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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (13 page)

BOOK: Siete días de Julio
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—No lo soy. —Se aventuró a revelarle lo más personal—: Acabo de llegar a Barcelona después de estar preso desde el fin de la guerra.

—¿Estuvo preso? —vaciló el hombre.

—Sí.

—¿Dónde?

—Un par de cárceles antes de la pena de muerte y luego trabajando en el Valle de los Caídos.

Era un envite, pero le salió bien.

—Yo estuve cinco años en la Modelo. A mi edad, ya ve. Malditos hijos de puta.

Aquello les hermanaba.

—Créame que lamento estar aquí, remover su dolor, hacerle preguntas, pero usted es todo lo que tengo.

—La policía no me habló para nada de eso que usted dice.

—¿Nadie vio nada?

—No. Era una hora de mucha afluencia. Cada cual iba a lo suyo.

—Así que para ellos fue…

—Un accidente, sí.

—¿Veía mucho a su hija?

—No —fue contundente.

—¿Estaban distanciados?

—Su… llamémosle trabajo no era precisamente agradable. —Tuvo un primer atisbo de emoción, con brillos y humedad en los ojos, antes de volver a toser, con estrépito.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, no es nada. Siga.

—Cuando Celia murió, ¿hacía mucho que no la veía?

—Meses.

—Pero usted la quería.

—¿Tiene usted hijos?

—Uno. Murió en el Ebro.

—Nunca salen como queremos. —Se miró la punta de los zapatos—. Chocamos, discutimos, nos peleamos con ellos… Pero son nuestros hijos, para lo bueno y lo malo. Yo adoraba a Celia, ¿sabe usted? La adoraba. Era especial, tan bonita, como su madre. Y también tan terca como ella. —Apretó las mandíbulas—. Quería vivir bien, comer caliente, tener vestidos, divertirse, y la única forma de hacerlo era… Bueno, ya está. —Se encogió de hombros—. A esto es a lo que hemos llegado con esta guerra, a que nuestras hijas…

—Las amigas de Celia afirman que su hija era una chica risueña, feliz, llena de vida.

—Entonces, ¿quién querría hacerle daño?

—¿Conocía a alguno de sus amigos?

—No, a nadie. Oiga, ¿tiene algún indicio que pruebe que la pudieran matar? —Se rindió a la preocupación y el desasosiego por primera vez.

—Un hombre la contrató para hacer que se pareciese a determinada mujer. En realidad Celia ya se parecía mucho a ella. Ése fue el motivo de que la contratara. Después la hizo vestirse igual, adoptar una nueva forma de ser, y finalmente la puso en el camino de un tal Álvaro Gomis, un industrial textil. ¿Le suena el nombre?

La respuesta fue muy rápida. Demasiado rápida.

Tanto como el impulsivo gesto de la mano derecha o la leve crispación facial que acompañó su negativa.

—No.

—Por lo visto Celia era casi la doble de la esposa muerta del señor Gomis.

—¿Y el hombre que la contrató?

—No se sabe nada de él.

—Si alguien hizo lo que usted dice o sus amigas sospechan —se esforzó en no emplear la palabra «asesinato»—, es evidente que fue uno de ellos.

—¿Por qué?

—¿Cuándo pasó todo eso de que me habla?

—Poco antes de su muerte, sí.

—Entonces está claro. Investígueles a ellos. Dé con Gomis y lo más probable es que él le lleve al otro.

—En realidad he venido primero a verle a usted por algo.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Le dieron las cosas de su hija.

—Sí.

—¿Dónde las tiene?

—Aquí, en la que fue su habitación, ¿por qué?

—¿Podría verlas?

Se echó para atrás en su silla.

—¿Verlas? Ni siquiera lo he hecho yo. No he podido. La idea de que encima un extraño revuelva eso…

—Podría ser importante, señor Arteta.

—No hay más que ropa, efectos personales —se resistió.

—Sólo un vistazo.

Se tomó su tiempo. Tres, cuatro, cinco segundos. Finalmente se levantó y Miquel Mascarell imitó su gesto. El hombre caminó hasta la primera puerta de la izquierda, la abrió y prendió la luz, porque la que se colaba por la ventana era muy débil pese a la claridad del día. Sobre una cama individual había un montón de ropa femenina no precisamente bien puesta o arreglada y dos cajas de cartón no muy grandes. En la primera se veían adornos, cajitas con recuerdos, un joyerito. En la segunda algunos libros.

Y una fotografía visible en el lado derecho.

Solitaria y perdida.

Como si no perteneciera al conjunto o hubiera sido añadida a última hora. Miquel Mascarell la cogió antes de que Florencio Arteta pudiera impedírselo.

La mujer de la imagen era muy parecida a la del retrato que llevaba en el bolsillo, pero tenía más edad, más carácter. Destilaba un influjo, una fuerza y una personalidad de la que carecía su doble.

—¿Celia? —Se la enseñó a su padre.

—No.

—Sin embargo el parecido es asombroso.

—Entonces, ¿ésa era la mujer del tal Álvaro Gomis?

—Eso creo.

