Siempre tuyo (19 page)

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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

BOOK: Siempre tuyo
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Judith: —Es lógico.

Bianca: —Hannes, o sea, nuestro objeto, tiene su cubo en el cuarto piso, son los cubos siete y ocho, Basti lo ha calculado superexacto. ¡Y ahora preste atención, jefa! Siempre que el señor Hannes entra en el edificio por la noche, como ocurre con todos los demás, se iluminan los cinco cubos uno encima del otro. Eso quiere decir que ha encendido la luz del pasillo, hasta ahí todo normal. Y luego el Basti mira los cubos siete y ocho en el cuarto piso. Espera diez segundos, treinta segundos, un minuto, dos minutos: nada. Cinco minutos: todavía nada. Diez minutos: todavía nada. Quince minutos…

—Todavía nada —murmuró Judith.

Bianca: —¡Eso es! Basti dice que se puede morir esperando, nunca se iluminan los cubos siete y ocho en el cuarto piso. Eso es lo que ha observado. Muy interesante, ¿verdad? Pues eso sólo significa que el señor Hannes no enciende ninguna luz al entrar en su piso, ni tampoco después, no la enciende nunca. Casi siempre está superoscuro. Fascinante, ¿no cree?

Judith: —Pues sí.

Bianca: —Porque las luces de la escalera sí que las enciende. O sea que no tiene fobia a la luz, es que es sólo en su piso, siempre lo tiene oscuro. ¿Comprende, jefa?

—No —respondió Judith, guardándose para sus adentros que tampoco quería entender, y que de haberlo querido, seguro que la solución habría sido trivial, por ejemplo, que en casa de Hannes las bombillas estaban rotas.

—Me quito el sombrero —dijo Judith—, Basti lo ha hecho muy bien. Y ahora acabemos con esto y dejemos en paz al señor Hannes, ¿vale?

—Vale —dijo Bianca—. La verdad que es una lástima, seguro que hay más misterios. Pero si usted ya no le tiene miedo y él ya no la molesta, desde luego no tiene ningún sentido.

5.

Al cabo de dos semanas dijeron que podía dejar la clínica, porque en teoría su ataque tenía que haber remitido hacía tiempo y, de todos modos, en la práctica mandaban los medicamentos. Es probable que en realidad necesitaran camas libres para nuevos locos, pues, según es tradición, para el día de Todos los Santos siempre hay poco sitio en las unidades de agudos. Judith quería vetar su expulsión, pero Jessica Reimann se encontraba en un congreso de psiquiatría en los Alpes (no sólo los pacientes necesitan tomar el aire fresco de las montañas de cuando en cuando).

Durante el fin de semana dejaron que Judith disfrutara una vez más de comida y alojamiento en la clínica. El lunes, mamá fue a recogerla para llevarla a casa. ¿No había un psicópata estadounidense que para justificar su masacre alegó que no le gustaban los lunes? Por suerte, las fuertes pastillas —entre ellas, una nueva brigada blanca antidepresiones— se habían ajustado tan bien a ella que sólo percibió a su madre en forma suavizada, borrosa y también moderada en el tono de sufrimiento y compasión.

En casa, en aquellas inquietantes habitaciones que albergaban voces y ruidos, Judith se escondió al instante debajo de la manta del sofá. Mamá se ocupó un rato de aspirar, quitar y remover el polvo, luego le llevó a su hija una taza de infusión sin azúcar al sofá, en señal de lo mal que andaba, y planteó la muy legítima pregunta de cómo le iría.

Judith: —No lo sé, mamá. La verdad es que sólo estoy cansada.

Mamá: —No se te puede dejar sola en este estado.

Judith: —Sí que se puede, si lo único que quiero es dormir.

Mamá: —Necesitas alguien que te cuide.

Judith: —Sólo necesito alguien que me deje dormir.

Mamá: —Me vendré a vivir contigo.

