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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (26 page)

BOOK: Siete años en el Tíbet
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En Lhasa corren incesantemente rumores de imposible comprobación acerca de los lamas y monjas taumaturgos. Me hubiera gustado comprobar, por simple curiosidad, lo que había de cierto en las curaciones que se les atribulan; pero voluntariamente me abstuve de efectuar esa encuesta por respeto hacia el sentimiento religioso de los tibetanos, los cuales se aferran a sus creencias y supersticiones, pero al mismo tiempo dan pruebas de la máxima tolerancia. Durante los cuatro años que vivimos en Lhasa, nadie trató de convertirnos al budismo. Por nuestra parte, demostramos siempre una prudente reserva al visitar los templos y monasterios, nos adaptábamos a las costumbres y ofrecíamos, como todo el mundo, echarpes blancas a las personas a quienes deseábamos honrar.

El oráculo del Estado

Si la población confía sus apuros a los lamas y pide consejo a los adivinos, tampoco el Gobierno toma ninguna decisión sin consultar antes al oráculo de Nechung.

Una vez se me presentó la oportunidad de asistir a una consulta oficial.

En compañía de mi amigo el monje Wangdula me dirigí a caballo hacia el monasterio. Por aquella época, el adivino era un novicio de diecinueve años, de familia humilde, el cual se había hecho notar por sus dones de médium.

Aun cuando no alcanzase la altura de su predecesor, cuyas indicaciones permitieron descubrir al actual Dalai Lama, el joven novicio era un oráculo que prometía. Muchas veces me he preguntado si la facultad que poseía de ponerse en trance en pocos minutos era resultado de un excepcional poder de concentración o, más sencillamente, de una droga que actúa sobre los centros nerviosos.

Un oráculo ha de poder disociar su cuerpo de su espíritu; así, el dios a quien invoca toma posesión de su envoltura carnal y habla por su boca. El médium se convierte verdaderamente en la manifestación de la divinidad; al menos, este es el punto de vista de los tibetanos tal como me lo ha explicado Wangdula.

Charlando sin cesar habíamos recorrido los ocho kilómetros que separan a Lhasa del monasterio de Nechung. Saliendo del templo, llegaba a nuestros oídos una música, ora apagada, ora estridente…

Entramos. El espectáculo es enloquecedor: todas las paredes están cubiertas de frescos que espeluznan y de calaveras. Saturada por humaredas de incienso, la atmósfera es irrespirable. En el momento que llegamos, el monje sale de sus habitaciones y penetra en la nave. Sobre el pecho lleva un espejo redondo de metal; varios servidores lo cubren con ropajes de seda amarilla, lo acompañan hasta un elevado sitial y se retiran. Un sordo redoble de tambor es lo único que rompe el silencio. El médium empieza a concentrarse.

Desde el sitio en que me hallo puedo observarlo perfectamente y no aparto la vista de el. Lo sacuden algunos estremecimientos, cada vez menos acusados; parece como si, gradualmente, la vida lo abandonara. A continuación se queda inmóvil como un cadáver y su rostro tiene la palidez de la cera. De pronto, un sobresalto: el dios acaba de tomar posesión del oráculo. Empieza a temblar de pies a cabeza, cada vez más y más fuerte, y gruesas gotas de sudor le humedecen la frente. Unos servidores se adelantan y lo coronan con una enorme tiara. Es tan pesada, que han de sostenerla dos hombres para colocársela sobre la cabeza; bajo el peso de la tiara, el cuerpo del monje se hunde entre los almohadones del trono. Un pensamiento cruza por mi mente: ¡en estas condiciones, no es extraño que los oráculos mueran jóvenes! El esfuerzo físico y cerebral exigido por estas sesiones es enorme, y el desgaste de energías, muy considerable.

Los temblores aumentan en intensidad. La cabeza, abrumada bajo el peso de la tiara, se abate sobre el pecho y los ojos se le salen de las órbitas. El rostro del médium pierde su palidez anterior y una rojez malsana viene a reemplazarla; sus dientes, apretados, se entreabren, dejando oír unos silbidos.

De repente, el oráculo se pone en pie y, al son de las trompas, empieza a girar sobre si mismo, golpeando el suelo con las suelas de su calzado. Los suspiros que exhala y su rechinar de dientes son lo único que se oye en el templo. Con el pulgar, en el que lleva un pesado anillo. el adivino golpea el espejo, que centellea a la luz de las lámparas, y luego vuelve a bailar sobre un solo pie, dando vueltas como una peonza, muy erguido a pesar de la corona que lo agobia.

Los servidores le ponen en la mano unos granos de avena, que el lanza al voleo. Los espectadores, atemorizados, se inclinan doblándose por la cintura. Yo mismo temo por un momento que no se me vaya a considerar como un intruso. A partir de ahora, nadie puede prever el comportamiento del oráculo… ¿Acaso mi presencia lo turba? No, pues parece que se calma; unos monjes van hacia el y lo inmovilizan. Un ministro se adelanta con una echarpe blanca en la mano, la pasa en torno al cuello del adivino y le hace preguntas preparadas por el Consejo. Tanto si se trata de nombrar un gobernador, de descubrir un Buda Viviente, de declarar la guerra o de firmar la paz, la decisión se halla en las manos del médium, o, más exactamente, del dios que ha tomado posesión de su cuerpo. El ministro repite la pregunta varias veces, hasta que el oráculo empieza a murmurar algo. Por más que aguzo el oído, no logro captar el sentido de lo que dice; no oigo apenas las palabras.