—¿Quién podría tomarse tantas molestias como para presentarle a una mujer parecida a su difunta esposa? ¿Tal vez un buen amigo?

—Por lo que me han contado, Gomis cayó. Pudo enamorarse de su hija, rememorar el pasado, volver a sentir lo que sintió con su mujer. Ése tuvo que ser el objetivo del instigador de todo el asunto, aunque no sé con qué fin.

Hizo ademán de ir a registrar las cajas.

—No, por favor —se lo impidió Florencio Arteta.

—¿Y si hay algo que…?

—No toque eso, se lo ruego. Si la mataron no iban a dejar pistas, ¿no le parece?

Le pedía que respetara su memoria.

Y sin embargo…

Miquel Mascarell miró las dos cajas, los vestidos. Como policía sabía que los detalles contaban, y que en un asesinato, si lo era, hasta los más ínfimos solían ser en muchas ocasiones la clave de todo.

—Piense en Celia.

—Es lo que hago. Por favor…

Apagó la luz y esperó a que saliera de la habitación tras dejar la fotografía de la mujer. No hubo lugar a réplica. Luego cerró la puerta y los dos regresaron a la sala, uno molesto y el otro con mal sabor de boca. No se sentaron de nuevo. Esta vez Miquel se fijó en otros aspectos del piso, como por ejemplo las fotografías de la mesita ratona y del aparador. En unas pudo ver a un joven Florencio Arteta con una mujer morena y dos niños pequeños. En otras volvía a aparecer él, mayor, pero con otra mujer distinta y una niña también pequeña, como de ocho o nueve años.

El silencio después de que fuera obligado a salir de la habitación era demasiado ostensible, así que intentó superarlo.

—Tiene suerte —suspiró.

—¿Por qué?

—Conserva fotografías de su vida.

—¿Usted no?

—No —repitió el suspiro con más profundidad—. No me dejaron llevarme nada, y aunque hubiera podido, posiblemente lo hubiese perdido todo o me lo habrían quitado para quemarlo delante de mí o cualquier otra barbaridad.

—Yo estuve exiliado en el sur de Francia. —Florencio Arteta parecía haber recuperado las ganas de hablar—. Los franceses fueron unos hijos de puta. En Argelès éramos más de ochenta mil españoles muertos de hambre y frío, humillados como perros. Peor, imposible. Nos trataron como apestados. Se dice que salimos de España medio millón. —La cifra le pesó como una losa en los labios—. Recuerdo aquella playa, cercados con alambres, custodiados por unos negros más crueles que los blancos, congelados, y cómo hacíamos sopa con la arena. —Su rostro se ensombreció aún más—. ¿Se imagina?

—¿Por qué regresó?

—Lo hicimos varios, hartos de aquello. No había demasiadas salidas. Nos querían mandar a los batallones de trabajo y cosas así. Luego estalló la guerra mundial y muchos acabaron en ella. Para morir fuera, mejor hacerlo aquí.

—Sobrevivió.

—Cinco años de cárcel, ya se lo he dicho. No tenía delitos de sangre, ni había combatido. A mis años…

Miquel Mascarell volvió a mirar las fotografías.

Dos mujeres distintas.

Dos hijos y una hija.

No estaban mezclados unos con otros.

—Fue mi primera esposa, Manuela. —El padre de Celia señaló una de las imágenes, la de la mujer morena y los dos niños—. Roberto, el mayor, murió de leucemia. Carlos, el menor, de paperas. Ella no lo soportó y se suicidó. Se ahorró un sufrimiento atroz, pero me dejó solo con el mío. Entonces conocí a Carmelina y volví a casarme. —Dirigió su dedo índice a la segunda mujer—. Me ganaba bien la vida. Tenía un buen trabajo, amigos, contactos, relaciones. Vivimos un tiempo muy hermoso hasta que la guerra me golpeó por segunda vez. Mi mujer murió en un bombardeo y a Celia la mandé con unos amigos que vivían en Canet de Mar, para salvaguardarla. El final de la guerra lo precipitó todo. Huí, y cuando regresé y salí de la cárcel…

No tuvo que terminar la frase.

Celia había crecido, era casi una mujer, y lo mismo que Patro, había tenido que sobrevivir sola.

—No se atormente por ello.

—Cuando se viven dos vidas, y ambas se pierden, no es que quede mucho. Dos esposas, tres hijos. Todos muertos.

¿Cómo podía uno levantarse cada mañana con semejante peso?

—He de irme. Le agradezco que haya hablado conmigo.

Florencio Arteta no dijo nada. Inició el camino de regreso al recibidor de su piso.

No se detuvo hasta llegar a la puerta.

—Vendré a verle si averiguo algo —le prometió Miquel.

—Se lo agradeceré.

—Gracias. —Le tendió la mano.

El hombre la contempló unos instantes. Parecía envuelto en sus propios pensamientos, o atravesando una especie de tormenta interior.

Rompió aquella catarsis al estrechársela y mirarle a los ojos.

—Hay algo que…

—Diga —tuvo que alentarle.

La pausa fue breve, pero dramática.

—Mi hija estaba embarazada, señor Mascarell.