Judith: —No digas esas cosas, ya sabes que estoy mentalmente desequilibrada.

Mamá: —Hoy me quedo aquí, y mañana seguimos hablando.

Judith: —Está bien, mamá, buenas noches.

Mamá: —Son las cuatro de la tarde, hija. ¿Estás soñando o qué?

Fase
trece
1.

Ni pensar en trabajar las siguientes semanas. Es más, ni pensar en casi nada. Judith sólo tenía que tomar sus psicofármacos por la mañana, al mediodía y por la noche, se lo debía a sus amigos en su calidad de tutores, a mamá, a la medicina convencional y tal vez un poco a sí misma. De las pastillas blancas, por lo general tomaba una más de lo previsto, en primer lugar, porque eran francamente diminutas, y en segundo lugar, porque sus lánguidas neuronas se sentían después como si tomaran un baño en un arroyo de montaña con una temperatura ambiente de cuarenta grados.

En lo sucesivo, una de las múltiples inactividades útiles en casa fueron las tres sesiones semanales con Arthur Schweighofer, un psicoterapeuta que le había conseguido Gerd, simpatiquísimo, relativamente guapo, que vestía informal y además era soltero. Era impresionante la paciencia que él tenía para hablar con Judith acerca de todo, no sólo de ella y de sus eventuales problemas, que de todos modos nadie era capaz de precisar. Si algún día llegaba a aflojarse o incluso a desatarse el nudo que tenía en el cerebro, cosa que de hecho era poco probable, a ella tal vez le apeteciera dar una pequeña vuelta al mundo en velero con Arthur, pues parecía un auténtico aventurero cuando se lo escuchaba hablar. Y eso era lo único que ella aún hacía con relativo placer y a menudo durante horas: escuchar.

Para que pudiera aguantar en casa, a más tardar al anochecer tenía que haber alguien presente. Al principio se iban turnando sus amigos. A Lara, por ejemplo, le venía bien el martes, porque era la noche de bolos de Valentin, y de todos modos estaba harta del olor a cerveza mezclada con aguardiante después de medianoche en la cama, así que dormía en casa de Judith y vigilaba sus voces, sin saberlo, claro está.

Todos los fines de semana, Judith podía contar con mamá. Entonces se incrementaba de forma automática su consumo de pastillas blancas. Es cierto que mamá trataba de tomarse su presencia como unas vacaciones en casa de su adorada hija, pero en la curvatura de su boca y en el ceñudo signo de exclamación de su frente siempre se adivinaba el reconocimiento de que había fallado en su educación, de que ahora, en lugar de la merecida jubilación, tenía que atender una aburrida tienda de lámparas y a una hija adulta loca.

Tan sólo durante unos pocos momentos al día Judith lograba poner en marcha su cerebro y analizar su situación. Entonces se aferraba a la exhortación de Jessica Reimann: debía llegar a la raíz de todos sus males, encontrar la punta del hilo para poder desatar el nudo. Pero enseguida se enmarañaba en la red de los recuerdos de la infancia y los síntomas de la adolescencia, interrumpía en el acto su búsqueda debido a un sobrecalentamiento de sus neuronas… y tomaba un baño en el arroyo de montaña.

2.

En su relación con él se había consumado de forma definitiva el salto tantas veces anunciado. Ahora Hannes estaba inequívocamente de su lado. Había llamado a su puerta con timidez un par de veces vía SMS y le había ofrecido su ayuda… Y no, a Judith no le importaba que la visitara con asiduidad, no sólo porque en principio ya nada le importaba, tampoco sólo porque él prefería venir los fines de semana, cuando estaba mamá, a la que era capaz de neutralizar a la perfección, sino porque a ella, a Judith, su presencia le hacía muy bien como medicina alternativa.

