Las únicas distracciones del joven pontífice son las conversaciones con sus ningulla y con los priores de los monasterios, o bien las visitas de su hermano Lobsang Samten, el cual le cuenta los chismes y habladurías de la ciudad y le da noticias de sus padres.
En nuestro camino de regreso nos cruzamos con largas filas de criados que traen el agua necesaria para las cocinas del Dalai.
Esta agua proviene de una fuente que mana al pie de la colina del Chag-pori; esta rodeada por un paredón y solamente los cocineros de palacio tienen la llave de la puerta que le da acceso. A pesar de la distancia, muchos lhasapas van a beber en el riachuelo que de ella se forma y cuyas aguas son de una extraordinaria transparencia.
También es allí donde se abreva cada día el elefante regalado al Dalai por el soberano del Nepal. Son muchos los nepalíes que reconocen al pontífice como reencarnación del Buda, y miles de ellos visten la túnica de los monjes del Tíbet y forman un clan aparte.
Por eso, hace tres años que, como muestra de veneración, el rey envió dos elefantes al dios viviente. Uno de ellos sucumbió durante el viaje, por más que en todo el camino se habían ido apartando las piedras antes de que pasaran los animales. Una vez convertidos en propiedad del Dalai Lama, automáticamente se les consideraba como cosa sagrada y en cada etapa se les preparaban establos y forrajes.
Cuando el langchem rinpochéb superviviente (tal es el nombre con que los tibetanos designan a los paquidermos) llegó a Lhasa, fue festejado por toda la población, que hasta entonces ignoraba que pudieran existir animales tan enormes. Expresamente para él se construyó un edificio especial en el ala norte del Potala, y actualmente el elefante toma parte en los cortejos y procesiones, cubierto con una suntuosa gualdrapa de brocado. Cada vez que aparece en público hay una desbandada general, y los caballos, aterrorizados, se desbocan, lanzándose a una desesperada carrera.
Esta vez, el luto vino a entristecer las fiestas del Año Nuevo porque, tras corta enfermedad, el padre del Dalai Lama exhaló el último aliento. Médicos y hechiceros se habían sucedido en vano a su cabecera; algunos de ellos llegaron a fabricar una muñeca dentro de la que encerraron la enfermedad, yendo a quemarla solemnemente a orillas del Kyitchu. Sortilegios, encantamientos y medicinas fracasaron.
De hallarme yo en el puesto de la esposa o los hijos del enfermo, habría enviado a buscar al médico de la misión inglesa, pero esto hubiera sido contrario a la tradición. La familia de un Dalai Lama está obligada a ser en todas las ocasiones un ejemplo para los demás.
Según costumbre. condujeron el cadáver a la cima de una montaña fuera del recinto de la ciudad y, una vez descuartizado, lo abandonaron a los buitres y a los cuervos.
En 1947, en Lhasa tuvo lugar un conato de guerra civil.
Reting Rimpoche, el regente anterior, que algunos años atrás había renunciado a su cargo voluntariamente, volvió a sentir la atracción del poder y, gozando de poderosos apoyos entre los funcionarios y la población, intrigaba constantemente contra su sucesor, Tagtra Gyelchab Rimpoche. Los conjurados se pusieron de acuerdo para colocar a Reting al frente del Gobierno, y para ello un atentado había de ser la señal de la revolución. Una bomba escondida dentro de un paquete fue entregada a un gran dignatario eclesiástico, pero estalló inesperadamente antes de que este la presentara al regente, no causando mas que daños materiales. Puesto en guardia, Tagtra Rimpoche obró con la rapidez del rayo: una pequeña tropa mandada por un miembro del gabinete se presentó en el monasterio de Sera, en el que Reting se había refugiado, y detuvo al ex primer ministro. Los monjes se sublevaron contra las medidas adoptadas por el Gobierno y amenazaron con efectuar una marcha sobre Lhasa, en donde no tardó en cundir el pánico. Los comerciantes se apresuraron a atrincherar sus casas y almacenes y a poner las mercancías en lugar seguro; los nepalíes residentes en la capital se refugiaron tras los muros de su Legación, en tanto que los nobles conviertan sus casas en fortalezas y armaban a sus criados. Finalmente, se proclamó el estado de alarma.
Habiendo presenciado la marcha de la expedición de castigo, Aufschnaiter abandonó precipitadamente la finca en que vivía en el campo y vino a pedirme asilo; entre los dos pusimos la casa de Tsarong en estado de defensa.
En realidad, lo que el pueblo temía sobre todo era que los cinco mil monjes de Sera cayeran sobre Lhasa, entrando a saco en los bienes de los ciudadanos; las tropas gubernamentales no les inspiraban mas que una confianza muy relativa.
Era la primera vez. que se producía en la capital un incidente como aquél y la emoción de los lhasapas llegaba a su colmo.
