Sin entrañas (17 page)

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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

BOOK: Sin entrañas
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Quedan los jóvenes, se dice Diana Dial. Y nosotros. Aprieta el brazo de su amigo. Joy y Yara también.

—Qué lástima —susurra la detective—. Porque es una hermosa noche.

Fattush sabe a qué se refiere. Cuánto mejor sería quedarse a solas los dos en las hamacas, bajo las estrellas, pasándose información o avanzando teorías y recogiendo redes, germinando ideas el uno en el otro.

—Ánimo —dice él—. Esto es un sarcófago flotante, pero ya nos falta menos para encontrar la solución.

—Eso espero. De momento, los cabos están sueltos. ¿Es posible que me falte la inspiración, mi famoso, ejem, mi instinto, cuando más lo necesitamos? Instalémonos en algún sitio en donde pasemos desapercibidos, y desde donde podamos comentar sin ser escuchados. Y, por todos los dioses, encarga tragos fuertes. Buena falta nos van a hacer. Estos cantantes egipcios, cuando toman carrerilla, son casi tan interminables como los japoneses, aunque mucho más cercanos a nosotros, como es natural.

—Ah. En seguida vuelvo. —Fattush parece haber olvidado algo importante en su camarote.

Tras dejar a la detective apoltronada ante una mesa alejada de la barra —un semicírculo de madera dispuesto como un delantal en torno a la rechoncha chimenea— y preparándose, recelosa, para el transcurrir de la velada, el inspector se escabulle. Emerge poco después, con una botella de Macallan doce años en la mano. Dial la examina al trasluz.

—No puede ser la misma de anoche.

—No lo es —concede el otro—. Vine con suficientes reservas, tranquilízate. Todo lo que dejan pasar los píos aduaneros.

Una buena propina alquila la complicidad del camarero, que se apresura a traerles vasos y agua.

—Casi me mato —comenta el policía—. Qué manía con la limpieza. En cuanto el último de nosotros ha llegado aquí arriba se han lanzado a las escaleras, cargados de agua y detergente. Baldean más que en mi país, que ya es decir. No sé cómo no se les pudren los peldaños.

—Deben de utilizar un producto especial para maderas nobles —comenta distraídamente Dial, que lucha con el precinto de la botella.

Un foco se ilumina en lo alto del puente y, a su conjuro, surge Roxana, como una gigantesca muñeca de feria.

—¡Chissssssssst! ¡Callaos de una vez! ¡Silencio! ¡Qué mala educación! —trona, en pie junto a la barra, crecida por la utilización de un micrófono de mano, al que propina sincopadas sacudidas—. ¿Probando? ¿Probando?

Prosigue la falsa lady:

—Espero que el sonido sea perfecto, hemos traído expresamente el equipo. Ya sabéis que en este exquisito buque antiguo fabricado al vapor no se permiten actuaciones como en los cruceros ordinarios, que salen mucho más baratos.
Monsieur le Directeur
, que es un
amour
, ha accedido con placer a celebrar el maravilloso concierto de esta noche, y se ha puesto totalmente a nuestra disposición. ¡Un aplauso para
Monsieur le Directeur
! ¿Dónde se ha metido? ¡Foco, foco!

Un inesperado camarero comparece detrás de la barra del bar y, sosteniendo una lámpara de muchos voltios, se suma a la verbena, barriendo con su haz a los asistentes hasta dar con Seboso. Éste, de espaldas a los invitados, se encoge en una pequeña mesa portátil desplegada en un extremo de cubierta y encajada entre aparejos variados y la barandilla de cuerda de la borda. La concurrencia rompe a aplaudir y el hombre se incorpora: la luz se vierte sin piedad sobre la figura empequeñecida del director de crucero que, al girarse tapándose los ojos, deslumbrado, muestra su boca en plena masticación, e intenta cubrir con su trasero un plato, colmado con restos de la cena, que asoma sobre el comedero de emergencia.

