Siempre tuyo (15 page)

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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

BOOK: Siempre tuyo
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—¿Qué ha pasado, hija? ¿Qué te ocurre?

—Mamá, deja de lamentarte, todo está bien otra vez —contestó Judith.

Se sentía como nueva en un sentido más bien desagradable, consternada y abatida, expuesta al mundo precisamente en el hospital, donde olía a estofado de ternera mezclado con penicilina, cegada por la deslumbrante luz estéril, todavía no del todo consciente y con un cansancio infinito, a pesar de que según decían había dormido casi veinticuatro horas seguidas. Y ya la esperaba uno de los mayores desafíos de la vida: tranquilizar a mamá.

Por desgracia, no encontró apoyo en el joven médico asistente que tenía un ojo de cada color (por cierto, el que mejor le quedaba a la cara era el oscuro). Según él, el probable desencadenante del episodio psicótico había sido el agotamiento físico (el estrés, la falta de sueño, de alimentación, de vitaminas y otras cosas por el estilo).

—Y llega un momento en que la cabeza se pone tonta —dijo el doctor.

—¡Ay, madre de Dios!, ¿se puede saber por qué no comes nada, hija? —le preguntó su madre con voz llorosa.

Judith: —¡Mamá, por favor! Aquí me alimentan a través de tubos, que es mucho más práctico, así no hacen falta cubiertos.

—¿Y por qué no duermes? ¿A qué te dedicas por las noches?

—Al sexo, mamá, ¡sexo y nada más que sexo! —el médico asistente le guiñó el ojo más claro, el menos encantador. Judith le preguntó—: ¿Y cuándo podré salir de aquí?

—¿Acaba de llegar y ya quiere dejarnos? —contestó el médico, haciéndose el ofendido—. No, no. Ahora se quedará un tiempo con nosotros —y dirigiéndose a la madre, que aplaudía en silencio, añadió—: Vamos a mimar y alimentar a su hija como es debido, y ya veremos luego qué está fallando ahí —se refería a la cabeza de Judith, y no era una imagen afortunada ni graciosa. No obstante, mamá asintió satisfecha—. Lo que necesita ahora con urgencia es reposo absoluto.

Cuatro ojos de tres colores miraron a la madre. Pero ella no entendió el mensaje y se quedó otra media hora larga.

2.

El domingo por la tarde, los Winninger (Lukas y «familia») estaban invitados a tomar café a casa de Judith. Por motivos de organización, lamentablemente la merienda tuvo que trasladarse a la sala de recepción de visitas de la clínica psiquiátrica, también llamada cafetería. Sibylle y Viktor, los niños, no vinieron. Es probable que quisieran ahorrarles la visión de la loca tía Judith y sus compañeros de infortunio.

Lukas y Antonia estaban sentados uno al lado del otro, muy atildados, como una parejita de gemelos idénticos a la espera de las puntuaciones de los jueces de patinaje sobre hielo. Contaron divertidísimas historias de la provincia, dieron a la paciente cordiales saludos y los mejores deseos de mejoría de parte de todas las personas a las que ella había visto por lo menos una vez en su vida y, con mucho tacto, le hicieron preguntas que rondaban el delicado tema de la «psicosis».

Cuando la charla se acercaba a su fin, Judith logró alcanzar mínimamente su equilibrio interior, con seguridad inducido por los medicamentos, y le preguntó a Lukas en un marcado tono casual:

—¿Has sabido algo de Hannes?

—Sí —respondió inesperadamente Antonia, hasta ella misma parecía sorprendida con su confesión.

De pronto, Judith supo por qué esta vez Antonia había venido también a la ciudad y por qué Lukas no parecía el mismo que le había prometido estar a su lado siempre que ella lo necesitara.

—Es que no queríamos decírtelo por teléfono, Judy —se disculpó Lukas.

Judith: —¡Ah, qué considerados! ¡Mejor en el psiquiátrico!

