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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (10 page)

BOOK: Sin entrañas
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Se interrumpe para comerse un hojaldre bañado en miel y sorber su té. Traga y la mira. Más desamparado que nunca, añade:

—Yo no le maté. Aunque hubiera podido. ¿Ganas? No me faltaron. Oriol Laclau i Masdéu era un experto humillando al prójimo, y a mí se me hiere con mucha más facilidad de la que imaginas.

El punto débil. Dale tiempo. Asiente Diana, y pregunta:

—¿Te prestó mucho dinero?

—No lo bastante para justificar un asesinato. La forma en que me daba esa miseria resultaba tan ofensiva, tan grosera… Yo también tenía mis métodos aviesos, no te lo niego. Solía pegarle sablazos muy a menudo, él me acostumbró, al fin y al cabo; y lo hacía después de verle realizar un dispendio injustificado, fuera con chicas de alterne o con dependientas o peluqueras, a las que trataba como si fueran putas. Le pedía dinero tras sus banquetazos o sus escapadas de fin de semana.

—¿Le coaccionabas? ¿Llegaste a amenazarle con contárselo a su mujer?

—¿A Marga? —Pitu Morrow agita el torso con una carcajada—. Ésa se lo consentía todo, se lo perdonaba todo. Y él no le ahorraba detalles.

—¿Él también la quería? —pregunta Dial.

Morrow asiente, sin dudarlo:

—A muerte. Ésa es una de las cosas que le daban interés. A él y a su biografía. Era capaz de las mayores crueldades con otro ser humano, yo le vi cometer más de una, y se derretía de ternura con ella. Siempre me pregunté…

Calla y cierra los ojos, como preso de una ensoñación.

—¿Qué? —Superando su repugnancia, Diana le palmea el antebrazo.

Pitu Morrow la mira ahora con expresión arrobada:

—La gente no suele tocarme —explica—. No les gusto. Una vida con pocos abrazos, ya ves. Desde que soy pobre, desde luego. Si no fuera por mi hija…

—Así que eres padre.

—Un desliz de juventud. Ella era una rockera mediocre y una heroinómana excepcional. Conseguí mantenerla limpia hasta que nació Áurea. Luego se largó, siguió en lo suyo, y ahora está muerta. Algún día… Algún día escribiré cómo fueron aquellos años, todo lo que la droga se llevó por delante, cómo cayó Barcelona, desde la cúspide de sus expectativas, hasta convertirse en un espejismo para especuladores inmobiliarios.

—¿Como el finado Oriol?

—Como el finado Oriol. Hubo una generación que nos comimos el cuento entero: la música, los tripis, el sexo promiscuo, el futuro es nuestro, la democracia ya está ganada… Y hubo la otra cara, gente como Laclau, pero incluso más jóvenes, de mi edad, e incluso menos, pero yo les clasifico y englobo como generacionalmente letales para la humanidad… Medraban y se apoderaban hasta del aire, mientras nosotros dejábamos de respirar y, encima, contentos.

—Tienes que escribir ese libro. Tus experiencias.

—De momento, he de seguir con el de Laclau. Si es que alguien quiere publicarlo. No teníamos editorial. El amo me dijo que él se encargaría cuando lo terminara. ¿Tú crees que, asesinado el personaje, el libro tendrá más salida?

Rezuma ingenuidad.

—Me gustaría leer lo que tienes… —Diana lo dice muy en serio.

—No está muy presentable —se excusa el otro—. Un párrafo sobre esto, cuatro páginas sobre lo otro…

—No importa, he sido editora en algún momento de mi carrera periodística, se me da bien interpretar textos, por inconexos que parezcan.

—De acuerdo, mañana te pasaré algo. Tengo mi ordenador portátil aquí, y puedo hacer que lo impriman en la oficina de recepción. —Pitu Morrow se levanta, eufórico—. Debo volver a mi camarote. Me has estimulado, te lo agradezco tanto… Ídolo pop, sí señor, eso eras, lo creas o no. Qué entusiasmo. Me has hecho un hombre nuevo. Voy a empezar mi novela sobre la caída del
rock’n’ roll
en Barcelona. Ahora mismo.