Mientras el ministro aguarda humildemente, procurando también cazar al vuelo una palabra o una frase, un anciano monje consigna la respuesta por escrito. Lo ha hecho ya centenares de veces, pues en vida del anterior adivino era su escribano. Yo me pregunto si no será el escribano el verdadero oráculo.

Sea lo que fuere, la versión del escribano es la que vale, a pesar de su ambigüedad, y sobre ella se basan los gobernantes para tomar sus decisiones.

Una cosa, especialmente, me deja suspenso: cuando un oráculo oficial se obstina en dar respuestas incoherentes o erróneas, se le depone y es sustituido por otro. Lo ilógico del hecho es evidente si, como lo hacen los tibetanos, uno admite que es la divinidad quien se expresa por boca del médium.

Esta función oficial es extraordinariamente solicitada; el oráculo tiene categoría de dalama, o sea que esta equiparado a un noble de tercera categoría, y además es el gran maestre del poderoso monasterio de Nechung, con todas las ventajas materiales que esto lleva consigo.

Las últimas preguntas quedan sin respuesta. ¿Esto significa que el dios se ha retirado? Lo ignoro; de todos modos, los monjes se acercan y ofrecen echarpes al adivino. Con el cuerpo agitado por temblores nerviosos, el oráculo las toma y las anuda; estas echarpes serán entregadas a algunos privilegiados y a ellas se atribuyen las mismas virtudes que a los amuletos y talismanes. Por última vez, el oráculo intenta bailar y a poco se desploma en el suelo, y cuatro monjes lo transportan fuera del templo.

Todavía impresionado por ese espectáculo de otros siglos, yo también abandono el sagrado recinto y vuelvo a encontrarme en el patio inundado de sol. Mi mentalidad de europeo se niega a admitir que se trate allí de manifestaciones sobrenaturales. Más adelante, asistí varias veces a otras sesiones como aquella, pero nunca pude hallar explicación racional a los fenómenos que se produjeron ante mis ojos.

A menudo también me he tropezado con el oráculo fuera de sus funciones oficiales, y cada vez que me sentaba a la misma mesa que el, no podía evitar cierta sensación de malestar. Cuando nos cruzábamos por la calle, yo lo saludaba y el me respondía con una inclinación de cabeza. Tenía un semblante agradable y nada recordaba en el a la máscara gesticulante que había contemplado.

El día de Año Nuevo lo vi recorrer las calles de Lhasa; parecía un hombre ebrio. Unos servidores lo sostenían; cada cuarenta metros se dejaba caer al suelo, y luego descansaba un momento en la silla de mano que lo seguía. Al acercarse a la gente, esta se echaba atrás, aunque parecía disfrutar con ese espectáculo demoníaco.

El oráculo del Estado juega un importante papel en la «gran procesión» el día en que, para ir al templo de Tsug Lha Khang, el Dalai Lama recorre la capital en su litera.

Otra vez La ciudad está de fiesta y la muchedumbre se apura en las calles por donde ha de pasar el cortejo. En una plaza se alza una tienda, y ante ella, armados con sus látigos, los monjes-soldados montan la guardia. Bajo la tienda, el daklma de Nechung se dispone a entrar en trance. Lentamente, al paso de sus treinta y seis portantes, la litera del Dalai avanza al son de los tambores, las trompas y las tubas. En el momento en que el palanquín pasa por delante de la tienda, el oráculo sale de ella con andar vacilante. Desfigurado, encorvado bajo el peso de la tiara, pronuncia palabras incoherentes y de sus labios se escapan unos silbidos. Como un verdadero poseso, aparta rudamente a los portantes, coloca sobre sus hombros las varas de la litera y echa a correr desatentadamente; los portantes y los servidores del Dalai se esfuerzan en seguirlo y en restablecer el equilibrio, peligrosamente amenazado; después de recorrer unos treinta metros, el médium se desploma de súbito y rueda por el polvo. Los criados se adelantan rápidamente con unas angarillas y transportan al adivino a su tienda. Muda, subyugada. La multitud ha presenciado el extraño espectáculo. Ahora ya se ha restablecido el orden y el cortejo reanuda su marcha normal. No me ha sido posible descubrir el sentido de esta ritual manifestación.

¿Simboliza tal vez la sumisión del dios que temporalmente tomo posesión del médium, a Buda, reencarnado en el cuerpo del pontífice?

Además de los adivinos oficiales y de los «hacedores del tiempo», en Lhasa existen por lo menos otros seis médiums, y entre ellos una anciana a la que se considera La reencarnación de una diosa tutelar. A cambio de regalos, se pone en trance y deja hablar a la divinidad que en ella habita. La he visto caer en estado de catalepsia hasta cuatro veces en un solo día. A decir verdad, la considero una embaucadora y dudo mucho del valor de sus revelaciones.

