decir que sí a todo, interesarte por la opresión del pueblo, el nuevo orden comunista y un sinfín de cosas de las que en verdad no entendía una palabra, y permitir que creyeran que tal vez podían catequizarte, con lo cual te dejaban en paz y de vez en cuando incluso te proporcionaban un pedazo de pan o un cacharro de arroz porque, eso sí, predicaban con el ejemplo compartiendo cuanto tenían.

Fueron ellos los que me ayudaron a hacerle llegar un mensaje a Ramiro contándole mi situación, y como no podía ser menos a las dos semanas se presentó en Lima con todo nuestro dinero.

No sé cómo se las arregló, por lo visto sobornando a jueces y abogados, pero lo cierto es que consiguió que la acusación fuera tan sólo de inmigración ilegal y vagabundeo, por lo que a los dos meses me largaron del país haciéndome firmar un documento por el que juraba y perjuraba que no volvería nunca más.

¡Imagínese qué ganas tenía yo de volver al Perú y a Lurigancho...! Ni loco.

De nuevo en Bogotá y de nuevo en la más negra miseria porque todo el dinero que teníamos se había quedado en las garras de la «justicia» peruana, y una vez más el problema se centraba en salir adelante sin volver a los atracos ni a las muertes.

Lo que no se podía negar es que aquellos meses me habían proporcionado una notable experiencia sobre el mundo de la «coca» y de los «narcos» y ahora tenía muy claro que era allí donde estaba el dinero, y que si conseguía integrarme en algún grupo medianamente fuerte saldríamos adelante.

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