Trató de recibir la inesperada noticia con entereza.

—Nadie me lo había dicho.

—Sus amigas no debían de saberlo, claro. Quizás ella misma acabara de enterarse hacía poco. El médico me lo reveló a mí en el hospital después de examinar sus restos.

—¿De cuánto…?

—Dos meses.

El nuevo silencio fue menos grave. Dejaron de darse la mano y Florencio Arteta abrió la puerta. Miquel Mascarell salió al rellano. Desde él miró el seco rostro de su anfitrión.

—Encuentre al padre y si la mataron probablemente encontrará al asesino —masticó cada una de sus palabras el hombre.

Fue lo último que escuchó de sus labios.

Pero el eco de su voz se mantuvo un buen rato mientras caminaba por la calle Poeta Cabanyes de regreso al Paralelo.

17

Se metió en un bar y pidió directamente el listín telefónico. El camarero se lo entregó esperando que consumiera algo. Se hizo el despistado y el hombre se resignó volviendo a lo suyo. El teléfono estaba al final de la barra, pero no pensaba utilizarlo.

Encontró un Gomis Raspal con la letra A como inicial del nombre y unas Hilaturas Gomis. La dirección particular quedaba en Rambla de Cataluña. La de la fábrica, en Pueblo Nuevo. Tomó nota de las dos y regresó a la calle no sin darle al camarero las gracias.

Llegó al cercano Raval en unos pocos minutos, caminando despacio, sin prisa, y descubrió que allí, por lo menos, el tiempo no había pasado. Las mismas casas, los mismos espacios, los mismos rincones, las mismas callecitas angostas y ausentes de sol, los mismos rostros de antaño…

La taberna también estaba donde siempre, en la esquina de Nou de Sadurní con San Rafael.

Y el Lorenzo, su dueño, detrás de la barra.

Cuando le vio entrar por la puerta, se quedó como si acabase de aparecérsele un fantasma. Dejó de lavar el vaso que tenía entre las manos y dilató los ojos a causa de la sorpresa.

—¡Inspector!

—Hola, Lorenzo, ¿qué tal va todo?

—Coño, ¿cómo que «Hola, Lorenzo, ¿qué tal va todo?» ¿Ya está? ¿Regresa de Dios sabe dónde y eso es cuanto tiene que decir? ¡La madre que lo parió! ¿De qué parte del mundo me sale usted?

—Del más allá —dijo y forzó una sonrisa de compromiso.

—¡Y que lo diga, porque del más acá seguro que no! ¡Le creía fiambre! —Le escudriñó atentamente y apreció la ropa y el aspecto—. ¡Y tan trajeado, válgame la Moreneta! ¿Se ha hecho adicto?

—A ti te van a hacer adicto como hables así.

—¡Viva Franco! —soltó un latigazo verbal mientras ponía el brazo en alto y se cuadraba exhibiendo una malévola sonrisa de oreja a oreja.

—Qué huevos tienes, Lorenzo. —Miró a derecha e izquierda por si acaso.

Los únicos tres clientes de la taberna, uno en la barra y dos en una mesa, también sonrieron, como si el dueño del local acabase de contar un chiste.

—Venga, siéntese en aquella mesa, que ahora le llevo un vino. —Recuperó la normalidad el hombre.

—¿Tienes vino?

—Yo tengo de todo. ¡Conmigo no puede ni una guerra!

Hizo lo que le decía. La mesa era la más apartada del pequeño, oscuro y oloroso local. Sobre todo oloroso. Los vapores alcohólicos no habían desaparecido pese a que se imaginó que la austeridad impondría sus normas y sus leyes. El cliente de la barra ni se dignó volver la cabeza. Los dos que ocupaban una de las mesas sí, hasta que se sentó en una silla, de cara a la puerta, y sacó el periódico del bolsillo de la chaqueta para que no se la arrugara. Entonces perdieron todo interés por él. Lorenzo acabó de secar otro par de vasos. Luego agarró una botella con una mano y un vaso limpio con la otra y salió de detrás de la barra. Cojeaba como siempre, con una pierna más corta que la otra, pero de aspecto estaba igual: mediana estatura, complexión débil, cuerpo delgado, ojos saltones y orejas de soplillo.

El alcohol tanto conservaba un órgano en un hospital como a un tabernero en su taberna.

—Bueno, ¿qué me cuenta? —Se dejó caer en la silla frente a él mientras depositaba la botella y el vaso en la mesa—. Muchos años, ¿no?

—Bastantes.

—Desde el 39.

—Sí.

—¿Y mal?

—Fatal, Lorenzo, fatal.

—El caso es que puede contarlo.

—Para lo que hay que contar…

—Tómese un vinito, va. Invita la casa. —Escanció el rojo líquido en el vaso.

—Puedo pagarlo, no te preocupes.

—¿A que le echo a patadas? Bueno, teniendo sólo una pierna eso es complicado, pero le echo igual.

Miquel Mascarell se llevó el vaso de vino a los labios. Era peleón, pero bueno.

Nunca había bebido mucho, y menos aquellos años, pero en la taberna de Lorenzo era imperdonable no hacerlo.

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