Haggar hace una pausa y contempla a sus oyentes como si esperara de ellos una respuesta a sus evidentemente retóricos interrogantes. Fattush mueve los labios, sin lanzar sonido alguno, en dirección a Diana, que asiente. «She-re-za-de», ha formulado el inspector, y Dial no puede estar más de acuerdo. En cuanto a Joy, permanece pendiente del muchacho, y le brillan los ojos más que nunca. Hasta su cabello parece más lustroso. La periodista empieza a temer que la tensión hormonal que, por momentos, caldea el ambiente, atraviese las paredes y se vierta por cubierta.
Complacido por el expectante silencio de los otros y por la admiración que despierta en Joy, Haggar retoma su relato.
—Esperé, pues, y mi paciencia se vio recompensada cuando, tras escuchar inusuales sonidos, que no quise ni imaginar procedieran de roces de ropa y de carnes, tal como mi experiencia me dio a entender, uno de los intrusos (pues eran dos) encendió la lamparilla de la mesita de noche, rasgando las tinieblas que hasta entonces habían reinado en la habitación. ¡Ah, sorpresa! ¿Cómo suponer que en aquel camarote y ante mis propias narices, una pareja prohibida se dispusiera a consumar lo que gentes no afines a las artes y trampas del amor, fanáticas y cegadas por el odio a la felicidad humana, sin duda tomarían por aberración o pecado?
Boquiabierta, Diana Dial le interrumpe:
—Por todos los demonios, ¿dónde aprendiste tan elaborado inglés? Es como si a la concisión del idioma le hubieras introducido un edema orientaloide.
Sonríe el muchacho, con modestia.
—Lady Roxana, que cuida de mí desde que tenía trece años, me puso un profesor particular. Además ella, durante muchos años, me leyó fragmentos de
Las mil y una noches
después de acostarme. Y con Lady Margaret he tenido oportunidad de practicar el lenguaje cotidiano sin descuidar su aspecto más culto.
—¿Leíste
Las mil y una noches
en inglés, no en árabe?
—Así fue.
Se miran de nuevo Fattush y la detective, que cabecea, reflexiva. De este modo pervertimos su visión de sí mismos, se dice. O quizá no. O quizá ésa es también nuestra fantasía.
—¿Puedo seguir? —pregunta Haggar.
—¡Sin duda! —le alienta la detective, en ascuas.
—¡Incesto! Eso descubrí. ¡Incesto! —El chico clava su mirada audaz en el busto de Joy y ésta se pone a respirar como la máquina que produce vapor en el
Karnak
—. ¡Madre e hijo!
—¿Madre e hijo? —inquiere Dial, desconcertada.
—Ah, qué espectáculo. Ni siquiera esperaron a hacerse un lugar en una de las camas, apartando paquetes o sombrereras. Ah, no. Ella se lanzó sobre él como una pantera, al tiempo que se arremangaba la falda y él, en su delirio, forcejeaba también para liberarse de las ataduras que la vestimenta interponía entre sus mutuos ardores.
Joy deja escapar un expresivo gemido y la propia Diana debe realizar un esfuerzo para preguntar, enérgica:
—¿Quién? ¿Quiénes?
Una nueva ojeada circular por el camarote y, por fin, la respuesta:
—¡Farida y Raheb! ¡La joven esposa y el hijo menor de Fuad el-Rashid, sea bendita su alma! A pesar del revoltijo de ropas y cabellera acerté a distinguirles. Y no parecía la primera vez que se apareaban.
En su mente, Diana coloca las piezas en su sitio y se gira hacia Fattush:
—¿Por qué no me sorprende? Claro que nunca les vi como parientes consanguíneos, sino más bien como colegas, compañeros de desdicha.
—Porque es lo más natural. —El inspector se encoge de hombros—. Lo insano es que esa chica tan guapa sea poseída, o lo que quiera que le haga a la criatura, por un vejestorio al que le crujen las articulaciones cuando parpadea.
Haggar les interrumpe:
—¿No les sorprende?
