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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (3 page)

BOOK: Sin entrañas
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—¿Y eso? —se interesa Dial.

—Hacemos collares, pulseras, adornos. Las mujeres ganamos un poco de dinero extra. Muy, muy necesario. La situación está mal, dice Ahmed que peor que cuando emigró a Beirut. Cuando llegamos, las mujeres trabajaban fabricando bisutería para uno de los comerciantes del barrio. Las he convencido para que compremos el material en las tiendas al por mayor de Jan el-Jalili, y también para que vendamos nosotras las cosas que hacemos, situándonos en buenos sitios, calles por donde pasen jovencitas coquetas o muchachos que quieran conquistarlas, o en la acera, junto a restaurantes y cafés. Maher nos acompaña, nos protege. Esta semana lo hemos hecho. Y en la fiesta del Seis de Octubre tuve la idea de que nos colocáramos a la puerta de un club militar, aprovechando que todos estaban contentos. ¡Nos sacamos 150 libras!

Diana hace cálculos: menos de veinte euros.

Tiene un argumento de peso para discutir con Ahmed sobre el inminente futuro de su esposa: un sobre rebosante de dólares en el bolso. El tufo a mierda amarilla la invade de inmediato —no juegues—, pero con la misma rapidez Diana lo aparta. El fin justifica según qué métodos, se tranquiliza.

Entran todos a la vez, con gran animación: las mujeres, los hermanos. Té, café, agua fría, dulces. Joy se levanta para auxiliar a sus cuñadas en el despliegue de mesillas y bandejas. Um Maher se deja caer con habilidad en un cojín, sobre la estera, y apoya la espalda en la pared, enfrente de Diana, palpándose el velo con las manos. Clava en ella su mirada taladradora. Es como un pájaro negro, piensa la detective. Un pájaro antes de picotear una cereza. Las hermanas, Aisha y Gamila, flanquean a su madre y cruzan comentarios por delante de su cabeza, que permanece quieta, con esos ojos que parecen buscar alpiste en Diana. Salma, la estéril, se sienta un poco apartada.

Maher, el mayor, se instala en un lateral de la sala, con las piernas cruzadas, solemne, como si presidiera. Pero es con Ahmed con quien Dial tiene que hablar. No sólo porque se conocen, sino porque le sabe agradecido, y la española ha hecho mucho por la pareja, incluida la tramitación del visado para Joy.

Claro que ha venido a cobrarse el favor.

—Siéntate cerca, Ahmed. —En voz baja, con falsa dulzura—. He de hacerte una proposición.

El otro ocupa la silla señalada e inclina el cuerpo hacia ella, todo oídos.

—Tú sabes cómo necesito a tu esposa… —empieza.

Sigue un rato de tira y afloja; Um Maher y el resto de la familia contemplan la escena sin entender. Saben que la mujer pide algo, temen lo que pueda ser, pero nadie espera que el trato termine tan pronto. Es decir, en cuanto la visitante abre su bolso, saca un fajo de billetes —verdes, inconfundibles: ¡dólares!— y lo deposita en las manos de Ahmed.

Feliz, Diana Dial se levanta de su asiento y abre los brazos, sonriendo a los presentes.


Kullu tamam!
—«¡Todo bien!», exclama.

La vieja mira a su hijo, pidiéndole explicaciones en árabe. Éstas son lo bastante cortas para que Dial le entienda perfectamente.

—Joy y Yara se van unos días con
Madam. Madam
necesita a mi esposa, mi esposa no puede viajar sin mi hija,
Madam
ha pagado muy bien.

La vieja asiente. Joy ha desaparecido rauda, obediente a la orden que Diana le ha susurrado: «Coge tu ropa y lo que necesites de la niña, lo mínimo para quince días.»

Se vuelve hacia Ahmed, dispuesta a dejarle contento:

—¿Harías el favor de mostrarme tus pichones? ¡Nunca he tenido la oportunidad de ver pichones adiestrados!

Perfidias de mujer que Diana puede permitirse.

Media hora más tarde, Dial y Joy —con Yara en un capazo— se dirigen al coche del hotel, aparcado en un descampado cercano. El chófer se precipita —bueno, un egipcio se precipita siempre muy poco— a coger las bolsas preparadas por la filipina, y las tres entran en el coche.

Diana mira a Joy y ésta entiende a la perfección lo que su
Madam
pide de ella. Se arranca el pañuelo y, de paso, las agujas que le sujetan el moño.

La melena larga, negra y lustrosa cae en cascada sobre sus hombros. Diana nota la súbita incomodidad del conductor, que las observa en el retrovisor.

Canturrea la investigadora, para sus adentros. Ya tiene a Joy. Sólo falta Fattush.

II

Luxor, un mes atrás

—¿Qué clase de crucero? —preguntó Diana Dial.

—Al vapor —fue la respuesta de Lady Roxana, nada respetuosa con la gramática ni con la exactitud descriptiva, ya que usaba su fortuna como goma de borrar para sus meteduras de pata.