Antonia: —Él vino a verme hace una semana.

Judith: —¿A ti?

Antonia: —Sí, yo también me quedé atónita, pero de repente estaba a la puerta.

Judith: —Siempre igual.

Antonia: —¡No, siempre igual no! —hizo una pausa forzada y continuó hablando en voz baja—: Judith, nosotras dos, tú y yo, no nos conocemos mucho.

Judith: —Así es —replicó Judith esforzándose por parecer neutral, y se contuvo para no lanzarle a Lukas la mirada de reojo que se merecía desde hacía rato.

Antonia: —Puede que sea la perspectiva de alguien ajeno…

Judith: —Ya sé a qué te refieres. ¡Anda, dilo, suéltalo ya!

Antonia: —¡Judith, no debes tenerle miedo a ese hombre nunca más, nunca, nunca más!

Judith: —¿Ése es el recado que te pidió que me dieras?

E hizo como si a duras penas lograra reprimir un bostezo.

Antonia: —No, Judith, ésa es la esencia de nuestra conversación. Es mi plena convicción. Esas cosas se saben, se ven, se sienten. Te lo digo como…

Judith: —Como alguien ajeno.

—¡Judy! —ahora le tocaba hablar a Lukas. Le tomó la mano izquierda con admirable parsimonia y delicadeza como si hubiese estado ensayando la escena frente al espejo. De hecho fue un poco decepcionante que Antonia no dejara traslucir destellos de celos—. Judy, queremos ayudarte a desmontar tu imagen del enemigo. Hay que acabar con eso de una vez. Te desmoraliza. Te entristece. Te agota. Es más, te enferma.

—Y se basa en un error, en una visión totalmente equivocada de la situación —remató Antonia.

Por fin parecían gemelos idénticos también en su retórica.

Hermanita: —Judith, Hannes no quiere hacerte nada malo.

Hermanito: —De verdad que no, al contrario.

Hermanita: —Él haría lo que sea para que te mejores.

—¡Un momento! —protestó Judith. Por fin su voz recobraba la fuerza—. ¿Y de dónde ha sacado él que estoy mal?

Lukas: —Judy, hace tiempo que es imposible no verlo. Todos lo sabemos. Lo sufre Ali, Hedi, tu familia. Lo sufren todos tus amigos, todas las personas a las que les importas.

—Pero yo a Hannes no quiero importarle. ¡Porque-él-definitivamente-no-es-mi-novio! —bien, ahora ya lo sabía hasta la enfermera de los dientes torcidos—. Y nunca lo será, por muchos suplicantes e intercesores que me envíe incluso a la cama del hospital —y quitándole la mano a Lukas, añadió—: Qué pena que ahora tú también seas uno de sus agentes de relaciones públicas. Pensaba que al menos TÚ estabas de mi lado.

Judith rozó a Antonia con una mirada fugaz.

Lukas: —Yo ESTOY de tu lado, Judy. Porque aquí hay un solo lado. No hay lado contrario. Trata de comprenderlo de una vez, por favor. ¡Sólo así saldrás de este lío!

—Vale, vale, vale. ¿Se ha acabado la sesión de terapia? —preguntó Judith, y forzó una sonrisa.

La enfermera parecía haber estado esperando aquella señal.

—Con esto se ha acabado —dijo tocándose la muñeca a falta de reloj de pulsera.

—Judy —dijo Lukas—, si quieres, vuelvo mañana y lo hablamos tranquilos.

Él le cogió la mano otra vez, lo cual era bueno, a pesar o a causa de Antonia.

—Gracias, de verdad que no es necesario, creo que lo he entendido —replicó Judith lo más amable que pudo—. ¡Pero me alegro de que hayáis venido!

Sin inyecciones y pastillas no habría sido capaz de articular esa frase.

—Llámame cuando te apetezca —dijo Lukas—. Siempre estoy para ti.