—Oh, sí, claro que sí —se apresura a tranquilizarle Dial—, has hecho un buen trabajo y te lo agradecemos. Es que el inspector y yo somos gatos viejos.
Sonríe el muchacho, complacido, y pregunta cumplidamente:
—¿Algo más? ¿Puedo servirles en algo más?
Mientras Diana se acaricia la barbilla, pensativa, Joy solicita permiso para marcharse:
—He dejado a Yara con una de las chicas, Tabia. Debe de estar deseando que la releve.
—Algo más, querido Haggar —añade la detective—. Ayudaste a trasladar el cuerpo de Oriol Laclau después de su muerte…
Asiente el otro.
—¿Tienes idea de adónde lo llevaron?
—Hadi Sueni pronunció el nombre Siwa Bahari en un par de ocasiones. Es un pueblo situado entre Edfu y Kom Ombo. Presumo que, para la momificación, utilizarían una cueva clandestina de los alrededores.
—Bien… Dime una cosa. ¿Notaste algo extraño en el comportamiento de Sueni y del doctor Creus?
Reflexiona el chico, se saca el
tarbush
, se rasca el cráneo, se lo vuelve a encasquetar y, por fin:
—Tenían prisa. Mucha prisa.
—¿Mucha prisa?
—Sobre todo el médico. Supongo que no quería que el muerto se descompusiera por el camino.
Antes de salir, siguiendo a Haggar, Joy, palpitante, se dirige a Diana y le sonríe:
—¿Me necesita?
Su patrona le guiña los ojos, a la libanesa.
A solas en su camarote la detective consulta el reloj. Dispone de poco tiempo para ducharse y cambiarse para la cena, antes de que se produzca la visita de Laia. Le dijo a Ismail que la recibirá a las ocho. Faltan quince minutos.
Cuando, ya ataviada con un minimalista vestido negro, largo hasta los pies, se cepilla la corta melena frente al espejo del baño, preguntándose si su atuendo contentará a Roxana, suenan golpecitos en la puerta.
Entran la apocada Laia y el protector Ismail. ¿O es la muchacha quien manda en su enamorado? A él se le ve crecido, en su papel de intermediario entre las dos barcelonesas.
Aparcando en un rincón de su consciencia las agonías premonitorias de su estómago, la mujer se entrega a la placentera contemplación de la pareja. Su felicidad resulta evidente, a pesar de la preocupación que les frunce el ceño. Veintipocos años —Laia, ni llega—, un amor compartido… No siente envidia Dial. Ella ya tuvo sus funciones de estreno, sus representaciones sucesivas, con el cartel de «No hay localidades» colgado a la entrada. Lo que venga en el futuro, bienvenido será, e, inevitablemente, secundario. Es en la primavera de la vida cuando idilio y futuro se ofrecen bajo el mismo aspecto, como un caballo imparable sobre el que hay que saltar antes de que el corcel se pierda en el horizonte, con su carga de promesas. En su madurez, la periodista sabe muy bien que hay caballos y caminos y caravanas sucesivas, aunque ella ya nunca cabalgará con el ímpetu inicial. Experimenta ternura hacia Ismail y Laia. Diana, no te ablandes. Tampoco ellos están libres de sospecha.
A su invitación, se sientan uno junto a otro en la cama de la detective, y ésta ocupa el sillón que suele utilizar Fattush. Quien, a requerimiento suyo, a esta hora debe de encontrarse interrogando a la hermana, Claudia Mollà.
—¿Qué puedo hacer por vosotros…? —pregunta.
Laia posee un rostro delicado e inocente, determinado en esos momentos por una fina sombra que lo cruza en zigzag, desde la arqueada ceja izquierda hasta la comisura derecha de su boca.
—Claudia no es mi hermana —proclama, de sopetón.
—Ya lo sé. Me lo dijo Roxana. —Diana asiente, sin inmutarse—. Sois hermanastras. ¿Parentesco por parte de padre o de madre? Claro que teniendo el mismo apellido…
—Ah, el apellido. —La joven se echa a reír con amargura. Cuando habla parece mayor—. Ni hermana ni hermanastra. Claudia es mi madre. Lo supe hace un año.