—Nuestro bufón, nuestro lacayo —musita Diana—. Por Osiris, qué vergüenza. Supongo que comer como los amos es un privilegio que se le descuenta de la paga.

—¿Vergüenza? ¿La suya? —inquiere Fattush.

—No. La nuestra.

—No deja de ser un capataz. Un puesto muy envidiado. Piensa en cómo debe de tratar a los que tiene debajo.

—El entero sistema es una mierda. Brindemos por su caída. —Chocan sus vasos.

El chorro extra de luz se apaga, y otra vez Roxana es la única figura iluminada.

—Habíamos pensado que este acto divino se desarrollara como una ceremonia íntima —explica a muchos decibelios—, que nuestro queridísimo y admirado Fuad el-Rashid, en esta velada especial de homenaje a mi difunto hermano, el honorable Oriol Laclau i Masdéu, actuara únicamente para Lady Margaret y para Lady Roxana, es decir,
moi même
, ya que aquí la mayoría de vosotros, o más bien todos, no merecéis semejante distinción. Sin embargo, el propio gran astro legendario de la canción y del séptimo arte egipcios me ha confesado que prefiere cantar con público. ¡Así que dadle las gracias a él, aplaudidle! ¡Una ovación enorme para nuestro amigo Fuad, ídolo de las aglomeraciones!

Todos a una, excepto Diana, que tiene el vaso en la mano y prefiere lanzar juveniles aullidos de bienvenida, bajo la irónica supervisión del inspector, reciben al venerable cantante con aplausos tan sonoros y prolongados que bien podría ser que creyeran que les va en ello la vida. El vetusto caballero surge en la noche, rutilante como en las carátulas de sus viejos discos, engañosamente joven, flotando en el aire como un busto del ayer capturado por una burbuja de su glorioso pretérito: la luz del foco. Ésta se amplía cuando saluda con repetidas inclinaciones —no parece andar mal de flexibilidad para sus años, juzga Diana— y entonces, a sus pies, arrodillados en sendas alfombrillas, se materializan su hijo Raheb y su esposa Farida, cada uno con un instrumento. Raheb abraza un laúd, y la joven eleva graciosamente el busto y dispone las manos con agilidad para golpear un instrumento de percusión, la darbuka, conocido popularmente como tabla.

—Vaya —exclama, admirada, inclinándose hacia adelante—. Esto promete. Forman una unidad artístico-familiar.

Inicia Raheb el canto del laúd con un prolongado lamento, le replica Farida con un seco rebote contra el parche rematado en plata. La esbelta copa, decorada con arabescos e incrustaciones de nácar, se feminiza bajo sus palmas, se revuelve contra las plañideras notas de cuerda. Él avanza, ella ataca, él retrocede; ella vuelve a avanzar, él la inunda con una cascada de acordes, ella se detiene, con una monotonía agónica; finalmente se envuelven, se enlazan, se enroscan, prodigándose improvisadas armonías. Y entonces, dividiéndolos, separándolos, poniendo orden y estableciendo con claridad de quién es la canción, su territorio, Fuad el-Rashid proclama un
«Habibi»
descomunal, tenso, un alarido de barítono que se extiende en la noche como una cortina de lágrimas.

Se miran Fattush y su amiga.

—Es bueno —se entusiasma él—. Todavía es buenísimo.

Y saca su teléfono, listo para grabar.

Se olvidan ambos del whisky, de su conversación y hasta del aire nocturno, salpicado de agujas frías. Una canción, otra, otra más. Las baladas se suceden, siempre en la misma tesitura de melancolía. Raheb y Farida, enfebrecidos, parecen perseguir, con sus instrumentos, el futuro que se les escapa. Fuad canta a un pasado que se niega a regresar, canta a la juventud y la potencia perdidas, y al amor, siempre el amor, el ser querido que desapareció demasiado pronto, o que no reparó en el otro, o que sencillamente nunca existió. En un punto mágico de la música, el masoquismo de sus caminos se ha unido, el triángulo se ha hecho equilátero en aspiraciones y frustración. Y la música, triunfante, reina sobre los pasajeros.