La población esperó en vano el regreso de la columna que había de traer prisionero a Reting; secretamente, fue conducido al Potala, a fin de desbaratar los planes de los monjes sublevados, que se preparaban a liberarle por la fuerza. La suerte de todos ellos quedo echada a partir del momento en que su cabecilla fue encarcelado. Sin embargo, sin querer someterse, intentaron oponer resistencia con las armas en la mano y hubo de tronar el cañón para acabar con su porfía. Después de bombardear el monasterio y destruir algunos de sus edificios, el Ejército dijo la última palabra y el orden quedó restablecido en el Techo del Mundo.
Durante varias semanas, los procesos contra los sublevados fueron la comidilla de la capital; a algunos de los culpables se les desterró a un monasterio de una lejana provincia, y otros fueron condenados a la pena de azotes.
Todavía silbaban las balas por encima de Sera, cuando corrió el rumor de que el ex regente había muerto repentinamente. La noticia no sorprendió a nadie; unos hablaban de asesinato político, pero la mayoría sostenían que Reting, famoso por su fuerza de voluntad y sus dones de lama, había logrado disociar su cuerpo de su espíritu, abandonando la tierra. De pronto, no se habló mas que de los milagros realizados por el ex regente y de sus fuerzas sobrehumanas.
Se contaba que una vez, paseando por el campo, Reting se encontró con un peregrino que no podía hacerse la comida por tener la olla agujereada; sin dudar, Reting se apoderó de ella, reduciendo el agujero con sus manos, como si estuviera hecha de barro tierno.
El Gobierno, por su parte, no desmintió ni confirmó los rumores que corrían; tan sólo algunos iniciados conocían la verdad, y estos guardaban bien el secreto. Durante su gobierno, Reting se había hecho muchos enemigos; se decía que mandó incluso arrancar los ojos a un ministro que no quiso doblegarse a sus mandatos. Había sonado la hora de la venganza. Como siempre, la espada de la justicia cayó sobre algunos inocentes, y los últimos partidarios del antiguo regente fueron desposeídos de los cargos que detentaban. Uno de sus principales lugartenientes se suicidó: este es el único caso de muerte voluntaria de que oí hablar durante todo el tiempo de mi estancia en el Tíbet. El suicidio es contrario a los preceptos de la religión; tal vez el desdichado esperaba algún terrible castigo, ¿alguna mutilación quizás? En todo caso, el Gobierno jamás le habría condenado a muerte. Ya la decisión de bombardear la ciudadela de los rebeldes había dado lugar a apasionadas discusiones en el seno del consejo de ministros, y ni por un momento llegó a pensar el Gobierno en ejecutar a los conspiradores.
Como las cárceles resultaban insuficientes, se encargó a los nobles el alojamiento y la vigilancia de los detenidos.
Durante los meses que siguieron, por todas partes se tropezaba uno con los condenados, llevando los pies sujetos con cadenas y al cuello un cepo de madera. El día que el Dalai Lama subió al trono oficialmente, fueron indultados numerosos presos políticos y comunes.
Casi todos los monjes del monasterio de Sera emigraron a China, lo cual viene a probar una vez más cuán cierto es que los chinos casi nunca son extraños a las revueltas tibetanas.
Los bienes de los rebeldes fueron confiscados y vendidos en pública subasta; las casas y villas de Reting, demolidas, y sus árboles frutales, arrancados y trasplantados a otros jardines. En cuanto al monasterio de Sera, entregado a la soldadesca, fue objeto de un pillaje en toda regla, y, mucho tiempo después, en los bazares de Lhasa aún se ofrecían copas de oro y telas preciosas procedentes del santuario.
Por su parte, Aufschnaiter se compró un caballo que había pertenecido al rebelde y que le resultó muy útil para recorrer las diversas obras que dirigía.
La venta de los bienes de Reting produjo varios millares de rupias que fueron a engrosar el tesoro del Estado. Una parte de la fortuna del ex regente estaba constituida por centenares de fardos de paño inglés y su guardarropa constaba de más de ochocientos vestidos de seda o de brocado. ¡También el Tíbet tiene sus multimillonarios! De origen plebeyo, Reting vio cómo la fortuna le sonreía desde el momento en que, descubierto como Buda Viviente, inició una brillante carrera de lama.
Una vez calmado el revuelo de los últimos sucesos, volvió a reinar la tranquilidad, y las ceremonias que señalan el cuarto mes del año tibetano (mes del nacimiento y muerte de Buda) acaban de borrar el recuerdo de la sublevación.
En el Lingkhor se suceden las magníficas procesiones y los fieles miden con sus cuerpos los ocho kilómetros de la periferia de Lhasa. Por término medio, un peregrino emplea once días en recorrer esa distancia. Se tumba y se levanta unas quinientas veces por día, arrojándose con magnífica indiferencia entre el barro y sobre los pedregales. Sin cesar resuena la fórmula
om mani padme hum
, pronunciada por miles de labios. Todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, sea cual sea su categoría o su título de nobleza, se entregan al mismo ejercicio. Al lado de la mujer de un nómada del Chang-tang, la propia hermana del Dalai se arrodilla en el polvo. Si los vestidos son distintos, el fervor es idéntico. Al final de la jornada, cuando cada uno ha cubierto la distancia prescrita, reaparecen las diferencias de clase: un criado espera a la noble con un caballo y una cena caliente, en tanto que la mujer del nómada se arrebuja entre los pliegues de su manto y busca un rincón donde pasar la noche. Al otro día, cada uno reanuda su reptación en el lugar exacto en que la interrumpió la víspera.