Ella mucho no sabía de homeopatía, pero ¿acaso no se trataba de lograr la salud con pequeñas dosis de las sustancias activas que habían provocado la enfermedad? Pues bien, la voz de Hannes era exactamente la misma que la de aquel fenómeno surrealista que repetidas noches la había vuelto loca. Ahora que realmente la oía disertando ante mamá en la cocina sobre planificación espacial, estática, materiales de construcción y diseño de cafeteras eléctricas, los fantasmas de Judith se habían disipado y las cosas volvían a estar más o menos en su sitio. Además, el Hannes auténtico disponía de un léxico más variado que su doble fantasmal, que siempre se había limitado a meterle en la cabeza tres o cuatro frases trilladas.

En el trato con ella, la paciente, de todos los amigos y visitantes, él era con mucho el más eficiente y desenvuelto. Siempre estaba de buen humor, sabía adaptarse con facilidad a su complicado carácter, a la repentina alternancia de fases altas y bajas, de letargo y de vigilia. En el tono de su voz nunca había ni el más ligero reproche por el deplorable estado en que se hallaba, por lo difícil que era llegar a ella, por lo poco que podía dar de sí.

Mientras que Gerd y los demás hacían lo imposible por ocultar su desesperación ante la apatía de Judith y a menudo fracasaban, para Hannes parecía ser lo más normal del mundo. En efecto tomaba a Judith tal cual era, aunque no pudiera ser menos «ella misma». En su presencia, ella no se avergonzaba de su enfermedad ni se sentía culpable por tener que depender de la ayuda ajena. Cuando estaba él, empezaba a resignarse a su destino, no, más aún: empezaba a acostumbrarse.

3.

Pronto él también empezó a pasar a menudo por su casa entre semana. Por lo general reemplazaba a alguno de los amigos, que cada vez podían venir menos y a mediados de noviembre ya invocaban el estrés prenavideño para justificarse por no visitar a Judith con tanta frecuencia. Es probable que los hubiese decepcionado y exasperado sobremanera que la mente de Judith no diera muestras de aclararse, que ya no fuese posible conversar con ella, que soliera pasarse horas con la vista clavada en las paredes y sin abrir la boca. Pero ¿qué podía decirles ella? Si no vivía otra cosa que días vacíos y noches insípidas. Ninguno de ellos tenía idea de lo agotador que era. ¿Y encima iba a hablar de eso?

Hannes era distinto. Él no esperaba nada de ella, se dedicaba a sus propias tareas, decoraba mesas y estanterías, limpiaba la cocina (preferentemente cuando ya estaba limpia), escuchaba música, silbaba melodías pegadizas de la época del colegio, navegaba por los canales de la tele en busca de informativos serios, hojeaba libros de divulgación o —mejor aún— los álbumes de fotos de Judith, tomaba notas, hacía bocetos y pequeños planos. Todo esto, sin perder nunca de vista a Judith. Siempre permanecía cerca de ella, le guiñaba el ojo para darle ánimos, le sonreía. Pero la diferencia más grata respecto a todos los demás era que casi no hablaba una palabra con ella, ahorrándole así el agobio de una continua respuesta a la pregunta de cómo se encontraba. Parecía saberlo mejor que ella misma.

Cuando se quedaba por la noche, Judith no se enteraba. Debía de dormir en el sofá. En todo caso, siempre se despertaba antes que ella, hacía que viniera olor a café de la cocina y borraba todos los rastros de su presencia nocturna.

Tan sólo una de esas noches de noviembre envueltas en una densa bruma mental, ella perdió el control de las cosas. Es posible que antes de dormir hubiera olvidado uno de sus medicamentos o tomado el doble de alguno. Quizá también tuvo una pesadilla que la arrancó de repente de su algodonosa semiinconsciencia y despertó en ella los antiguos miedos de voces y sonidos que la acosaban y la empujaban a salir a la calle. Ya creía estar oyendo la característica vibración de las chapas y el inconfundible tintineo de los cristales de su araña española. Pero antes de que la voz que imitaba a Hannes pudiera decir «este gentío», cesaron los ruidos. La luz de la mesilla se encendió. Judith sintió que una enorme mano fría se posaba en su frente afiebrada. Luego él se inclinó con cautela sobre ella y murmuró:

—Tranquilízate, amor. Todo está bien, yo estoy contigo, no puede pasarte nada.

