—Al grano, Roxana —la estimuló Dial.
—El caso es que Oriol también había empezado a coleccionar piezas de períodos posteriores: fatimí, mameluco, otomano… Mosaicos, muebles… ¡Pensar que aquellos salvajes hacían cosas tan bonitas! Hadi le ayudaba, como es natural, a sacar las obras de Egipto. Para eso eran amigos. En el triste crucero en donde mi hermano perdió su vida, y con motivo de su sexagésimo cumpleaños, el propio Hadi le hizo un regalo muy bonito: un astrolabio. Una de esas cosas que usaban los árabes antiguos, lo he buscado en Google, para orientarse y hacer mapas. A mí, qué quieres que te diga, me va más lo faraónico, pero Oriol se puso la mar de contento. Hadi, en su modestia, nos aseguró que en el Museo Islámico tienen un fondo inacabable de astrolabios. O sea, que no era una pieza única, ¿me entiendes? Una más, una menos, ¿qué diferencia hay?
Dial tuvo que confesarse que seguía a su amiga con dificultad.
—¿Me estás diciendo que Hadi Sueni birló el astrolabio de los fondos del Museo Islámico para hacerle a tu hermano su regalo de cumpleaños, aprovechando que allí tienen de sobras?
—No… O sí… Yo qué sé, ¿no es una especie de amo? En todo caso, a lo que voy. Cuando regresamos a Luxor, Marga y yo, revisando los equipajes, descubrimos que el astrolabio no aparecía. No le dimos importancia. En aquel momento teníamos cosas más graves en las que pensar, con Oriol todavía de cuerpo presente en una cueva.
—¿Pero…? —la estimuló Diana.
—Sí, hay un pero. Un pero como una casa. Hace unas semanas, Jonathan, el agente neoyorquino de mi hermano, que trabaja en las subastas clandestinas, y a quien yo había puesto sobre aviso por si alguien nos había robado el astrolabio (con esta gente, nunca se sabe: el barco estaba lleno de empleados nativos), me envió un e-mail. Según él, había aparecido en el mercado internacional un trasto de las características del de mi hermano, pero resultó que no era uno de tantos, ni puñetas. ¡Había pertenecido al tío ese que escribió el primer libro de viajes en el que aparece Sudán!
—Un momento.
Diana Dial se recostó en el respaldo del sofá, que quedaba lejos de sus riñones, y para ello se descalzó y cruzó las piernas sobre la seda adamascada. Roxana continuó:
—Un tal Hasan ibn Muhammad, que parece que es muy conocido…
Dial inclinó la cabeza, como un loto inquisitivo:
—¿Me estás diciendo que el astrolabio perteneció a León el Africano?
Y soltó un silbido admirativo.
—¿Le conoces?
—Fue un personaje impresionante. —Pensó en cuánto se perdía Roxana, con todo su dinero, por no leer libros—. Era español, de al-Andalus. Mejor dicho, era hijo de todo el Mediterráneo. Escribió una obra muy importante,
Descripción de África y de las cosas peregrinas que allí hay
. Y sí, entre otros países estuvo en Sudán, fue el primero en hablar de él.
»“Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida, la más inesperada travesía” —declamó Diana, para su coleto, recordando una frase del libro
León el Africano
, escrito por Amin Maaluf. Frase que a ella siempre le pareció una descripción exacta de la existencia. De la suya.
—Quien lo vendió, ya sabes que esos nombres no trascienden, obtuvo una pasta importante. Pasta que, como herederas, nos pertenece a Marga y a mí.
—¿Perdona? —Le costó salir de su ensimismamiento.
—¡Por el astrolabio del africano ese! ¿No te parece un motivo suficiente para matar? Eso es lo que pensé en cuanto Jonathan me contó lo de la subasta.
—¿Hablaste con Hadi?
—¡Sí, es lo primero que hice! ¿Y sabes qué me contestó? Que ese astrolabio no podía ser el mismo. En todo caso, no estaba catalogado. Dijo que lo dejara correr, porque en las antigüedades a veces mete mano el Ejército, y no conviene armar barullo.
El Cairo, noviembre de 2009
—Y eso es todo —concluye Diana—. Por el momento.
—¿Cuándo salimos para Luxor?
—Mañana. Joy ya tiene preparados los equipajes.
—No veo la hora.
—Yo tampoco. ¡Juntos, en el Nilo! La última vez que te vi, en Beirut, acababas de elegir un minicamisón para tu mujer.
—Deberíamos esperar en el hotel —protesta Lulú Cartier—. ¡Qué imprevisión, no tener el barco preparado! Si, por lo menos, dispusiéramos de habitaciones en el Old Cataract, como en el crucero anterior…
Hadi Sueni, llevándose la mano a su sombrero Fedora a lo Indiana Jones para asegurarse de que lo tiene encasquetado en el grado justo de aventurera inclinación, intenta calmarla:
—El Old Cataract se encuentra en restauración, desde aquí se ven los andamios de la fachada —explica—. Y los otros hoteles no son dignos de nosotros, mi querida niña. Tranquilízate. Me encantará enseñarte el templo de Isis, volver a besarnos en el quiosco de Trajano…
—¡Otra vez! —Lulú acompaña su queja con una patadita en el suelo—. ¿Por qué hemos de repetir crucero? Aquél terminó mal y éste me está impidiendo continuar la búsqueda de mi Cleopatra. Me falta
así
para el gran descubrimiento.