Marga llora sin disimulo. «Éramos tan felices. Tú nos viste.» Diana evoca las palabras con que la viuda se dirigió a ella semanas atrás, cuando se reencontraron en la villa de Luxor. «Tú nos viste.» Les vio como ella pretende verse, perpetuarse. Este crucero, la música, su dominio sobre la hija de Oriol y Claudia, no son sino intentos de prolongación de aquella dicha, a fuer de representada, piensa Diana, más que dudosa. Porque toda refundación resulta traicionera y, cuanto más pretende ensalzar el motivo de su origen, más reduce su pretendida grandeza. Y el final del viaje al pasado, realizado por un personaje sin futuro, la propia Marga, será desolador…

Transcurren las canciones, hasta que El-Rashid da muestras de fatiga y canta la última. Luego saluda, agradece, vuelve a saludar y a agradecer. Sus acompañantes, impulsados por el mutuo deseo, rematan la faena con un apasionado dúo que acompaña a Fuad mientras éste se deja caer en un sillón, junto a Magda. Parece que le dediquen una despedida.

La viuda de Laclau se aferra con las dos manos al brazo del cantante, le besa las acartonadas mejillas, apoya la cabeza en su hombro. El anciano —es lo que parece ahora, finalizada la magia de su canto, extinguido el foco y con las luces de cubierta alcanzando a todos por igual— recupera poco a poco el aliento. Farida y Raheb recogen sus instrumentos y se sientan solos ahora en otra mesa, sin dejar de mirarse a los ojos, sumidos en la reciente embriaguez musical, lejanos.

—¿Puede decirse, amigo mío, que nos estamos divirtiendo? —pregunta Diana al inspector.

—Sin lugar a dudas —responde el otro, levantando su vaso—. Resulta difícil, no obstante, manifestar alegría cuando se vive en cautividad, en una embarcación como ésta y en permanente contacto con no pocas formas de vida parasitaria. No obstante, nuestro principal objetivo, que es la investigación en compañía, se desarrolla sin contratiempos. ¡Sólo llevamos dos días a bordo! Pronto escampará, no te preocupes.

—Tienes razón, no se puede vivir en un sarcófago sin que se le caguen a una encima los murciélagos. Por fortuna, nuestros pasajeros predilectos nos ofrecen razones para el optimismo. Olvidé decirte que mis informantes de Barcelona me han llamado para comunicarme que Laia y Claudia son lo que parecen, aunque en los círculos cercanos de las Mollà existían serias sospechas sobre la verdadera relación de las mujeres con Laclau.

Fattush no se queda rezagado:

—También mi amigo, el policía egipcio, se ha puesto en contacto conmigo. Confirma que Ismail está limpio como una sábana nueva puesta a secar. Y lo mismo ocurre con su familia. Gente intachable y trabajadora, y nada fanática en lo religioso. Hay tantas personas así en Egipto, tanto pueblo decente que podría construir un mundo mejor.

—De Hadi Sueni no hace falta que pidas informes, supongo.

Rebufa el libanés:

—No me los darían. Una risita cobarde, tipo tú ya sabes, es mejor no hablar. Es lo más que podría obtener. Por otra parte, ya conocemos el prototipo. Corrupto de altos vuelos, con amigos en lo más elevado del poder, pero también rastrero, en su codicia. ¿Algo sobre tu rockero de los ochenta?