—¿Tú también lo has oído? —preguntó ella, temblando de miedo.

—No —respondió él—, no he oído nada. Probablemente has tenido un mal sueño.

Judith: —¿Te quedas aquí conmigo hasta que sea de día?

Hannes: —¿Eso es lo que quieres?

Judith: —Sí, quédate, por favor. Sólo hasta que salga el sol.

4.

A finales de noviembre tuvo su temida cita de revisión con Jessica Reimann. Mamá la acompañó, pero eso no iba a empeorar más las cosas. Judith había metido en el bolso artículos de tocador, cosméticos, un par de camisones y camisetas. Contaba con que la dejarían en la clínica en el acto. En todo caso, no le apetecía pintar su situación mejor de lo que era, aun cuando Reimann se habría merecido un aspecto distinto del que ella le ofrecería en pocos instantes.

—Hola, ¿cómo está usted? —preguntó la doctora.

—Mentalmente enferma, gracias —respondió Judith.

Reimann se echó a reír, pero esta vez la diversión sólo era aparente. Le preguntó a Judith de qué tenía miedo que temblaba así.

Judith: —De momento de usted.

Reimann: —Sé muy bien cómo se siente, querida. ¡Usted sí que se abandona!

Judith: —Lo sé, pero no puedo evitarlo. Lo mejor será que vuelva a ingresarme en la clínica.

Reimann: —No, no, eso no nos va a hacer adelantar ahora. ¡Propongo que nos pongamos a trabajar de una buena vez!

Una vez que le tomaron el pulso, la auscultaron y le iluminaron por debajo de los párpados, Judith tuvo que describir sus estados de somnolencia y semiinconsciencia de las últimas semanas, y para colmo de manera cíclica, por la mañana, al mediodía, por la tarde y por la noche: una empresa harto agotadora, porque en realidad para ello necesitaba las palabras que le faltaban desde hacía tiempo. Como recompensa, Reimann interrumpió de golpe dos de los medicamentos y redujo a la mitad la dosis de los otros, incluyendo su pastilla blanca predilecta.

—Echo en falta en usted el espíritu combativo —dijo la psiquiatra alarmada, y le estrechó la mano con fuerza—. Debe usted rebelarse. Su salud es pura disciplina mental. Tiene que pensar y trabajar en usted misma, no reprimir. Tiene que llegar al meollo de su problema.

Judith: —Yo ya no tengo ningún problema, yo SOY el problema.

No debería haber dicho eso, ahora Reimann estaba ofendida.

—Si hasta los pacientes como usted se dan por vencidos, valdría más que cerráramos. ¿Cómo vamos a ayudar a los que de verdad están gravemente enfermos?

—¿O sea que usted no cree que yo esté gravemente enferma? —preguntó Judith.

—Sólo veo que parece querer enfermarse a toda costa y por lo tanto lleva camino de hacerlo —replicó Reimann—. ¡Y A MÍ me enferma tener que ver eso!

5.

Probó a pasar dos días sin pastillas y trató de llenar el vacío de su cabeza pensando en el origen de sus problemas. Así debían de sentirse los adictos a la heroína en la transición de la desintoxicación a la recobrada crisis existencial. En cuanto ella imaginaba que no estaba gravemente enferma, cosa que ahora ocurría con intervalos cada vez más cortos, se sentía peor. Eso tenía que ver con la sombría perspectiva de volver a encontrarse de repente sola. Ya nadie se ocuparía de ella. Ni siquiera mamá tendría el derecho vinculante de estar a su disposición y de quejarse.

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