La detective sorbió su oporto. Detestaba todo lo dulzón pero Roxana, en su calidad de aristócrata postiza, cultivaba las mismas costumbres que su cuñada inglesa. Antes de que le permitiera pasar al whisky, Dial tenía que cumplir con la ceremonia del oporto. Como la periodista descubrió en los primeros días de su estancia en la magnífica y decadente villa de Luxor, su amiga —su amistad, aunque databa de muchos años atrás, era superficial: forjada de un encuentro cosmopolita a otro— rellenaba su cotidianidad con numerosos rituales de origen que ella creía británico por excelencia. A las cinco mandaba servir el té, se vestía para cenar y, por supuesto, durante el desayuno leía el
Times
, que le llegaba por suscripción, junto con
La Vanguardia
, con una semana de retraso. Por la noche, después de la cena, oporto. Lo escanciaba uno de sus criados, un muchacho nubio, esbelto y de facciones muy dulces, a quien había disfrazado de paje destinado en la corte de un pachá, o algo por el estilo.

Roxana Laclau i Masdéu, que estaba en los sesenta y tres años, era la más orientalista de la familia —claro que ahora ya sólo quedaba su cuñada para hacerle la competencia—, y eso que, en principio, nada señalaba tal inclinación. Casada a finales de los años setenta, poco después de las primeras elecciones democráticas, con Plàcid Monserga, un político del partido Convergència de Catalunya que acababa de hacerse con la cartera de Economía y Hacienda en el primer Gobierno autonómico, todo en ella la predisponía a pintar marinas y organizar fiestas en las casas de que disponía por matrimonio: una torre en el barrio más distinguido de Barcelona y una masía en el Alto Ampurdán.

No contaba con su hermano. Oriol, listo como una ardilla y, por entonces, al frente de una modesta asesoría financiera, pronto convenció a su cuñado de que ciertas informaciones privilegiadas, bien utilizadas, podían jugar en favor de ambos. Así fueron creciendo sus fortunas, aunque lo mejor, para Laclau, estaba por llegar. El apuesto y ya muy sanguíneo emprendedor, mediada su treintena y decidido a crearse una personalidad fuera de lo común que le garantizara un lugar excepcional en los medios de comunicación —de cara a la Barcelona preolímpica que se anunciaba generosa en obras públicas—, puso su vista de lince en Egipto. Desde niño le había fascinado aquel país, presente en sus colecciones de cromos y en las películas que de tanto en tanto llegaban al pueblo de la Tarragona interior en donde nació y creció. Las construcciones gigantescas le maravillaban, y los faraones guerreros —se pirraba por Tutmosis III— le parecían lo más digno de envidia y emulación, en materia de poder y majestuosidad, antes y después de la muerte.

Laclau, envalentonado por su éxito en las finanzas y por la experiencia política adquirida a la sombra de su cuñado, se fue a Madrid y pidió una entrevista con el ministro de Cultura socialista. Sabía que el ministerio estaba preparando una expedición arqueológica, la primera bajo bandera española, a Beni Hasan.

«Si no consigo pasar unos días con el equipo me moriré», le espetó al otro, con su entusiasmo y su bravuconería habituales. Al ministro le cayó en gracia el catalán —quizá pensó que algún día podría resultarle útil— y, sin dudarlo, le permitió permanecer una semana en las excavaciones, a condición de no molestar. Oriol agarró un jamón ibérico y se presentó en Egipto.

Aquella expedición, que él y los periodistas afines convirtieron en legendaria para su biografía —Laclau, vestido de explorador, se hizo fotos manoseando cuantas piezas le pasaban los otros, que sólo pensaban en el jamón—, resultó fundamental para su futuro. En las excavaciones también se encontraba Lady Margaret Middlestone, una joven inglesa rubia y frágil, de ojos de azul porcelana y temperamento de acero, que tenía la costumbre —heredada de su padre— de meter las narices en cuanta excursión a Egipto se presentara, en especial si el objetivo era un lugar arqueológico. Tratándose de una británica, y además millonaria, a todos les parecía más lógica su afición que la pasión algo fuera de lugar con que se comportaba aquel catalán tan raro a quien todos tomaban por un payaso sin importancia. Vaya con el payaso.

Todo ello se lo fue contando Roxana a Diana Dial en sus sucesivos encuentros, aunque en una versión mucho más almibarada. Pero si algo sabía Dial era deducir —manejaba, además, otras informaciones—, y su mirada sobre el difunto Oriol no resultaba tan complaciente como la de su hermana.

Poco después de la expedición, Roxana se había encontrado con una cuñada perteneciente a la más rancia nobleza británica y, con tanto amor faraónico a su alrededor, decidió añadirse a la peña y renunciar a pintar marinas. ¿Cómo podría llamar a lo que inmortalizaría en adelante? ¿«Nilinas»? En la actualidad, su casa de Luxor rebosaba de óleos suyos que tenían el Nilo y sus palmeras como motivo, y a diferentes horas del día y de la noche. Pero Egipto y el Nilo sólo se convirtieron en su razón de vivir cuando su marido la palmó de un infarto, mientras daba un mitin político. «El pobre Plàcid, muerto en público, y mi cuñada, la lady, ya te lo conté, ¿no?, paralítica de cintura para abajo», le comunicó a Diana durante un fugaz encuentro en el aeropuerto de Frankfurt, muchos años atrás, cuando ésta ejercía de reportera. «Somos los Kennedy de Cataluña.» Y eso que no se había producido el fallecimiento —¿o asesinato?— del desmesurado e irrepetible Oriol Laclau i Masdéu.