Ismail, que continúa en silencio, le pasa el brazo derecho por los hombros, y Laia se aprieta contra él.
Diana Dial no necesita pensar mucho. ¿Cómo no lo sospechó antes? Oriol Laclau i Masdéu, el pichabrava. ¿Cuántos hijos habrá dejado atrás, mientras su esposa se consumía en la silla, inhabilitada para la maternidad?
—Vaya… ¿Te lo dijo él? ¿Lo sabe ella? —pregunta Dial, sin aspavientos.
—¿Marga? —Laia se desprende del brazo de Ismail y se pone en pie, como si necesitara bregar con esto sola—. Lo supo desde siempre. La idea de que mi madre se hiciera pasar por mi hermana fue suya. Al principio, ése fue su propósito, esconderme, y a Oriol le iba bien. Seguía viendo a Claudia (me he acostumbrado a llamarla por su nombre de pila), venía a casa con regalos, decía que yo era su niña predilecta, me sentaba en sus rodillas, jugaba conmigo antes o después de visitar su dormitorio. Transcurrió el tiempo, y no le pareció bastante.
—¿A él?
—No. A Marga. Empezó a llamarme para que la visitara en su casa de Pedralbes, para que le hiciera compañía. Me gustaba. Yo era una adolescente, medio huérfana, según creía, y ella me prestaba atención. Con esa educación suya, con ese refinamiento. El servicio de plata, las joyas de la familia, los recuerdos de su infancia… Me lo enseñaba todo, me contaba historias. ¡Y hablándome en inglés, una lengua que yo había estudiado desde pequeña, una lengua que amo! Claudia…, mi madre, no se opuso. Siempre ha sido muy apocada. Con ese aspecto de comerse el mundo… De niña, a veces, la acompañaba a los rodajes de anuncios. Tenía mucho éxito, pero eso no le daba firmeza de carácter. Recuerdo que siempre se quejaba, pero permitía que otros tomaran las decisiones: el fotógrafo, su agente, su maquillador, su peluquero. No tenía voluntad. No la tiene. Hace años, cuando empezaron a proponerle publicidad de productos contra las arrugas, entró en una depresión de la que todavía hoy no ha salido, por mucho que intente ocultarla con operaciones de estética y matándose a hacer gimnasia. No se valora. Se hunde. Pero Marga… Me recibía en su mansión, me hacía regalos. Me escuchaba. Se encargó de mis estudios superiores, vigilaba mis avances, me estimulaba. Se apoderó de mí, poco a poco.
—Te hizo de madre…
—No, qué va, mejor que eso. Yo no sé lo que es una madre, no podía comparar. Claudia hacía de hermana mayor. Cuando todo estalló confesó que incluso tenerme fue una decisión ajena, de Oriol, de Marga. Ella lo aceptó, como lo acepta todo. Lady Margaret se convirtió en lo que más desea alguien que se abre al futuro: fue mi amiga, serena y dulcemente. Es su peculiar manera de hacerse con aquello que le gusta. Me agarró por el pescuezo. No puede andar, pero cuando pilla una presa vuela como un águila. Supongo que es su forma de vengarse por su desgracia.
—¿Contigo se vengó?
—¿Usted qué cree? —Laia se cruza de brazos, mirándola con severidad—. Conforme me hice mayor, empezó a cansarme que se inmiscuyera en mis decisiones. A fuerza de observar la debilidad de Claudia, me había hecho fuerte. Deseaba ser independiente. Al principio, Marga no parecía peligrosa, no era más que la mujer de un amigo de mi hermana, alguien de quien me podría desprender, alguien que quedaría atrás cuando mi vida mejorara. No fue así. Comprendí que no le bastaba con tenerme cerca. Quería convertirme en la mujer que ella no podía ser.
—¿Le dijiste claramente que querías ser libre?
—Sí, pero me cortó en seco. Dijo que todo se arreglaría, que tenía un regalo para mí. Me di cuenta de que no me escuchaba, no quería hacerlo.
Interviene Ismail:
—Y aquí es cuando llegamos al año pasado. Laia no se dejó amilanar —afirma, orgulloso.
