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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (12 page)

BOOK: Siete días de Julio
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—En todas partes cuecen habas —afirmó.

La guerra civil en Grecia ocupaba más de la mitad de dicha portada, con tres fotografías muy dispares. Una de un desfile de las tropas regulares, con sus curiosos uniformes con faldas, otra del ejército, ya con traje de campaña, dirigiéndose al frente para luchar contra las brigadas internacionales y los guerrilleros, y una tercera, la más grande, con un pie significativo: «Comunistas arrestados en El Pireo por la policía. En camiones son trasladados a los muelles, para embarcarlos con destino a las pequeñas islas de las costas, hasta esperar los juicios que los han de sentenciar».

La última frase era harto precisa: «… los juicios que los han de sentenciar».

Directamente sentenciados.

—¿Le interesa la política? —le preguntó a la dueña de la pensión.

—De algo hay que hablar, ¿no? Si sólo lo hacemos de lo mal que estamos aquí…

Las otras dos instantáneas, en la parte inferior de la portada, mostraban la actualidad de la India y la del Vaticano. En esta última el Papa contemplaba una cámara de televisión.

El último gran invento. Había oído hablar de él.

Franco era capaz de ponerles una cámara a todos los españoles para espiarles.

—Eso de tener algo así como el cine en casa… Asusta, ¿verdad? Suena diabólico —le comentó la señora Rosa—. No sé a dónde iremos a parar con tanto progreso. Aunque de aquí a que estas cosas lleguen a España…

—Todo llega antes o después, lo bueno y lo malo, y el orden depende de las circunstancias y del lado que esté uno.

—Pues yo, si aún estoy viva, preferiré la radio. Una puede ir haciendo cosas mientras la oye, que lo otro… Si hay que estar sentada como un pasmarote, ya me dirá quién va a trabajar.

Iba a dejarla de una vez cuando ambos oyeron el contoneo armónico de unos zapatos bajando la escalera. La aparición de la mujer de la habitación número 7 impidió la despedida. Vestía con la misma dignidad ajada del día anterior, ropas a la moda de una década antes, o más, quizás de la primera mitad de los años treinta. El maquillaje era excesivo, los ojos marcados, los labios de nuevo muy rojos. La recién llegada hizo lo mismo que él, dejar la llave en el mostrador, dar los buenos días, recibirlos, y, con más fortuna, alcanzar la calle para doblar a mano derecha, en dirección a las Ramblas.

Miquel Mascarell y la señora Rosa guardaron tres segundos de silencio.

—Se llama Gloria Miserachs —le informó de pronto ella.

—Tuvo que ser una gran dama.

—¡Oh, sí! —asintió con énfasis—. Por lo que sé, enviudó dos veces, atesoró una fortuna, y luego, con la guerra, lo perdió todo… o casi. Fue amante de alguien muy gordo y se salvó por los pelos.

—¿Por qué dice que lo perdió todo… o casi?

—Creo que salvó algunas joyas y luego las vendió o las empeñó, no estoy segura. A mí me paga puntualmente y es todo lo que me interesa. Mientras sus ahorros le permitan sobrevivir… Es una mujer discreta y poco habladora, no se mete en problemas. Pero es muy solitaria. Suele pasarse horas en el café que está frente a nuestra calle, en las Ramblas. También va mucho al cine. Una vez me dio a zurcir unas medias y le aseguro que eran de lo mejorcito que he visto. Suaves a más no poder.

No quería seguir conociendo los secretos íntimos de nadie. Y se figuró que por la misma regla de tres, a su vecina podía contarle los suyos.

—He de irme.

—Hace un día precioso.

Salió al exterior y caminó por la calle Hospital hasta las Ramblas. Gloria Miserachs se estaba sentando en la misma mesa del día anterior. Esta vez sus ojos no se encontraron, así que continuó su marcha buscando a derecha e izquierda lo que más le interesaba en ese momento.

Lo encontró en la calle Canuda.

Un barbero.

Salió quince minutos después, afeitado y con un buen corte de pelo. Se sintió mucho mejor. Tantas veces había añorado algo así, simple y sencillo, que poder llevarlo a cabo se le antojó un placer único. Cruzó las Ramblas y se metió en la sastrería Modelo. Su aparición fue saludada por un empleado circunspecto que le miró de arriba abajo, sin duda desaprobando su maltrecha vestimenta.

—Necesito un traje —fue directo y conciso.

La cara le cambió al momento.

—¡Oh, desde luego, señor! A medida, por supuesto.

—Me temo que no puedo esperar. Lo necesito con urgencia, ya ve —dijo, y se señaló a sí mismo.

—Entiendo, sí. —El hombre le escrutó con ojo crítico.

Un traje a medida podía costarle entre cuatrocientas y seiscientas pesetas. No estaba tan loco. Y cuando acabase el verano necesitaría mucho más que eso: uno para el invierno, y un abrigo, para no morirse de frío.

—¿Tiene idea de lo que pueda gustarle en cuanto a textura, calidad…? —le preguntó el empleado.