Sorprendida por tan súbita decisión, lo ve alejarse tarareando. Tarda unos instantes en comprender que el estribillo que el otro repetía entre dientes al marcharse no pertenece a una pieza de rock.

«Cortigiani, vil razza dannata.»

Ópera.
Rigoletto
.

Nadie es lo que aparenta. Pitu Morrow tampoco, reflexiona Diana, mientras se dirige a la zona de cubierta en donde Dolors Moltó y Alfons Permanyer siguen secreteando.

XI

—Así que usaste tus encantos de playboy libanés para sonsacar a nuestra aristócrata de pacotilla.

Diana Dial se despereza con voluptuosidad bajo la manta. Ella y el inspector Fattush han decidido asistir a la operación de zarpado del viejo
Karnak
, que en otros tiempos fue uno de los orgullos fluviales de la agencia Cook. Después de haber presenciado la retirada de la pasarela y otros rituales de desamarre, y de haber escuchado el aullido cansino de la sirena, al lanzar la rechoncha chimenea su primer chorro de vapor, han bajado como críos a la sala de máquinas, embelesándose con los cromados relucientes de artilugios cuyos nombres desconocen y cuyas funciones ignoran. Han visto cómo el Nilo se rendía a los paletazos de las ruedas laterales, lentas pero tozudas como norias.

Ahora, tumbados en hamacas en la cubierta superior, y protegidos del frío de la noche por mantas que, con gran previsión por parte de Fattush, han traído de sus camarotes, se dedican a poner en limpio lo que han investigado durante el agitado día. Frente a ellos, en la orilla oriental, surge una frondosa cenefa de palmeras cuya silueta apenas destaca, casi indistinguible de la maciza oscuridad del cielo. La superficie del río absorbe la escasa luz que envía desde lo alto una luna creciente y moruna. Espejean las estrellas, pero su fulgor sólo sirve para que destaque aún más el vacío azul cobalto de la bóveda celeste. Aquí abajo todo es penumbra. Pero no silencio. Dejada atrás Asuán, sus islotes y sus luces y charangas turísticas, el
S. S. Karnak
se adentra, hacia el norte, en los sonidos incomprensibles del continente. El mundo de orilla adentro no les pertenece. Respira por su cuenta, en otra dimensión.

—¿Y sin pagar un alto precio? —insiste Dial. Se refiere a las exigencias de Roxana.

—He postergado para otro día su invitación para que visite su camarote. Quiere que admire su colección de pelucas. Todas, me temo.

La detective se echa a reír. Estira los miembros una vez más, aprieta los párpados. Si no tuviéramos un crimen por resolver y una momia sometida a autopsia en Barcelona, qué viaje tan placentero sería éste.

—Hadi Sueni le está haciendo chantaje —suelta Fattush.

Sorprendida, Diana se medio incorpora y le mira con atención.

—¿Qué clase de chantaje?

—Un montón de dinero, la villa de Luxor… Dice que tiene pruebas de que casi todo el material arqueológico de su hermano fue obtenido por medios fraudulentos y sacado de Egipto de forma clandestina. Y que puede denunciar a la familia LaclauMiddlestone por expolio del patrimonio nacional egipcio.

—¡Cómo no va a tener pruebas, si él mismo debió de aceptar sobornos para que el otro se llevara las piezas!

—Eso mismo ha aducido tu amiga, con gran sensatez. Pero existe un pequeño problema. Hadi Sueni es íntimo de Mubarak y puede montar un escándalo, movilizar a los medios de comunicación del régimen, que son todos, y montar una campaña de populismo nacionalista basada en el expolio extranjero que viene cometiéndose con el tesoro arqueológico de este país desde que Champollion puso aquí la patita. Expolio que a nadie le importa, pero cuya denuncia resulta muy útil para desviar la atención de los problemas que aquejan a Egipto, y a los que Hadi Sueni y sus compadres no son ajenos.