Y señala la punta de su enguantado índice.
—Lo sé, mi reina —sonríe el otro, y le acaricia la mejilla—. Cleopatra te esperará. ¿Quién no lo haría?
—Y el barco ni siquiera tiene piscina. ¡Ni televisión!
Lulú no se rinde, pero él no la escucha. Se limita a darle la razón a la señorita Cartier mientras se come con la vista su curvilínea figura, engalanada, como él, con todos los avíos del explorador arqueológico, que incluyen los ahuecados pantalones de montar que, recogidos por botas altas, destacan respectivamente el trasero respingón y muy francés de la joven, y las sólidas caderas y el apacible michelín intermedio del sesentón director supremo de Antigüedades Egipcias.
En el centro del grupo, del brazo de Fattush, Diana Dial se pronuncia en voz no del todo baja.
—Esa imbécil, ¡debería estar agradecida! Esto es precioso. La pobre Marga, que es quien sufre más las incomodidades, ni se queja.
—Precioso. Imbécil. La buena de Marga —concede el inspector.
Ajenos por unos momentos a la expedición a la que pertenecen, aprecian el espectáculo. Rostros que emergen de galabeyas azules —con ese tono especial de azulete que sólo se encuentra Nilo abajo—, elegantes en su sobria pobreza, cabezas majestuosas coronadas por turbantes de un blanco impoluto. Manos enjutas que sujetan rababas y acarician con delicadeza el arco, como si al intentar colocarle al comprador la mercancía le anticiparan las notas que el instrumento guarda en su diminuto vientre. Manos airosas que mecen collares de sándalo. Los pies, a menudo descalzos. Rostros, manos, pies: piel negra, gloriosamente oscura, orgullosamente distinta. África, piensa Diana Dial. África ya sin disimulos. Arena y Nilo —aquí el desierto se junta con el agua— y, en sus orillas, una población que transmite calor y lejanía, paradojas. Desperdigados en el río, avivando aún más la escenografía, se alzan islotes de variados tamaños en los que brota una vegetación furiosa, triunfante pese a la cercana embestida del desierto, con su oleaje de ocres.
Somos pardillos asomándonos en vano a un mundo que jamás podremos conocer, reflexiona la detective, algo pomposa, acercando su costado al de su amigo Fattush, no en actitud defensiva contra la multitud colorista que intenta venderles pequeñas esculturas de ébano o canastas de palma, pintadas con esmaltes llamativos como gemas. De forma inconsciente, Dial forma piña con el inspector para separarse de la contagiosa estupidez que suele apoderarse de cualquier manada turística. Somos sombras, atravesamos esta realidad y la luz nos deslumbra pero no nos desnuda. Ensimismados, europeos, vetustos. Y este grupo: gravado con un crimen por resolver, y con el fardo del dolor y de la culpa. Aunque no para todos.
La comitiva se desplaza con lentitud hacia una faluca de tamaño considerable —son casi una veintena de pasajeros, sin contar a los miembros de la tripulación—, coronada por un alegre toldillo blanco que se bambolea, mecido por una leve brisa. La embarcación les conducirá a la isla de Agilika, adonde fueron trasladados los templos de la isla original de Filé cuando los tesoros de la Baja Nubia quedaron sumergidos por la construcción de las presas.
Luz, luz, luz. En la superficie del agua, que el vientecillo riza en escamas; en las blancas velas de las falucas que surcan el río, descolgadas del tiempo; en las risas de los hombres que preparan la barca y sus aparejos, y que ofrecen su brazo a las damas para facilitar su descenso por una desigual pasarela hecha con tablas y casi tan inclinada como el sombrero de Hadi Sueni. Luz y oscuridad, esplendor y misterio. Mas no un misterio banal como el que Diana quiere desvelar —un crimen—, sino sustancial: el misterio que siempre anida en los otros.
El joven paje de Roxana, que ha resultado llamarse Haggar, conduce a Marga en una silla de ruedas plegable construida para ocasiones como ésta. Pálida, pero sonriendo como una buena anfitriona, la viuda atraviesa el grupo. Haggar es el único miembro del servicio que les acompaña a Agilika, una excursión propuesta por Ismail, el guía, para acortar el tiempo de espera hasta que los empleados del
S. S. Karnak
hayan limpiado la nave de los vestigios del grupo turístico anterior, y el vapor esté disponible para emprender un nuevo crucero. Las doncellas que atenderán a las cuñadas se han trasladado al histórico buque desde el aeropuerto, con los equipajes, dispuestas a dejarlo todo en orden para cuando las amas aparezcan a la hora del almuerzo con los invitados. Roxana, muy fina, y pestañeando en dirección a Fattush, le ha indicado a Dial que Joy, siempre llevando a Yara en su canasta, acompañe a «la servidumbre». A Diana le ha parecido advertir un secreto jolgorio en la actitud de las tres criadas que, un poco apartadas, aguardaban instrucciones sin dejar de hacerle carantoñas a la niña.
