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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (31 page)

BOOK: Siete años en el Tíbet
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En la estancia que me sirve de sala de recepción he hecho poner un escritorio y una mesa de dibujo que un carpintero ha construido según mis indicaciones. Si bien los artesanos del Tíbet son maestros en la reproducción de esculturas o muebles antiguos, en cambio son totalmente incapaces de crear nada. Nadie procura renovar las viejas formas artísticas; ni a las escuelas ni a la iniciativa privada se les ocurre hacer nada por remediar ese estado de cosas.

En una esquina de la sala de estar hay un altar dedicado a los dioses tutelares, al que Nyima consagra una especial devoción. Cada día renueva el agua de los siete platos votivos y llena la lamparilla que arde constantemente ante la estatua de Buda. Yo vivo siempre con el temor a un robo, pues las figurillas que representan a las divinidades llevan diademas adornadas con turquesas auténticas. Por fortuna, mis criados son de una honradez a toda prueba y nunca he echado de menos ni el objeto más insignificante.

Ahora se plantea otro problema: el de la instalación de una ducha. Después de considerar las varias soluciones posibles, resuelvo la cuestión agujereando el fondo de un viejo bidón de gasolina, que después cuelgo en una habitación contigua a la mía. El agua cae sobre las losas del suelo y sale por un agujero de la pared que da al exterior. Esta instalación tan somera y primitiva deja maravillados a mis amigos tibetanos, que no conocen mas que los baños en el Kyitchu, cuyas aguas son heladas incluso en verano. El tejado de la casa, que esta bordeado por una paredilla, resulta el magnifico solárium, pero en este punto tropiezo con la incomprensión general: los Lhasapas desconocen totalmente el baño de sol, y las fotografías de los periódicos ilustrados ingleses y americanos, donde se ve a los veraneantes tostándose sobre la arena de las playas, les llenan de estupor.

Según es costumbre, un mástil de plegarias corona la casa, aunque, prosaicamente, me sirve de palo de antena para mi aparato de radio. Exceptuando estas contadas innovaciones, procuro con el mayor cuidado no variar nada en el mobiliario, y cada cosa sigue en el mismo sitio en que la halle a mi entrada en la casa.

Mi nueva casa se convierte en un verdadero hogar al que me encanta reintegrarme cada noche después del trabajo. Nyima, mi ayuda de cámara, me espera con el té a punto; el ambiente es pulido, tranquilo y confortable. El único detalle enojoso: me cuesta horrores enseñarle a Nyima que no debe entrar a cada momento en la habitación donde me hallo. Aquí es costumbre que un criado que sabe su obligación entre de vez en cuando a ver si su amo lo necesita, si desea una taza de té, etc. Nyima está siempre dispuesto a servirme y me consta que me es muy adicto. Muchas veces, después de haberle mandado que se acueste, lo encuentro esperándome a la puerta de la casa donde he pasado la velada con mis amigos. Armado con un revólver y una espada, piensa protegerme así contra los merodeadores nocturnos. ¿Cómo es posible enojarse por sus atenciones?

Su fidelidad me emociona.

Nyima vive en mi casa con su mujer y sus niños, lo cual me permite comprobar lo mucho que los tibetanos quieren a sus hijos.

Ningún gasto parece excesivo cuando un niño se pone enfermo, y el padre sacrificara incluso todos sus ahorros para pedir el parecer de un lama. No sin dificultades logro convencer a Nyima para que tanto el como su familia se dejen vacunar por el médico de la misión comercial india.

El Gobierno ha puesto a mi disposición un soldado y un palafrenero; además, desde que trabajo en el Norbulingka, tengo derecho a montar un caballo perteneciente a las cuadras del pontífice. Al principio, tenía que cambiar de caballo cada día, pues como los mozos de cuadra son responsables del estado de los animales, bastaba que un caballo regresara cansado para que despidieran a su cuidador.

Al fin consigo autorización para montar el mismo caballo durante ocho días; de este modo, tenemos tiempo de acostumbrarnos el uno al otro. La silla, las cinchas y las riendas son amarillas, como todo lo que pertenece al Dalai Lama.

Para terminar con la descripción de mi casa, la cuadra, la cocina y las demás dependencias se hallan en el jardín, que está completamente cercado. Como soy libre de arreglarlo a mi capricho, dispongo algunos arriates y planto un huerto. Mis amigos vienen a admirar mis plantaciones y, siguiendo el ejemplo de míster Richardson, el jefe de la ex Misión inglesa, cada mañana y cada tarde consagro una hora a cultivarlo. Algunos meses más tarde, los primeros resultados vienen a sobrepasar con mucho mis esperanzas: los tomates, las coliflores y las lechugas son enormes. Lo esencial es regar mucho; la sequedad del aire y la fuerte insolación hacen el resto. La verdad es que el riego constituye un problema, pues no existe conducción de agua, lo cual se suple excavando regatos por los que corre un pequeñísimo hilillo de agua. Me ayudan dos mujeres, especialmente con la escardilla en ristre, pues las malas hierbas también se aprovechan de las óptimas condiciones que he creado. En dieciséis metros cuadrados obtengo una cosecha de doscientos kilos de tomates, algunos de los cuales pesan casi una libra. Las plantas y hortalizas de Europa se darían estupendamente en el Tíbet, a pesar de que el verano es allí más corto que en nuestras latitudes.

