Read Sin entrañas Online

Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (9 page)

BOOK: Sin entrañas
12.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La contempla con admiración. Repantigada en el lecho, con las manos cruzadas sobre la tripa, su amiga mantiene una sonrisa enigmática, que lo mismo podría coincidir con un estado meditativo que con un atento seguimiento de la digestión de los manjares engullidos durante el almuerzo. El pelo corto y revuelto le confiere ese aire de travesura que revela —al menos para el policía, que presume de conocerla bien— que está tramando algo. O que ha descubierto algo.

—Tenemos que hacer deducciones —empieza Diana—. ¡Y en voz baja! Quizá no somos los únicos que escuchamos detrás de las puertas. Hoy, durante el almuerzo, e incluso después, he estado recibiendo estímulos.

Y se señala el estómago, tan sensible a los presentimientos.

—No me extraña —responde Fattush, jocoso—. Volaban los cuchillos.

—Y todos en la misma dirección: Hadi Sueni. ¿No te parece raro que, después de la apología que Roxana me hizo de él, de su amistad con Oriol, y de lo bien que se portó a su muerte, allanando el camino para la momificación, hoy su viuda se haya dedicado a martirizarle?

—Y con el consentimiento de Roxana.

—Exacto. —Diana se desenrosca y ocupa el borde de la cama, muy cerca del inspector, bajando aún más la voz—. ¿Qué ha ocurrido entre los días pasados en Luxor, cuando ambas se deshacían en elogios del director de Antigüedades, y su ríspida actitud durante la comida?

—¿Quizá noticias del especialista que rastrea el robo del astrolabio?

—¡Has dado en la diana, Fattush mío! —exclama todo lo inaudiblemente que puede la mujer, sin darse cuenta de que su afirmación redunda con su propio nombre—. Un empleado de la oficina en donde tienen el ordenador conectado a Internet me ha confiado que Roxana ha recibido hoy un mensaje. Le he preguntado si lo firmaba un tal Jonathan y me ha dicho que, efectivamente, uno de los nombres del remitente empezaba por J.

—En ese caso, ¿por qué no te lo ha contado? Eres la encargada de desenredar este asunto…

—Ah,
habibi
. Tal vez no tenga pruebas firmes aún… No, eso no detendría a Roxana, que no distingue entre un rumor y una noticia, aunque hoy en día ni en los periódicos se enteran de la diferencia… ¿Por dónde iba?

—Roxana —le devuelve el hilo el inspector—. Su idiosincrasia.

—Eso mismo. ¿No lo entiendes? Se le murió el marido de un ataque al corazón mientras echaba un discurso ante un millar de militantes de su partido. La cuñada, en silla de ruedas. Y se le quedó tieso, y nunca mejor dicho, el hermano, a raíz de un crucero por el Nilo. ¡Los Kennedy de Cataluña, me dijo!

—¿Crees que está echándole teatro al asunto, para no perder la costumbre? —pregunta Fattush.

—Por completo. Necesita escenificar, es compulsivo en ella. Supongo que, si ha decidido que Sueni es el ladrón del astrolabio y también responsable de la muerte de Oriol, se dispone a clavarle un centenar de banderillas antes de permitirme entrar en el ruedo

Cálidamente, el libanés se echa a reír.

—Esa mujer no te conoce.

Diana se esponja:

—Por supuesto que no. Ya te he dicho que mantenemos una amistad superficial. Nada que ver con la nuestra.

Ahora es Fattush quien agradece, aunque con austeridad, el piropo.

—¿De qué otros estímulos hablabas?

—Ismail.

—¿Crees que la conversación que hemos, que has sorprendido —rectifica el inspector—, le convierte en el asesino, o al menos en su cómplice?

—Lo ignoro. Lo que pensé cuando sentí uno de mis calambres en el estómago, mientras miraba el Nilo y la isla Elefantina con su Nilómetro y su templo de Khnum, y su museo de Asuán, y esa cagarruta del Oberoi, fue lo que sigue. ¿Para qué necesitamos un guía si, ya antes de salir de su villa de Luxor, Roxana había decidido que sólo visitaríamos Filé, y teníamos al pedante de Sueni con nosotros? ¿Qué va a hacer el muchacho, señalar la orilla y contarnos las diferencias que existen entre la cabaña de vacuno egipcia y la suiza?