No era ésta una familia por la que, en circunstancias normales, Diana hubiera dado ni la uña del meñique. Ensalzados en sociedad por el título de la indispensable Marga, la querencia por el antiguo Egipto que los Laclau practicaban les servía para blanquearles a través del arte. Diana no se hacía ilusiones respecto a su amiga. La cruda realidad egipcia no rozaba a la falsa Lady. Como su hermano, se aprovechaba de la situación del país para vivir una fantasía exótica tan manoseada como ella misma. Sin embargo, allí había un caso. Una intriga. Algo que Dial necesitaba más que nunca, tras el seco final de su historia con Beirut, en donde había vivido durante los últimos años.

La detective abandonó el curso de sus pensamientos y sonrió a su anfitriona con afabilidad:

—Ya te acompañé en el sentimiento por lo de tu hermano, ¿no? Qué pena. Sabía que había sufrido un par de arrechuchos pero así, de repente, ¡un derrame cerebral, la muerte! Todavía era joven, y tenía mucho porvenir por delante. Seguí por TV3 Internacional los homenajes que le rindieron la ciudad, el Barça, el Parlament… ¡Impresionante! Le enterrasteis aquí, ¿no? ¡Qué amor por Egipto, el suyo! ¡Conmovedor!

A Dial, el asco al oporto, unido al ansia de whisky, le producía cada noche una servil verborrea, máxime cuando su amiga disponía de un tentador Macallan doce años en una estantería de su mueble bar. En momentos así, la detective comprometida con la verdad y la justicia era capaz de expresar cualquier bajeza.

Para su sorpresa, la respuesta de Lady Roxana a sus palabras también le pareció influenciada, aunque en otro sentido, por el alcohol:

—Puedes darle el pésame tú misma —dijo, observando su copa al trasluz, como si convocara al difunto.

Las lágrimas de cristal de Bohemia de las lámparas que iluminaban el gran salón se estremecieron a causa de una ráfaga de aire procedente del Nilo, dejando escapar un gemido que Diana tomó por escalofriante cuando la otra añadió:

—Tengo a mi hermano en el sótano. Mejor dicho, a su momia.

La detective depositó su copa en una mesa auxiliar, se levantó, se acercó al bar —de inspiración
déco
, como el resto del mobiliario— y se sirvió un whisky doble, seco y en vaso ancho.

Luego se apoyó en el armatoste, examinó a Roxana y llegó a la conclusión de que su amiga no mentía ni estaba borracha.

—Enséñamelo —dijo.

Y contuvo el aliento.

III

El Cairo, noviembre de 2009

—¿Puedes creerlo? Con sus vasos canopos, que contienen, ya sabes, sus putos órganos. En un sótano refrigerado que la tía hizo construir, aprovechando la antigua bodega, para mantenerlo fresquito hasta su entierro en el Valle de los Reyes, de los Nobles, o como coño se llame el lugar sagrado que al cateto de Laclau se le antojó exigir en su testamento. Como decimos en Cataluña, hay como para alquilar sillas y, además, el que paga, manda. Sobornando hasta después de la muerte, qué figura.

Fattush y Diana se encuentran en el barroco restaurante italiano del hotel Marriott compartiendo una suculenta cena que paga Lady Roxana. Cuando el camarero trae los primeros platos, ensalada para ella y
bresaola alla parmigiana
para el libanés, la detective frunce el ceño y pregunta:

—¿Estás seguro de que quieres comerte esa cecina, después de lo que te he contado?

Fattush suelta una de sus carcajadas sarcásticas.

—Tengo hambre. Me comería al propio muerto si su cuerpo no constituyera una prueba del asesinato que, según tu lady, se ha cometido en su persona. En cuanto a los vasos canopos, espero que estén sellados, porque habrá que examinar el hígado. Si le han embalsamado bien, quiero decir como hacían en tiempos faraónicos con los poderosos, no con el pueblo llano, el corazón estará dentro de la momia.

Diana pierde todo apetito. Bebe vino en silencio y, en los minutos que siguen, observa con cariño y placer a Fattush, que da cuenta de la cena. Tenerle en Egipto es un lujo con el que nunca soñó. Diana ignoraba, hasta esta tarde, que el inspector estaba deseando visitar de nuevo El Cairo, en una de cuyas universidades estudió derecho en su juventud, gracias a la generosidad del padre de un acomodado amigo suyo. El policía —con cuya colaboración Diana solucionó varios casos mientras vivió en Beirut— es un hombre sin fondo en materia de conocimientos. Además de un funcionario honrado, competente y, por supuesto, sin oportunidades de ascender.

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