La tempestad amenaza

En este fin de año de 1948, el oleaje de la agitación mundial viene también a socavar los cimientos del Techo del Mundo. En China arde la guerra civil. Temiendo que se produzcan desórdenes entre los miembros de la colonia china de Lhasa, y deseoso de conservar la neutralidad, el Gobierno tibetano se decide un día a expulsar a todos los súbditos chinos. La orden ha de ponerse inmediatamente en ejecución.

Con una duplicidad muy oriental, espera el momento en que el operador de radio de la Misión está jugando al tenis para hacer ocupar la emisora; de esta manera, el operador no podrá informar a su Gobierno. Al mismo tiempo, el correo y el telégrafo dejan de funcionar durante dos semanas, de tal modo que en el extranjero corre la voz de que se han producido desórdenes en el Tíbet.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. A los expulsados se les trata con exquisita cortesía, se les ofrecen cenas de despedida y se les cambia por rupias el dinero tibetano a un cambio sumamente ventajoso. Se ponen a su disposición animales de carga y albergues de etapa, y una escolta armada los acompaña hasta la frontera hindú.

No obstante, los interesados no ven las cosas de igual modo y se extrañan de esa medida, en apariencia injustificada, a la cual se les somete. La mayoría regresan a la China del Sur o a Formosa; tan sólo una insignificante minoría se dirige a Pekín, donde se ha instalado el Gobierno de Mao Tse Tung.

Una vez más, la situación es muy tirante entre los dos países y los antiguos odios se reavivan. La China comunista pone el grito en el cielo, declarando que considera la expulsión de sus súbditos como una ofensa a su dignidad. En Lhasa se conoce exactamente la clase de amenaza que un vecino comunista representa para la independencia de la nación: una revolución haría bambolearse los cimientos de la jerarquía civil y religiosa. Las predicciones del oráculo del Estado y varios acontecimientos naturales, entre ellos la aparición de un cometa, se interpretan como indicios de la inminencia de la catástrofe. Por mi parte, tampoco a mí me parece nada tranquilizadora la situación, si bien es verdad que mis razones se basan en motivos mucho más a ras de tierra que los de mis amigos tibetanos.

A fines de 1948, el Gobierno decide enviar al extranjero a cuatro altos funcionarios que realizaran un viaje visitando todas las grandes capitales. Los elegidos son cuatro nobles cuyas ideas progresistas son bien conocidas de todos; su misión consistirá en convencer a la opinión mundial de que el Tíbet no es un país habitado por salvajes sin cultura alguna.

El jefe de la delegación es el secretario de Estado para las Finanzas, Chekabpa, y lo acompañan el monje Changkhyimpa, el comerciante multimillonario Pangdachang y el general Surkhang, hijo del ministro de Asuntos Exteriores. Los dos últimos hablan un poco el inglés y tienen algunas nociones de la vida y costumbres de los países que van a visitar. El Gobierno les proporciona un completo guardarropa occidental, y, con vistas a las recepciones, llevan asimismo vestidos nacionales de seda, escogidos entre los de mayor suntuosidad. El viaje comienza por la India, y, de allí, los enviados se dirigen a China en avión; después de una larga estancia en ese país, tocan en las Filipinas, Hawai y, finalmente, en San Francisco. En los Estados Unidos, la delegación hace numerosas paradas y los gobernantes y otras personalidades políticas reciben a los representantes del Tíbet.

Estos no se cansan de visitar las fábricas, sobre todo las que transforman las materias primas importadas de su país.

Después de América, le toca el turno a Europa. En suma, el viaje dura dos años. Cada vez que llega una carta a Lhasa, toda la ciudad la comenta. Se sabe, por ejemplo, que los rascacielos neoyorquinos han causado gran impresión en los delegados, pero que, de todas las capitales visitadas, es París la que más les gusta. Los cuatro enviados traen consigo unos resultados concretos: nuevos mercados para la lana de
yak
, montones de prospectos de máquinas de toda clase, maquinaria agrícola, telares, cardadoras, etc. Uno de ellos trae incluso en el equipaje un jeep desmontado, que el chofer del decimotercer Dalai Lama se apresura a montar. El vehículo se pasea una sola vez por las calles de Lhasa y luego, ante la extrañeza general, desaparece definitivamente. ¡Un mes más tarde nos enteramos de que su motor hace funcionar las máquinas de la Casa de la Moneda!

El verdadero motivo de la estancia de los delegados en los Estados Unidos ha sido la compra de una reserva de lingotes de oro que transportan a Lhasa unas caravanas guardadas por soldados armados hasta los dientes.