—No resulta plausible. —Fattush se remueve, algo incómodo, en la butaca, que no sólo es pequeña sino rígida.

—Salvo que Roxana tenga serios motivos para sospechar que entre Laia e Ismail se cargaron a Oriol. Está bastante claro que lo suyo va en serio. Pero alguien se oponía. Alguien que ya no está. ¿Por qué?

—Y alguien sigue oponiéndose —añade el inspector—. Alguien que todavía está. Y que «ni siquiera es la madre de Laia», según afirmó el joven. ¡La hermana! ¿Acaso pretenden casarse y a Claudia no le complace la idea? ¡Un matrimonio mixto! ¿Te parecería mal?

—A mí el matrimonio me parece siempre mal, cualquiera que sea el adjetivo que se le ponga. Pero ¡un marido egipcio! ¿Qué les ha dado a las mujeres con los egipcios? Primero Joy, ahora esta hermosa criatura de pura cepa catalana…
Collons!
Con lo sosos que somos los europeos, tiene su lógica que algunos intenten mezclarse con sangres más estimulantes.

Cabecea, irónica, y prosigue.

—Debo confesarte, amigo mío, que, como mujer, yo también me opondría a que Laia se condenara a una vida de mujer tradicional, en El Cairo o en donde fuera. Quizá Claudia tiene razón.

—¿Y si es al revés?

—¿Qué quieres decir? —inquiere la detective.

—¿Y si, además de amarla, porque la chica es guapa, existe por parte de Ismail la intención de hacerse europeo por vía matrimonial? ¿No me contaste que estaba escribiendo una tesis? Igual pretende terminarla en Barcelona y quedarse allí. Escapar de su vida en este país. Y poner en pie unos sueños de modernidad que aquí no puede, por falta de democracia.

—Si tal fuera su intención, me parecería de lo más loable. Con esa mierda de tirano y esos vejestorios dominando la política y los negocios, y hundiendo a Egipto en la corrupción y la desesperanza… Pero eso ¿es suficiente motivo para matar? ¿A un prócer catalán? ¿Qué pintaba él? Roxana me dijo que Oriol sentía gran afecto por las hermanas Mollà. ¿Quizá se había arrogado el papel de tutor de la chica?

Ahoga un grito, llevándose la mano a la boca, y añade:

—¡Esto me recuerda que hay algo muy importante que hemos pasado por alto!

—¿El qué? —inquiere Fattush.

—El testamento de Laclau. ¿Cómo he podido ser tan necia? ¡Es lo primero en lo que tiene que pensar un detective! Obnubilados como estamos por su extravagante deseo de ser enterrado como los faraones, se nos ha olvidado preguntar qué va a ocurrir con su fortuna. Lo normal, supongo, es que vaya a parar a su viuda, y que haya una parte para la hermana, y puede que existan legados menores, aunque ignoro lo que considera menor esta gente…

—Y quizá Claudia Mollà, además de modelo de sus campañas publicitarias, fue también amante suya —dice el inspector.

—Claudia, ¿y por qué no también Laia? Era un depredador, por mucho que quisiera a Marga. Hemos de ponernos a trabajar de inmediato —se excita Diana—. ¡Cuántas incógnitas!

Un enérgico golpeteo en la puerta les interrumpe.

Fattush la abre y se encuentra con Roxana en el umbral. Les mira de hito en hito, tras lo cual:

—¡El té! —escupe—. ¡Os vais a perder el té! Como hemos comido tarde, se nos superpone, y no me ha dado ni tiempo a cambiarme, pero no me pienso perder mi té inglés ni un solo día, caiga quien caiga.

Repasa la habitación, sacude la cabeza y resopla:

—¡La siesta! ¡Ya decía yo! ¡Hum!

Acobardados, ambos siguen a su anfitriona sin pronunciar palabra, enfilando hacia la cubierta superior, en donde, bajo los toldos, ya se han instalado los otros huéspedes.