Otros oráculos tienen la especialidad de doblar espadas mientras se hallan en éxtasis, y muchos nobles poseen armas de estas, a las que conservan piadosamente en sus oratorios particulares. Yo también intenté doblarlas, pero hube de renunciar ante la imposibilidad.

El acudir a los adivinos es una costumbre que se remonta a la época prebudista, y es reminiscencia de los tiempos en que los sacrificios implicaban la inmolación de víctimas humanas.

El pan nuestro de cada día

El otoño y el principio del invierno pasan rápidamente. Aufschnaiter ha terminado la construcción del canal y se dispone a iniciar un trabajo de tanta importancia como el anterior, pero de carácter muy diferente: tiene que reparar la central eléctrica de Lhasa, construida hace veinte años por unos nobles tibetanos que realizaron sus estudios en Inglaterra. Desde entonces, sin nadie que se ocupara de ellas, las dínamos proporcionan apenas la energía necesaria para el funcionamiento de la Casa de la Moneda; y el sábado, cuando se cierran esos talleres, la corriente sirve para la iluminación de algunas casas particulares, las de los ministros por orden de prioridad.

El Gobierno es quien acuña la moneda del país. La unidad monetaria es el sang, que vale diez chos, y el cho se divide, a su vez, en diez karmas. Los billetes se imprimen en papel de fabricación local, muy afiligranado y resistente. Los números están dibujados a mano, y el dibujante debe ser de una extraordinaria habilidad, pues hasta ahora todos los falsificadores han fracasado estrepitosamente.

Las monedas son de oro, de plata y de cobre y llevan grabados los emblemas del Tíbet, el león y las montañas, que también aparecen reproducidos en la bandera nacional y en los sellos, al lado de un sol naciente.

El Gobierno, consciente de la importancia de la Casa de la Moneda y preocupado por el grave estado de deterioro de la central eléctrica, se ha dirigido a Aufschnaiter encargándole de reparar y renovar la actual instalación. Después de un minucioso examen, mi compañero logra convencer a sus patronos de que una reparación no resolverá absolutamente nada. En vez de eso, propone la instalación de una turbina movida por la corriente del Kyitchu; la antigua central se halla situada en un brazo del río cuyo caudal es insignificante.

Hace veinte años, el Gobierno tuvo miedo de atraer la cólera de los dioses si utilizaba las aguas del río sagrado, pero Aufschnaiter logra vencer los escrúpulos de las autoridades y empieza inmediatamente los trabajos de agrimensura. Como el lugar se halla a varios kilómetros de nuestra casa, para ahorrar tiempo, mi amigo se instala en una propiedad cercana a su trabajo, y a partir de ese día sólo podemos vernos de tarde en tarde. Mis actividades me retienen en la ciudad; mi clientela ha ido aumentando y ahora tengo por alumnos a los hijos de la mayoría de las familias nobles de la capital. Tanto los mayores como los más pequeños, todos hacen rápidos progresos; pero, desgraciadamente, la constancia no es una virtud tibetana.

Al principio les divierte la novedad, pero el entusiasmo no dura largo tiempo y sin cesar desfilan caras nuevas por mi clase.

Aparte las lecciones que doy, no me faltan otras ocupaciones, de modo que tengo mil posibilidades de ganarme la vida. En Lhasa, el dinero corre en abundancia y no hay mas que agacharse para recogerlo.

Si quisiera, podría hacer fortuna instalando una lechería o una fábrica de hielo; en la India puede encontrarse todo el material necesario y su transporte a Lhasa no presenta ninguna dificultad. Los jardineros, relojeros y zapateros son muy escasos y muy solicitados. Y, en fin, los negocios permiten enriquecerse rápidamente, a condición de que se hable inglés y se esté en relación con la India. Son legión los lhasapas que viven del transporte y la venta de objetos y productos comprados en los bazares del Sikkim. Aquí no se exigen patentes ni permisos para abrir un comercio, ni impuestos. El Tíbet es un verdadero paraíso; no existe la competencia y los precios se hacen «a la medida del cliente».

Ni Aufschnaiter ni yo tenemos intención de establecernos aquí.

Nuestra única ambición es trabajar, hacer algo útil y agradecer así al Gobierno la hospitalidad que nos concede.

De modo que aceptamos siempre de buena gana cualquier clase de trabajo, resultando una especie de «hombres para todo», aunque, no obstante, algunas veces hemos de declararnos vencidos o exprimirnos la mollera para llevar a buen fin los trabajos que se nos encomiendan.

Por ejemplo, un buen día los monjes vienen a encargarnos el redorar las estatuas de un templo. Rebuscando en la biblioteca de Tsasong, tenemos la suerte de encontrar en un antiguo libro el procedimiento para transformar el polvo de oro en pintura. Los nepalíes, que son doradores y orfebres consumados, conservan celosamente en secreto sus procedimientos; pero, sin pretender igualarles, creo que en aquella ocasión supimos salir con honor de aquella aventura.

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