El regreso de los delegados da lugar a innumerables recepciones, pues todos quieren saber los detalles de su periplo. Hace unos meses, Aufschnaiter y yo éramos el punto de mira de la atención general; ahora, también nosotros sentimos curiosidad por conocer las noticias del mundo exterior.

Los cuatro viajeros son de una verborrea inagotable y se hacen lenguas de los automóviles, las fábricas, los aviones, el Queen Elizabeth, las elecciones presidenciales norteamericanas, que tuvieron ocasión de presenciar, y, por supuesto, de… sus aventuras amorosas.

En todos los sitios donde estuvieron los tomaron unas veces por birmanos, otras por chinos o japoneses, pero nunca por tibetanos, y eso los divierte enormemente.

Desde la marcha de los delegados, la situación en Asia ha cambiado totalmente: al sur del Tíbet, la India se ha convertido en Estado independiente, y al este, los comunistas ocupan la totalidad del territorio chino.

En Lhasa se halla en el primer plano de la actualidad la visita que el Dalai Lama se dispone a hacer a los principales monasterios del país.

La «tournée» de los monasterios

Antes de su mayoría de edad, todo Dalai Lama debe hacer una visita a los monasterios de Drebung y Sera, cercanos a la capital, y someterse a un examen, una especie de larga discusión sobre temas religiosos. Durante varios meses, Lhasa se consagra a los preparativos del viaje y los monjes de Drebung construyen junto al monasterio un palacio destinado a alojar al pontífice.

El cortejo se extiende a lo largo de los ocho kilómetros que separan el Potala del monasterio; los nobles, a caballo, seguidos por sus criados, forman la vanguardia; luego viene Buda Viviente en su litera. Los cuatro priores le aguardan a la puerta del monasterio y lo acompañan hasta el pabellón dispuesto para el. Semejante acontecimiento hace época en la vida de un monje, pues, sobre un total de diez mil religiosos, los privilegiados que lo presenciarán dos veces son escasísimos.

Yo también formo parte de la expedición: unos amigos me han invitado para hacer con ellos esta excursión en el cortejo del pontífice, y aprovecho encantado esta oportunidad de visitar la ciudadela del budismo lamaísta. Hasta ahora, como cualquier simple y vulgar peregrino, sólo había podido lanzar alguna que otra ojeada furtiva en sus templos y jardines.

En cuanto llegamos, Pema, un monje al que conocí en Lhasa, me conduce a la celda que ocuparé durante mi estancia aquí. El novicio, que está a punto de pasar el examen de teología budista, me sirve de cicerone y me explica la organización de esta ciudad exclusivamente habitada por religiosos. En ella todo es distinto de cuanto vimos hasta ahora: después de cruzar las enormes murallas, uno se siente transportado varios siglos atrás. Nada recuerda la época actual.

Los macizos muros están impregnados del nauseabundo olor a manteca rancia y la mugre que en ellos han ido depositando las innumerables generaciones de monjes.

Cada casa alberga a cincuenta o sesenta hermanos que viven en celdas individuales, y en cada piso hay una cocina a la que van a buscar su comida los habitantes de las celdas vecinas. Los placeres de la mesa son los únicos a que puede aspirar un monje tibetano.

No posee nada en propiedad, a excepción de una lámpara de manteca y un amuleto o una pintura sobre seda, de asunto religioso; en su celda no hay mas que un camastro por todo mobiliario. El monje está obligado a obedecer en cualquier circunstancia, ciegamente y en el acto.

Cuando un muchacho entra en el convento, se viste con la túnica morada que ya no abandonará en toda su vida. Al principio, sirve a su gurú y se dedica a las tareas más humildes; luego, si se muestra inteligente y asiduo, le enseñan a leer y escribir, y a continuación empieza los estudios de teología, sufriendo una serie de exámenes.

Son muy escasos los privilegiados que logran «introducirse», y la mayoría pasan toda su vida de hermanos legos. Después de cuarenta años de estudio, los elegidos pasan los exámenes finales; únicamente estos serán quienes ocupen los altos cargos de la Iglesia lamaísta.

Los grandes monasterios, como el de Drebung y el de Sera, son, pues, las escuelas de teología, los viveros de la administración eclesiástica, en tanto que los Tsedrung cuidan de la formación de los monjes-administradores encargados del gobierno.

Los exámenes de fin de curso se celebran una vez al año en el gran templo de Lhasa, y los candidatos tibetanos no pasan nunca de veintidós. Unas interminables discusiones sobre diferentes puntos del dogma y de la doctrina budista los enfrentan a los profesores del Dalai Lama; los cinco mejores son destinados a los más altos cargos eclesiásticos y los demás pasan a ser profesores en los pequeños monasterios. El número uno puede elegir entre llevar vida de ermitaño o bien ocupar un cargo público que, de escalón en escalón, puede elevarlo incluso hasta la regencia. Este caso es, ciertamente, excepcional, porque, en principio, tan sólo un Buda Viviente puede ocupar ese cargo, el más alto del Estado; no obstante, en el Tíbet ha habido varios regentes que no eran ni nobles ni reencarnaciones de Buda.

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