—El gusto se lo dejo a usted —fue aún más directo—. El presupuesto sí es mío y ronda las doscientas pesetas.

Salió a los diez minutos llevando ya puesto su traje nuevo, sencillo, con el viejo envuelto bajo el brazo. Le costó doscientas veinticinco pesetas. La camisa aparte. Lo último, unos zapatos cómodos, para caminar, los consiguió en la Puerta del Ángel.

Cuando regresó a la pensión para dejar todo lo viejo, la señora Rosa se quedó con la boca abierta.

—¡Huy, Dios mío, si parece usted un marqués!

—Déjelo en conde.

—Le veo de buen humor.

—No sabe lo que hace un afeitado y un corte de pelo, amén de una apariencia más razonable. Creo que olía a presidiario.

—No tanto. Pero sí, así está muy bien.

Subió a su habitación para dejar los paquetes con el traje viejo, la camisa y los zapatos. Los calcetines seguían siendo aprovechables, y desde luego nadie iba a reparar en ellos. Había prescindido de una corbata por el calor. Ya no era el inspector Mascarell. Era Miquel Mascarell, el civil.

Indultado y sin trabajo.

Le quedaban casi setecientas pesetas de las mil llovidas del cielo, amén de la miseria que le habían dado al ponerle en libertad.

Mantuvo las quinientas en su escondite de la maleta y volvió a salir de la habitación llevándose el resto. Pasara lo que pasase, sería suficiente.

En el momento de salir al pasillo, con más ánimo de lo habitual, se tropezó por segunda vez en el día con su vecina.

En esta oportunidad casi chocó con ella.

—¡Oh, lo siento, perdone! —se excusó de inmediato aunque sólo había sido un roce.

—No tiene importancia. Está oscuro.

—Quería saludarla de todas formas y… bueno, quizás pedirle perdón.

—¿Por qué?

—Usted duerme en la habitación contigua, y creo que a veces ronco. Si la molesto…

—Hasta ahora no ha sido así. —Su voz mantenía aquel tono grave, digno—. De todas formas yo suelo dormir con tapones en los oídos, señor…

—Miquel Mascarell. —Le tendió la mano y le estrechó la suya haciendo un leve gesto con la cabeza, de arriba abajo.

Supo que ella lo había apreciado.

—Gloria Miserachs, aunque imagino que ya lo sabe. Le he visto hablando con la señora Rosa.

—Me temo que sí.

—Le habrá contado cosas.

Se encogió de hombros sin comprometerse a nada.

—Es una chismosa —reconoció la mujer—, pero también una buena persona, de confianza. No viviría aquí si no lo fuera.

—A mí también me lo parece.

—¿Se quedará mucho tiempo? —Estudió su traje, miró sus zapatos.

—Soy de Barcelona. He vuelto después de muchos años.

—Entiendo —asintió—. Yo ni siquiera sé si he vuelto o es que jamás me fui, aunque eso implicaría haber vivido dos vidas. —Volvió a estudiar su aspecto, ahora el corte de pelo, el perfecto afeitado—. Sé que fue policía.

—Inspector.

—Quizás conociera a Arturo Molins, mi primer marido, o a Enrique Mora, mi segundo esposo.

—Me temo que no.

—Lástima —arrió velas revestida de su constante dignidad.

—Nos veremos por aquí, imagino.

—Claro.

—Si ronco… dígamelo, ¿de acuerdo?

—Lo haré, descuide.

—Ha sido un placer.

—Gracias, lo mismo digo.

Gloria Miserachs introdujo la llave en la cerradura de su puerta. Miquel Mascarell comenzó a bajar la escalera.

Esta vez consiguió dejar la llave sobre el mostrador antes de que la señora Rosa emergiera de las profundidades del otro lado de la cortina de lágrimas.

16

La última casa a mano izquierda de la calle Poeta Cabanyes era un edificio de tres plantas pegado a las estribaciones de la montaña de Montjuïc. No había portería y la puerta de la calle estaba abierta, así que se coló en su interior, subió al primer piso y llamó al único timbre del rellano. Una mujer mayor, una anciana de ojos grises como una nube, le dijo que el señor Arteta vivía en el tercero. Enfiló las escaleras, pulsó el nuevo timbre y aguardó una decena de segundos antes de repetir su gesto. Una vez comprobado que no había nadie en el piso regresó a la calle y se encontró con la duda de si esperar e intentarlo de nuevo un rato después o irse y regresar por la tarde.

No tenía nada que hacer, así que decidió lo primero.

Aunque Florencio Arteta quizás trabajase, y en ese caso… Caminó por Poeta Cabanyes hasta el Paralelo y contempló la gran avenida del ocio barcelonés, la de los teatros y las emociones. Pensó que tenía que ir alguna noche, ver un espectáculo, antes de que se le terminaran aquellas mil pesetas caídas del cielo. Y si una entrada en el Apolo era demasiado cara, por lo menos meterse en un cine, recuperar aquella sensación de placer en la oscuridad, viendo las mentiras de unos personajes inventados por alguien, con finales casi siempre felices en los que los malvados sucumbían ante la ley. Quimeta y él solían ir al cine cada semana, o casi.