No contentos con tenderse en el suelo, algunos fanáticos conservan siempre los ojos fijos en el Potala y se tienden en la misma dirección perpendicular al palacio del Buda Viviente. No obstante, también allí existen sistemas de transacción con el cielo. A cambio de una retribución, hay «reptantes» profesionales que relevan a los ricos en sus ejercicios de piedad. Por lo visto, el oficio rinde mucho, porque algunos «especialistas» entregan cada año un importante donativo al monasterio de su preferencia.
Un viejo al que los monjes de Sera tienen en gran aprecio por sus liberalidades realiza este circuito de Lhasa cada día ¡desde hace cuarenta años! Entre su clientela se cuentan muchísimos nobles y su método es, cuando menos, muy original: con unos guantes reforzados y cubierto con un delantal de cuero que le llega hasta los pies, toma impulso y se lanza hacia delante lo más lejos que puede.
El día 15 del cuarto mes del año tibetano, aniversario de la muerte de Buda, el Lingkhor se convierte en el polo de atracción de todo Lhasa. Innumerables tiendas de campaña bordean la explanada y los mendigos procuran asegurarse los mejores lugares del itinerario que recorrerá el cortejo. La procesión empieza a formarse a la salida del sol y, exceptuando al Dalai Lama, todos los miembros del Gobierno se disponen a dar la vuelta al recinto exterior. Murmurando plegarias, caminan dignamente entre dos masas de curiosos. Detrás de ellos, sus criados son portadores de sacos de dinero y van distribuyendo monedas de cobre entre los espectadores. Nadie se queda sin su limosna; entre los mendigos reconozco a varios de los trabajadores a mis órdenes. En esta ocasión, la mendicidad está en el orden del día; y de este modo, hasta la noche, va pasando aquella jornada en que no solamente los ricos lhasapas, sino también los comerciantes nepalíes y chinos, rivalizan en generosidad.
No faltan vividores que procuran sacarles los cuartos a los incautos. Aquí un narrador ha colgado unos cromos en la pared y con voz gangosa comenta las ilustraciones, mientras la gente se apiña a su alrededor escuchándolo con gran atención. La historia es la del héroe Kesar, que por si solo mató a mil enemigos. Cuando el histrión ha terminado su relato, entonces hace una colecta. Unos se marchan, otros se quedan y el narrador vuelve a empezar el cuento, o cambia de tema, según la inspiración del momento.
Algunos artífices ofrecen a los transeúntes unas tablillas de pizarra esculpida, que los fieles compran para colgarlas de los mani, pequeños muros de piedra que se encuentran por todas partes en el Tíbet. Algunos tienen varios siglos de antigüedad y los relieves están medio borrados o cubiertos de musgo y de líquenes.
Otros están coronados por ruedas de plegarias. Cada vez que un budista pasa junto a un mani, lo rodea por la izquierda; en cambio, los adeptos de la religión Bon los rodean por la derecha. Estos muros sagrados jalonan las pistas y caminos del Tíbet, igual que los calvarios y capillitas se alzan en nuestros caminos y montañas.
Durante el cuarto mes del año esta rigurosamente prohibido sacrificar ningún animal, lo cual repercute en una disminución de los convites, pues se considerarla una ofensa al invitado ofrecerle una mala comida.
El pueblo bajo, por su parte, se divierte a su manera: todo el mundo se va a la orilla de un estanque, en la parte norte del Potala, en cuyo centro hay una isla con un templo llamado de las serpientes.
La gran diversión consiste en hacerse trasladar a la isla en una canoa construida con pellejos de
yak
cosidos, y, una vez en ella, todos se sientan sobre la hierba y meriendan en familia.
En otoño, el Gobierno nos encarga trazar el plano de Lhasa. Hasta ahora, nadie se había preocupado de hacerlo, aunque en el siglo pasado algunos agentes a sueldo del Gobierno indio parece que tomaron ciertos datos topográficos, pero, careciendo de instrumentos apropiados, los sacaron nada más que a ojo y de memoria.
Aufschnaiter interrumpe su trabajo en los canales, y ambos nos ponemos a la tarea valiéndonos del teodolito de Tsarong y de cadenas de agrimensor, y, procediendo metódicamente, exploramos uno tras otro todos los barrios de la capital. Empezamos siempre por la mañana muy temprano, porque en cuanto los habitantes salen de sus casas se aglomeran a nuestro alrededor y nos estorban enormemente. Dos guardias que nos acompañan obligan a los curiosos a circular, pero siempre hay algún mirón con el ojo pegado al otro extremo de la lente en el preciso momento en que mi compañero mira por el objetivo.