Antonia asintió con la cabeza, para dar el visto bueno a sus palabras. Luego hubo cuatro besos en las mejillas de Judith, dos cálidos y dos fríos.

3.

El martes tuvo su primera cita con Jessica Reimann: ni cuarenta años, ni 1,65 metros, ni cincuenta kilos… pero por lo visto muy racional, o al menos psiquiatra. Estaba sentada frente a un ordenador demasiado potente y copió de un papel con cinco o seis nombres… los datos de Judith.

—¿Quiénes son los otros? —preguntó Judith.

Reimann sonrió con un deje de malicia.

—Historias clínicas similares, de nuestro astuto archivo.

Qué suerte que esté escribiendo mi «historia clínica», pensó Judith, quizá algún día me archiven a mí también. La doctora examinó sus electroencefalogramas y todo ese montón de estudios con curvas, tablas y leyendas. Luego sacudió la cabeza decepcionada, alzó la vista hacia Judith con verdadera compasión y dijo:

—¡Aburridísimo! No hay daños cerebrales, ni trastornos, ni alteraciones, ni antecedentes, ni accidentes, ni herencias de una abuela gagá, nada de nada.

A Judith le cayó simpática.

La doctora explicó que una psicosis esquizofrénica no es en sí misma algo alarmante, que una de cada cien personas la padecía al menos una vez en la vida.

—Para usted no es algo alarmante, desde luego, usted casi no conoce más que a esos uno de cada cien —señaló Judith.

Reimann rio con ganas, debía de ser la primera vez que escuchaba esa broma.

En todo caso, se complacía en comunicarle a Judith que uno de cada cuatro pacientes psicóticos no volvía a sufrir un segundo episodio de pérdida de la realidad.

—Y si toma usted bien sus antipsicóticos, antes o después de cepillarse los dientes, da lo mismo, pero no durante, ¡seguro que será una de esos cuatro!

Ésta es una mujer con la que se puede tratar, pensó Judith.

Pero pronto la cosa se pondría más fea. Judith tuvo que hablar por primera vez de su «incidente».

—Lo siento, sólo lo recuerdo de forma fragmentaria —se defendió.

—Magnífico —repuso Reimann—, me encantan los fragmentos. Suelo pasarme semanas enteras reuniéndolos. ¡Así que adelante!

Judith: —Fue después de una noche en que no pude dormir. Luego de eso, por desgracia, ya no sé mucho.

Reimann: —¿Por qué no?

Judith: —¿Cómo dice?

Reimann: —¿Por qué no podía dormir?

—Por lo visto no estaba lo bastante cansada…

—¿Es que oía voces?

—¿Por qué piensa eso?

Reimann: —Porque es bastante común entre las «una de cada cien» personas.

Judith: —Pues siento desilusionarla. NO oía voces. Quizá por eso… mmm… no podía dormirme.

Jessica Reimann se frotó las manos:

—Esto me gusta, ¡por fin una vez al revés! ¿Y qué más?

—¿Cómo que qué más?

—¿Qué pasó al día siguiente?

—Yo estaba bien, deprimida, agotada, pero en cierto modo eufórica, como si estuviera en trance, teledirigida, yo qué sé.

—¿Qué la agobia?

—Mmm… es difícil de explicar —mintió Judith.

Tampoco se conocían tanto.

—¿Es su trabajo?

—No, eso seguro que no.

Judith sonrió.

—Entonces su vida personal.

—He dejado de tenerla hace tiempo.

—Los que no la tienen suelen ser los que la tienen más intensa, pues la tienen toda para sí solos —dijo Reimann. Y ya un poco impaciente, añadió—: ¿Quién es? ¿Mamá, papá, el novio, el ex, el amante, su mujer, su mascota? ¿Todos juntos? ¿Quién la saca de quicio? ¿Qué la agota? ¿Qué la hace sufrir?

Judith inclinó la cabeza y simuló pensar con todas sus fuerzas.