Lady Margaret apenas ocupa espacio en la silla en donde la han depositado los empleados del aeropuerto. Su cuerpo frágil y su pálido cutis, y la transparencia de sus ojos azul porcelana, le hacen aparentar menos edad de la que tiene, unos cincuenta cumplidos. Ha pasado de unos brazos a otros desde que abandonaron Luxor: Haggar, muchachos de los aeropuertos, de nuevo Haggar. Diana la ha observado durante el vuelo: hundida en el asiento, con la frente apoyada en la ventanilla, su rubia cabeza —el pelo dorado, recogido con peinetas de nácar— aparecía nimbada por los rayos del primer sol. No podría decir si la mujer dormía o se hallaba absorta en el paisaje. O recordaba. Por expreso deseo suyo, nadie podía sentarse a su lado. Ni siquiera su médico y amigo, el doctor Joan Creus, que al otro lado del pasillo intentaba adaptar su largo y huesudo cuerpo a la estrechez del asiento, y que ni por un instante ha dejado de observarla durante el viaje, a través de sus gafas hipermétricas con montura de concha que parecen siempre empañadas, si bien la detective deduce, prosaica, que el doctor no las limpia a menudo. Tampoco parece lavarse con frecuencia. Despide un olor rancio, a almacén de farmacia.
—Gracias por venir —le dijo Marga a Dial cuando, un par de días antes, en la villa, Roxana le recordó su encuentro de hace años en la fiesta de Pedralbes—. No sabes lo que significa para mí contar contigo.
Y dejando reposar durante unos segundos su mano en la de Diana, añadió:
—Éramos tan felices. Tú nos viste.
Curiosa manera de evocar aquella ocasión. Tú nos viste, luego no me engaño. A la detective, la frase le produjo un pellizco en el estómago pero, en contra de su costumbre, abstraída en la observación de la tronchada belleza de su interlocutora, no se entretuvo en averiguar si aquel dolorcillo en sus entrañas era síntoma de uno de los presentimientos que solían asaltarla cuando abordaba un caso. Más tarde lo lamentaría.
Es Haggar quien, ahora, saca a Marga de la silla para llevarla en volandas hasta la faluca, quien la deposita sobre cojines preparados para ella en la banqueta de estribor, en la proa. Al lado de la viuda se instala Roxana, que hoy luce una túnica blanca con estampado de múltiples arco iris y una peluca roja. Los otros van bajando a la barca y ocupando asientos.
Diana se ve separada de Fattush por la irrupción del doctor Creus, quien, empujando al inspector, se sienta al lado de la detective. Su aroma corporal queda algo diluido en el aire cuando, por fin, el motor arranca entre jadeos de gasógeno y la embarcación se pone en marcha. Más allá del doctor, en la misma banqueta, se sienta el voluminoso Pitu Morrow, que en efecto se parece algo a Jim Morrison, aunque no tanto como en la foto antigua que publica en su blog. En la actualidad es veinte años mayor y pesa veinte kilos más y tiene un físico más bien cercano a Meat Loaf. En el barco —como antes en la villa y en el avión—, Diana ha sentido sus ojos redondos y pequeños clavados en ella con repelente admiración. «¿Diana Dial, la famosa reportera? —se extasió cuando les presentaron—. ¡Eres total, total!» Aquel pedazo de carne y pelos, remanente de los años ochenta, le producía a Diana la angustia que siempre despertaban en ella las vidas caóticas, los seres irresueltos que arrastraban su adolescente torpeza más allá de lo estéticamente permisible y de lo socialmente razonable.
La mole del biógrafo de Laclau casi oculta a Dolors Moltó y Alfons Permanyer, que fueran secretaria fiel y arqueólogo para todo del prohombre, y que se sientan también a estribor, ya en la popa. «Ella es una
gata maula
», había comentado Diana a Fattush poco después de conocerla, traduciéndole de inmediato al inglés las palabras en catalán que definirían a una mosquita muerta, a una lagarta hipócrita. De no hacerse evidente el profundo duelo que Marga encarna en su exquisita osamenta y en su porte aristocrático —la devastación interior sublimando su cuerpo como una pieza de orfebrería—, la Moltó habría parecido la viuda. Un pañuelo siempre en la mano, como una actriz de película antigua, recuerda que el enrojecimiento de los ojos se debe sin duda a llantos ocultos y no, por ejemplo, a una noche de insomnio o —lo más probable, en opinión de Dial— a haberle dado al frasco, a escondidas y más de lo conveniente. En cuanto a Alfons Permanyer, su condición de subordinado se refleja con tanta pulcritud en su físico y maneras que casi produce sobresalto. Como si el hombre se hallara siempre bajo control. ¿Suyo o de la Moltó? «Lo que este par serían capaces de combinar, si se lo propusieran. Mediocres y rencorosos», dictaminó Diana en la primera ocasión que les vio, y su amigo Fattush no pudo estar más de acuerdo: «Líbrenos el cielo de las aguas mansas», asintió, poniendo los ojos en blanco.