X

Con evidente desdén, Roxana exilia a su amiga a otra mesa, mientras secuestra a Fattush.

—Vete por ahí, bonita, a hacer tu trabajo, mientras yo me trajino a este bien de Dios —ordena.

—De eso tenemos que hablar tú y yo, de mi trabajo. La investigación… —Dial intenta llamar la atención de la falsa lady, pero ésta ya le ha dado la espalda.

Diana se sienta tan lejos de la pareja como puede, a estribor, y fija sus ojos en la isla Elefantina. Por todos los demonios, qué ganas tiene de que el
Karnak
zarpe para perder de vista la mole del hotel Oberoi. Suspira. La partida se producirá esta noche. Quizá por entonces ya habrá logrado que Roxana le cuente lo que sabe. Cierra los ojos e intenta serenarse. Lamenta haber olvidado en el camarote el libro de los cuadernos de Agatha Christie que la acompaña en el crucero. Lo descubrió hace unos días, recién publicado, en inglés, en la librería Diwan de El Cairo, y lo consideró una señal. Bien, se dedicará a la observación mientras ejecuta la ceremonia de no tomar el té —sólo pensar en ingerir algo le produce náuseas— a solas.

Sonríe a los camareros, con sus galabeyas granates, ceñidas por anchos cinturones, y el airoso
tarbush
coronando cada rostro moreno y afable. El que se le acerca, y recibe su rechazo al servicio de té —en cuya bandeja la detective descubre, alarmada, platos con diminutos sándwiches de pepino preparados a la inglesa, así como otros repletos de grasientos dulces egipcios—, coquetea descaradamente con ella. Una mujer madura y sola, rezonga Dial para sus adentros; éstos se creen que todo el monte es orégano. La cubierta es amplia y está dedicada al solaz de los pasajeros, salvo por la cabina en donde se encuentra el timón. Diana se promete realizar una visita al capitán cuando el vapor avance Nilo abajo. El puente debe de ofrecer vistas extraordinarias.

—¿Se ha llevado las pastas?

Pitu Morrow ni siquiera solicita su permiso para desplomarse en el asiento, haciendo crujir sus mimbres, mientras alza la mano para llamar al camarero. Regresa éste, obsequioso, y despliega el té y sus complementos sobre la mesa, sin disimular una sonrisa conspirativa, como si le dijera que ahora la entiende: esperabas a un hombre. Diana hace caso omiso de sus propias ganas de propinarle un guantazo al insolente y fija su mirada en el intruso.

De cerca, el cronista y productor rockero de los ochenta sigue ofreciendo un aspecto amenazador, si se lo considera en bloque: la melena larga, desordenada y no muy limpia, pegada a su cuello de res y extendiéndose sobre los anchos hombros, siempre alzados, compactos, como si llevara hombreras de jugador de rugby debajo de la camiseta, o como si estuviera a la defensiva. Sus ojos de color castaño claro, redondos como pequeños botones, pierden malicia en la distancia corta. No sin sorpresa, Diana advierte desamparo en ellos, pero el mensaje que el hombre emite no despierta su simpatía, sino algo menos relevante, una mezcla de la compasión e impaciencia que a la detective le inspiran los adultos sin cuajar, difuminados. Reprime su deseo de hallarse en otra parte y le sonríe con afectada cordialidad, en espera de que el otro suelte algo que le resulte útil para la investigación. Pitu Morrow expande la indefensión de su mirada al resto de su mole, que se afloja y ya no resulta sombría, sino frágil. La fragilidad del que se sabe diferente, o ha sido tratado como tal. ¿Cuál es su secreta letra escarlata? Diana se promete averiguarlo. Y esta intrusión en la hora de su no té de la tarde le viene de perlas.

Desde la mesa, cercana al puente, en donde el policía libanés padece el asedio de Roxana, llegan las escandalosas carcajadas de ésta. De una ojeada, la periodista examina al resto de los pasajeros. En otra mesa, Marga continúa dedicada a Fuad el-Rashid, pero en esta ocasión también la acompañan el doctor Creus, Farida, la joven esposa del cantor, y Raheb, su hijo, que aparenta casi la misma edad que su madrastra. La inexpresividad de la pareja es absoluta, tanto hacia los demás como en su trato mutuo. En cuanto al médico, no parece hallarse a gusto, y apenas disimula su actitud vigilante, encorvado hacia la viuda como de costumbre. ¿Teme que vuelva a perder los nervios, como le ha ocurrido esta mañana, según el relato de Fattush?