Las películas formaban parte de su historia. Al teatro iban menos, porque requería de otro ritual y por el precio.

Fue a un quiosco y compró La Vanguardia.

Si en el ejemplar del día anterior, el que había visto en la pensión, se hablaba de la guerra civil en Grecia, en el del día las cosas no eran mejores. Otra guerra, otro país, aún más lejano: Indonesia. Holandeses e indonesios habían desatado las hostilidades en las dos islas más grandes del archipiélago, las de Java y Sumatra. El mundo seguía abierto a todo tipo de problemas, encajando país a país en el nuevo orden internacional después de la profunda marea dejada por la Segunda Guerra Mundial y el reparto del mundo por las nuevas grandes potencias. Un nuevo mapa de Europa, infiernos desatados en lugares lejanos e insospechados, nuevas independencias, Asia y África convertidas en polvorines después de que los colonialismos se estuviesen desmoronando uno a uno.

Se guardó el ejemplar en el bolsillo, doblado, y retornó a casa de Florencio Arteta para hacer lo que no hizo la primera vez: preguntarle a la señora del primer piso si el padre de Celia trabajaba, si conocía sus horarios. Eso al menos clarificaría el panorama.

Trepó por la empinada calle de nuevo y en esta ocasión se cansó aún más que la primera. Luego acompasó la respiración y subió al tercer piso. Nada más pulsar el botón del timbre escuchó una tos al otro lado y un rumor de pisadas.

Florencio Arteta era un hombre mayor, muy mayor. Con una hija joven lo había imaginado de menos edad. De cuerpo alargado, reseco, rostro enjuto y ojos inmersos en las cuencas, más parecía un cadáver ambulante que otra cosa. El escaso pelo que coronaba su cabeza formaba hebras deshilachadas que parecía no molestarse en peinar. Acababa de llegar de la calle, porque llevaba puesta una chaqueta no precisamente liviana y sudaba. En el momento de abrirle la puerta y mirarle tosió por segunda vez, así que tardó en hacer la pregunta de rigor porque casi se atragantó al esforzarse en intentarlo.

—¿Sí?

—Me llamo Miquel Mascarell —fue al grano—. Quería hablar con usted acerca de su hija Celia.

El nombre actuó como revulsivo. Tragó saliva, frunció el ceño, enderezó un poco el cuerpo y endureció la mirada.

—¿Para qué quiere hablar de mi hija?

—Es importante.

—¿Importante? —pareció dudarlo—. ¿Es policía?

—No.

—Entonces váyase. —Hizo un primer intento de ir a cerrar la puerta.

—Cuando digo que es importante no me refiero sólo a mí, señor Arteta.

—¿Se acostaba con ella? —Apretó los puños sin disimulo—. ¿Era uno de esos bárbaros? ¡Tenía sólo veintidós años, maldita sea! ¡Veintidós!

—Me han contratado sus amigas.

No tenía ninguna excusa, ni siquiera la había preparado, así que dijo lo primero que se le ocurrió.

Funcionó.

Florencio Arteta cedió en su impulso.

—¿Por qué?

—¿Puedo pasar?

—No. Dígame por qué le han contratado sus amigas.

—Piensan que pudo ser asesinada.

Lo acusó igual que si le hubiera propinado un directo al plexo solar.

—¿Cómo… ha dicho?

—Hay indicios que podrían corroborarlo.

—¿Qué indicios?

—Usted lo ha dicho: tenía veintidós años, era joven, disfrutaba de la vida. Ellas están seguras de que no se cayó al metro, ni tampoco se tiró. Alguien debió de empujarla.

Había atravesado sus defensas. Había logrado interesarle. Celia era su hija. Prostituta o no, era su niña. O, por lo menos, eso creía.

El hombre continuó atravesándolo con la mirada.

Luego se fijó en su ropa.

Y se rindió.

—Pase.

Obedeció su invitación. Dio dos pasos, se detuvo en el pequeño recibidor y permitió que el dueño de la casa cerrara la puerta y le precediera por un breve pasillo lleno de sombras. No había cortinas. No había nada. Tres puertas cerradas y poco más. Desembocaron en una sala no muy espaciosa con una mesa, dos sillas, dos butaquitas, un aparador y algunos retratos diseminados por él y otra mesita más pequeña, ratona, situada en un ángulo de la pared, entre las dos butaquitas desgastadas. Los ventanales daban al exterior, a la calle.

—Siéntese.

Lo hizo en una de las dos butaquitas. Florencio Arteta ocupó una de las sillas, de cara a él. Su aspecto no había cambiado para nada; seguía mirándole con expresión torva y desconfianza.

—¿Y usted qué pinta en todo esto?

—Fui policía, antes de la guerra.

—¿Por eso le han llamado las… amigas de mi hija? —remarcó la palabra «amigas».

—Sí.

—Entonces es que es cliente de ellas —insistió en su reproche.

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