Diana se medio incorpora. De repente no tiene frío, al menos de medio cuerpo para arriba. Dobla las rodillas e inclina la cabeza hasta casi tocarlas con la frente.

—Este barco está más lleno de hijos de puta de lo que pensaba. Puntualizo: los hijos de puta que viajan en este crucero son más retorcidos de lo que creía. Y otros a los que tenía como tales, debo reconocerlo, me han sorprendido favorablemente.

Le relata a su amigo, con brevedad pero sin dejarse ningún detalle esencial, su encuentro de esa tarde con Pitu Morrow.

—Vaya, una víctima de Laclau a la que no consideras capaz de vengarse… Porque tal es tu diagnóstico, ¿me equivoco?

Fattush suena afectuoso. Quizá porque una de las cosas que le gustan de su amiga es que, exabruptos aparte, no permite que su corazón se desvíe cuando recibe señales de ternura. Y, al parecer, Pitu Morrow le ha tocado la fibra.

—No conviene descartar a nadie, todavía —explica Diana—. Sin embargo, nada de pellizcos en el estómago al tenerle cerca. Todo lo contrario de lo que me ha ocurrido al enfrentarme a ese dúo siniestro formado por la secretaria fiel y el arqueólogo leal. O viceversa.

XII

Esa tarde, blandiendo un taburete que le ha proporcionado uno de los chicos del
Karnak
, la detective se ha plantado en medio de las hamacas ocupadas por Alfons Permanyer y Dolors Moltó, casi tapándoles la vista de la orilla. A esa hora, el sol empezaba a declinar y alargaba la sombra de Diana en cubierta, lo cual le ha complacido sobremanera: los antiguos empleados de Oriol Laclau han tenido así ocasión de sobresaltarse por su silueta, antes de descubrir su identidad.

—¿Puedo?

Y sin esperar respuesta se ha sentado, de espaldas al Nilo, consciente de que el contraluz jugaba a favor de la pareja, desdibujando sus rasgos, pero también convencida de que la puesta en escena de su interrupción les dejaba momentáneamente incapacitados para la argucia.

En efecto, ambos se han deshecho en explicaciones deplorables:

—Qué lástima que… el señor Laclau no pueda disfrutar de esta vista, una de sus preferidas —Dolors ha vacilado muy poco, pero lo suficiente, al conceder el tratamiento a su difunto jefe—, ¿verdad, Alfons? De eso estábamos hablando.

Y el susodicho:

—Siempre me lo decía: «Ay, Alfons, el día que me falte el Nilo no seré ya nada en este mundo.» ¿No es así, Dolors?

Dial ha pensado que el proceso se produjo a la inversa: primero dejó de ser algo en este mundo, a consecuencia de lo cual se quedó sin el Nilo.

—Les acompaño en el sentimiento —ha dicho, maldiciendo la dureza del asiento de la banqueta, dotado de una protuberancia lateral que iba a dejarle señal en la nalga derecha si permanecía allí demasiado tiempo.

—Qué cortos son los anocheceres aquí —ha seguido con su cháchara la secretaria—. Por mucho que lo sepamos, nunca deja de sorprendernos, ¿verdad, Alfons?

Permanyer estaba a punto de responder con otra nadería cuando las luces de cubierta, prendidas antes de hora por algún empleado diligente y, no obstante, oportunas, han colocado a Diana en zona de penumbra, al tiempo que sus haces más cercanos recortaban con nitidez a la pareja. Bustos inmóviles, cuyas cabezas ligeramente inclinadas la una hacia la otra, como si buscaran protección, ofrecían ciertas reveladoras coincidencias: ojos inquietos, labios colgantes. Desconcierto, recelo.

Dolors ha sido la primera en reaccionar, inclinándose a rebuscar en su bolso, hurtándose al campo de luz. Ha emergido con un pañuelo de batista planchado y limpio. Retorciéndolo entre sus manos, lanzando un suspiro, preparando el terreno para la lágrima.