Lulú Cartier y Hadi Sueni toman el té a solas, todavía vestidos de Minnie y Mickey Jones, pero no conversan. Él se extasía ante el Nilo, con el pecho henchido de sentido de la propiedad —entre sus numerosos libros de autobombo se encuentra uno, titulado
Mi Nilo y yo
—, y ella le observa como si meditara venganzas nocturnas a lo Lady Godiva. No están de buen humor, salta a la vista.

Claudia Mollà ha llegado sola, y no ha dejado de observar el acceso a la escalera, hasta que ha aparecido una Laia cuyo olor a sexo recién consumado alcanza incluso la pituitaria de Dial, bastante alejada. Ismail no comparece.

Ajenos al té y sus rituales, tumbados en sendas hamacas, en la zona de solario de cubierta, Dolors Moltó y Alfons Permanyer parecen enfrascados en una intensa conversación, las cabezas casi juntas. A ese par pronto tendré que meterles mano, se promete Diana.

Sin dejar de sonreír, se vuelve hacia Pitu:

—¿Qué decías? —Tiene que hacer un esfuerzo para ahogar el rechazo que le produce el desaliño del otro.

—Oh, no me importa repetirlo cuantas veces sea necesario —replica Morrow, arrebolado—. Leía todos tus reportajes. Durante un tiempo, antes de dejarlo, fuiste una especie de ídolo pop del periodismo español.

Dial se echa a reír.

—Eso no me lo habían dicho nunca. —Se ahueca, pese a todo, halagada.

—Pues sí. Es más, yo de eso entiendo, he escrito biografías de… —deja caer unos cuantos nombres de cantantes notorios— y de… —aquí, futbolistas y jugadores de balonmano—, aunque, claro, puede que tú no me hayas leído…

—Vivo fuera de España la mayor parte del tiempo, sólo te conozco por tu blog —se justifica Diana con forzada paciencia. Y añade, aviesa—: Deberías cambiar la foto.

—¿Tú crees?

—Esconderse no es la mejor manera de vivir. —Intenta no ser cruel, endulza el tono, pero sus palabras suenan con rudeza—. Ni en las fotos y las hazañas del ayer, ni en una capa de grasa corporal innecesaria.

—No tengo dinero. Estoy en la ruina. Como carbohidratos porque son más económicos y llenan más. —Frunce los labios, luego intenta sonreír y finalmente encoge los hombros—. No sé por qué te cuento esto. Tuve mala suerte, cayeron las discográficas, me arruiné, no había ahorrado nada, yo y los que me rodeaban nos habíamos dado la gran vida… Cuando vinieron mal dadas, me quedé solo.

—¿Y ahí apareció Oriol Laclau?

—En el momento justo. Fui a verle, le engatusé. Mejor dicho, creí que le engatusaba. ¡Qué imbécil! Él me engatusó a mí. Con su inmenso encanto, su fortuna, con la facilidad con que viajaba de un lugar a otro en avión privado. A veces me llevaba consigo. Yo tomaba notas de todo, escribía… Siempre he sido muy desordenado. Acumulaba material, pero me costaba darle forma; ahora mismo aún me cuesta. Hay días en que todo se convierte en una montaña. A mí, esos días se me repiten con frecuencia.

BOOK: Sin entrañas
12.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A LITTLE BIT OF SUGAR by Brookes, Lindsey
The Fatal Eggs by Mikhail Bulgakov
Hetty Feather by Wilson, Jacqueline
Red Sky in Morning by Paul Lynch
Off the Record by Sawyer Bennett
A Warrior's Legacy by Guy Stanton III
Good Day In Hell by J.D. Rhoades
Mated with the Cyborg by Cara Bristol
The Phantom Lover by Elizabeth Mansfield