Dial asiente:

—Pitu Morrow también está limpio. Desde el punto de vista delincuente, debo decir. El parte médico no resulta tan favorable. Carácter inestable, incapacidad para terminar lo que inicia, inmadurez crónica… Ciclotímico. Empezar de nuevo, lo que mejor se le da. Lo pasó muy mal hace año y medio, algo relacionado con su hija. Intento de suicidio; él, no ella. Lavado de estómago, y a casa. La chica cuida de su padre, y trabaja en empleos temporales. Carecen ambos de una existencia sensata, de raíces sólidas. Pero se apoyan y salen adelante. Quienes les tratan les tienen simpatía, aunque creen que la hija es más madura que el padre.

—¿Te ha entregado ya lo que tiene escrito sobre Oriol?

—No, se lo pediré luego…

Su charla se ve interrumpida por el paso, junto a su mesa, de un Fuad el-Rashid que se retira, majestuoso, y se dispone a descender la escalera que conduce a la cubierta intermedia. Le quedan dos tramos de peldaños, pero parece preferirlos a continuar en la fiesta. Tanto Diana como Fattush le dedican un aplauso silencioso y él, agradecido, les corresponde con una húmeda sonrisa.

—¿Por dónde íbamos?

Intenta Dial retomar el hilo de la conversación, pero un barullo repentino en la mesa de las anfitrionas se lo impide. Roxana se ha puesto en pie, retirando su sillón con estrépito y volcando varias copas de un manotazo. El sonido de cristales rotos pronto queda ahogado por sus gritos roncos:

—¡Miserables! ¿Cómo os atrevéis? ¡Deberíais besar el suelo que pisa! ¡Es él quien os da de comer! —brama la mujer.

Lleva torcida la peluca y, desde su sitio, Dial advierte que sus rojas mejillas indican un alto nivel de alcohol bajo la línea de flotación.

Los invitados se levantan para contemplar la escena, entorpeciendo la visión. Fattush y Diana abandonan la mesa y se abren paso entre la gente, circunstancia que la detective aprovecha para endilgarle un codazo a Lulú Cartier mientras musita un farisaico «perdón». Al llegar al lugar de autos, comprueban que son Farida y Raheb, temblorosos, quienes reciben la implacable bronca de Roxana, que continúa soltando denuestos de mesa a mesa:

—¡Maldición! ¿Cómo permitís que Fuad baje solo a su camarote? ¡Dos pisos, después del esfuerzo que acaba de hacer, ofreciéndonos su obra magna! ¡Hala, abajo! ¡Abajo, si no queréis volver a casa en camello!

Remisos, el hijo y la joven madrastra buscan simpatía entre los presentes, pero nadie se pronuncia. Tras consultarse con los ojos se precipitan hacia la escalera. El silencio es tal que se pueden escuchar los ruidos amortiguados que llegan desde Edfu —el runrún de un generador, aullidos perrunos—, mientras los invitados vuelven a sus asientos.

—Sentaos aquí —ordena Roxana.

Fattush y su amiga obedecen de buen grado. Se le ocurre a Dial que, si las cuñadas formaran una pareja de payasos, no cabe duda de que Roxana sería el
clown
y Marga el patético Augusto.

—Dime, tú. —Se encara la falsa lady con la periodista—. ¿Tengo razón o no?

—Toda —otorga Dial—. Careces de modales, pero no te equivocas. Ha pasado por nuestro lado antes de irse. El pobre viejo casi no se aguanta en pie.

—¿Qué viejo? —interviene Marga que, saliendo de su romántico letargo, bate las pestañas para despejar de llanto el azul porcelana de sus pupilas.

Calla Diana, dando por inútil cualquier intento de conversación mínimamente realista.

—Ha sido divino —añade la lady auténtica, sin dejar de parpadear—. Un recital a la altura de mi Oriol. Lástima que él no esté aquí para verlo.

Roxana frunce el ceño y abre la boca, pero en ese preciso instante surcan la noche dos gritos prolongados, desgarradores, dos notas altas encadenadas con la misma traza con que, poco antes, los dueños de las gargantas que los profieren entrelazaron sus respectivos instrumentos, en amoroso dúo.

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