—Vale, dejémoslo, es SU vida personal —dijo Reimann, con notable amabilidad—. Así que en algún momento salió de casa. ¿Qué recuerda?

—Muchas personas inclinadas sobre mí. Parece que en mi confusión me metí entre los coches.

—¿Quién la impulsaba a ir allí?

Judith se sobresaltó. La pregunta era estremecedoramente concreta e indiscreta al mismo tiempo.

—¿Voces? —preguntó Reimann. Como Judith no dijo nada, siguió insistiendo—: ¿Voces que le daban órdenes?

—No, no eran órdenes, sólo sugerencias.

Reimann rio, lo cual le hizo bien.

—¿Y qué le sugerían?

—Cruzar la calle.

—No era una buena sugerencia.

—Ahora yo también lo sé —dijo Judith—, ya no les haré caso.

A ratos aquella conversación le resultaba muy divertida.

—Bueno, enseguida acabamos —prometió Jessica Reimann. Judith ya lo veía venir—. ¿De quién son las voces?

Era lógico. Judith suspiró.

—No es tan fácil saberlo. Es… cómo decirlo… una mezcla de amigos, parientes y desconocidos…

—Vale, dejémoslo —volvió a decir Reimann, como si hubiese descubierto el engaño—. Ahora puede usted relajarse de nuevo y disfrutar de la deliciosa comida de la clínica.

Cuando se despedían, la doctora volvió a mirarla de arriba abajo y luego comentó, esta vez muy en serio, francamente preocupada:

—Yo también tengo una sugerencia para usted.

Judith: —¿Cuál?

Reimann: —¡No se cierre! Fíese de los que la quieren bien. Acérquese a sus amigos. Nadie puede sobrellevar solo un problema psíquico. El mejor caldo de cultivo para las eternas una de cada cien personas es el aislamiento.

4.

Ella habría podido salir de la clínica el viernes. Pero aparte de la horripilancia crónica de un café descafeinado por la fuerza —a nadie se le ocurre beber alcohol desalcoholizado—, la unidad de psiquiatría le gustaba cada día más, por lo que extendió al fin de semana su cura medicinal, en el curso de la cual ya había engordado cuatro kilos. Para gran satisfacción de su médico de cabecera de ojos bicolores, que creía que él era la razón de que Judith deseara permanecer en la clínica y reducía drásticamente los intervalos de las visitas. En una palabra, le había echado el ojo. Por desgracia, el equivocado.

Judith siguió la sugerencia de Reimann tan deprisa y tan a pecho que su estancia en la clínica cobró de inmediato un carácter comunitario. Poco a poco fue invitando a todos sus amigos del pasado y recibió múltiples series de cumplidos, por la buena cara que tenía, por lo alegre, distendida y repuesta que se la veía, por lo bonita que era su risa y lo sexy que era su corto camisón blanco. El estímulo del exterior la motivaba, la ponía francamente eufórica. No cualquiera podía jactarse de un proceso de curación tan veloz de la mente en una institución psiquiátrica.

Y de repente también volvía a tener uno o dos oídos abiertos a los problemas de los demás, a sus abrumadoras cosillas de cada día, que tan sólo podían aparcarse de manera provisional, pero nunca quitarse de en medio. Pronto ella también podría volver a alterarse por las maravillosas pequeñeces, por la falta de bolsas de basura, por las brigadas de moscas en el frutero, por los calcetines que después del lavado han cambiado de pareja y ya no hacen juego por el color o la tela.

Quizá aún deba pasar algunas etapas difíciles, pero luego habré superado mi trauma, pensaba. Últimamente hasta había logrado pensar un par de veces en Hannes sin inquietarse. Puesto que él había convencido de sus buenas intenciones a todos sus amigos y ahora incluso a Lukas, era probable que en efecto sólo hubiesen sido figuraciones suyas, que al final Hannes fuera su propio demonio, el lado oscuro de su alma.

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