—No es lo mismo sin él, ¿verdad, Alfons? —Ha producido un sonido intermedio entre un sollozo y el sonarse un moco.

—Lo imagino —ha conciliado Diana—. Será difícil que, sin su presencia, su magna obra tenga continuación. A no ser que Lady Roxana quiera hacerse cargo de su labor.

—¡Oh, ella! —Algo se ha alborotado en el busto, generoso y apaisado como una almohada, de la mujer—. Ella no siente por Egipto lo mismo que Oriol. Ni mucho menos.

Oriol.

—Un gran hombre. —Acotación de Diana.

—No lo sabe usted bien —se ha animado la otra—. ¡No hacía más que bondades, todo el rato! Incluso a gente que no lo merecía. Este crucero está lleno de desaprensivos que le chupaban la sangre, empezando por su hermana y siguiendo por…

—¡Tú sí que le querías, Dolors! —Rápida intervención de Alfons—. Hizo mucho por mí, también.

Demasiado rápido. Demasiado oportuno.

—¿Cree que Marga le hacía feliz? —La pregunta de Dial no ha despertado reacción alguna en la Moltó.

—Marga es una santa. —De nuevo, Permanyer al quite.

—Pero él era humano. Muy humano, según tengo entendido.

Implacable, Diana ha mantenido los ojos fijos en el rostro de la secretaria, ahora trastornado, como si por debajo del cutis se le moviera la carne, una especie de pulpa en ebullición. Diana ha tenido que apretar los párpados. ¿Qué había ahí? ¿Maldad, resentimiento? ¿O amor defraudado? En ese momento, el estómago de Diana se ha puesto a chirriar, y la detective ha alzado la mano para pedir una infusión.

Por fin Dolors Moltó se ha recompuesto, formando una breve sonrisa sobre la pulpa ya en calma, un estiramiento de labios apenas formulado para dejar bien claro el sufrimiento que la conversación le producía.

—Un ser humano excepcional. —Con un susurro apenas perceptible, la secretaria se ha recogido en la hamaca—. Será difícil que alguien de su familia esté a su altura.

—Si sus negocios se van al garete, ¿qué ocurrirá con ustedes, con sus empleos?

—¿Lo ves? —dice Alfons mirando a su compañera. A Diana le ha quedado claro que es a ella a quien el hombre dirige el mensaje—. La inmobiliaria se la va a quedar la sociedad que formaron los hermanos y el difunto cuñado con la viuda. Eso no será un problema. Pero ¿y el arte? La fundación que quería montar nunca verá la luz, y la colección desaparecerá, saqueada por su propia familia… Yo me quedaré sin trabajo, y tú también. Yo porque, aparte de la arqueología, no sé hacer otra cosa, y además no tengo título, en eso don Oriol fue muy bueno conmigo, y tú porque Roxana te odia, y con él desaparecido ya nada le impedirá despedirte. En el paro, los dos. ¿Lo ve? —Ahora sí, se ha vuelto hacia a Diana—. ¡No teníamos ningún motivo para matarle, no sé qué hacemos aquí, en esta trampa! ¡Con la de asuntos que debemos resolver en Barcelona! ¡Hay que poner al día el inventario de piezas! Porque éstas mucho mandar, pero de egiptología no tienen ni idea.

—¿Cree que pueden haberse perdido más cosas, además del astrolabio que ha aparecido a subasta en el mercado internacional? —Diana ha planteado la pregunta sin demasiado interés, mientras se rascaba el cogote.

Alfons Permanyer se ha encogido de hombros.

—¿Quién puede saberlo? Muerto Laclau, esto es un burdel. Temo que las cuñadas me impidan acercarme al almacén. Siguen pagándome el sueldo pero amenazan con buscar a otro experto. No se fían de mí. ¡Y pensar que don Oriol quería que sus tesoros fueran a parar a la ciudad! Más aún, le habría encantado abrir un museo arqueológico en las instalaciones del Barça. ¡Una casa de putas, ya lo he dicho! Regentada por una hermana estrafalaria y una viuda obsesiva.

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