Laia vuelve a sentarse a su lado, se medio acurruca contra él y prosigue:
—Marga nos invitó al crucero de cumpleaños de Oriol. «Claudia y tú vais a llevaros una agradable sorpresa», anunció cuando todavía estábamos en la villa de Luxor, preparándonos para el viaje. Vaya si nos sorprendió. Aunque no puedo decir que lo de agradable resultara cierto, en absoluto. Nos lo dijo aquí, en este barco, cuando ya llevábamos dos días de crucero. Se tomó su tiempo. Y digo tomó, porque no tengo dudas de que la iniciativa y la puesta en escena partieron de ella. Nos convocaron en su suite (la misma que en este viaje le ha sido adjudicada a su cantante predilecto) y solemnemente, mientras Oriol se contemplaba la punta de los zapatos y mi hermana, mi madre, le miraba a él, Marga me contó la verdad. Luego su marido se aclaró la garganta y habló, como el hombre que era, del tema financiero. Habían decidido concederme una cantidad anual que me permitiría vivir holgadamente. A la muerte de cualquiera de ellos, además, recibiría un legado, cuya cuantía todavía no habían decidido. «Podrás vivir sola. ¿Estás contenta?», me preguntó Marga, como si creyera que era de Claudia de quien intentaba liberarme. «Como comprenderás, existe una contrapartida —añadió ella—. En adelante, seré tu consejera.» Dicho en plata: si quería el dinero, tenía que someterme a sus designios.
—¿Cómo reaccionó tu her…, tu madre, ante el anuncio? ¿Le molestó que te lo comunicaran sin contar con ella?
—Le pareció bien. O no, pero no se opuso. De nuevo, tragó. Se limitó a admirar las vistas del Nilo que se divisan desde la suite. Metida en su mundo oscuro, como siempre.
—¿Y a ti? ¿Te dolió enterarte así? —Diana se inclina hacia la joven. Piensa en tomarla de la mano pero el gesto le parece ñoño, y desiste.
—No. Me confundió, me sorprendió, me fastidió. Dolerme, no. Asentí a todo y pensé que ya consultaría a un abogado cuando regresara a Barcelona. Era mayor de edad. Tendría algo que decir, en términos legales. Pensé que lo mejor sería disfrutar del crucero. Todo resultaba bastante pintoresco…, irreal. El ambiente, el barco, los pasajeros… Un sitio así es para no creérselo. Se dará usted cuenta cuando abandone el
Karnak
, cuando intente recordar lo que aquí ocurrió. Le parecerá haber vivido en una ficción, en un delirio que se disolvió en el aire. Así son los Laclau. Su existencia es un montaje, una farsa. Sólo el daño que hacen permanece.
—¿Estaba Roxana en el asunto?
—Supongo que sí, pero a su manera estrafalaria y romántica. Está loca, pero no es mala persona. Y a mí me dejaba en paz, porque no soy un hombre.
Diana intenta no parecer demasiado brutal en su siguiente comentario.
—El repentino fallecimiento de tu padre debió de resultar un alivio para ti.
Ismail se levanta, protestando indignado, pero su novia le acalla y le obliga a sentarse de nuevo:
—Lo fue, no voy a negarlo, pero sólo en parte. Era ella quien llevaba la iniciativa. Si lo que piensa es que maté a Oriol, eso no solucionaba el principal problema. ¿Qué iba a hacer, cargarme también a su viuda? Demasiado para mi corta edad. Y yo pienso en abogados, ya se lo he dicho. No contemplo el asesinato. Además, aquel día, el de la revelación, yo ya andaba enamoriscada de Ismail. —La mano que Dial quería acariciar se posa en el muslo derecho del guía—. Lo nuestro fue amor a primera vista, surgió en el aeropuerto de Luxor en cuanto nos vimos. Nos sentamos juntos en el avión que condujo al grupo a Asuán y, desde entonces… Nos apoyamos el uno al otro. Me desahogué con él en seguida, en un momento en que conseguimos escondernos en uno de los quioscos del templo de Isis.