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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (8 page)

BOOK: Sin entrañas
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Sus reflejos de investigadores les conducen hasta una mesita del fondo desde la cual podrán observar al resto de los invitados sin quedar en evidencia. Poco a poco, los pasajeros atraviesan el umbral —cuya puerta de ornamentado cristal mantiene abierta uno de los mozos— que separa el salón del comedor. En esta zona, más amplia, les da la bienvenida el director del crucero, un egipcio grueso y bajito, de poblados bigotes, vestido a la occidental —a Diana le hace pensar en un gato castrado—, que pone en serio peligro sus lumbares a fuerza de inclinarse sumisamente ante los pasajeros. La detective y el inspector se limitan a cruzar miradas divertidas cada vez que el hombre —Seboso, en adelante, para ambos— le hace los honores a un recién llegado. Si la entrada de Marga, conducida por Haggar, le obliga a prorrumpir en gozosos aleteos —y ahora a Diana le recuerda a un pingüino—, la de Roxana, que se produce de inmediato, le disloca. Moviendo las caderas a ritmo tropical, Seboso conduce a las damas hacia la mejor mesa, que está preparada para seis cubiertos, en el centro del comedor. Mientras se deshace en amabilidades, el hombre observa, con el rabillo del ojo, que Fuad el-Rashid acaba de llegar, y que, tras él, asoma nada menos que Hadi Sueni. Diana y Fattush asisten, con regocijo malsano, al sentimiento de pánico que Seboso experimenta y que hace que aflore a su rostro una expresión como de restringido intestinal en funciones de evacuación forzada. Oh, deidades del sagrado panteón egipcio, ¿cómo hacer para ser muchos y estar en todas partes, como vosotras?

Lo peor, para el director del crucero, está por ocurrir. Roxana, que no parece hallarse de buen humor, se percata de su dilema y, con una gracia sádica que impulsaría a Diana a comérsela a besos, se dedica a retenerle a fuerza de preguntarle, con detalle, por la salud de cada uno de los miembros de su familia. Cuando Seboso —y ahora sudoroso— termina sus explicaciones, el eximio cantante y el director de Antigüedades, que honran con su presencia la expedición, ya se han acomodado en sendas mesas con sus respectivas compañías, sin otra recepción que la proporcionada por el simple
maître
. Dial y Fattush leen el rápido cálculo que atraviesa el rostro del director, mientras responde, cortés, las preguntas de Roxana. Se dice el hombre, sin duda, que aún le da tiempo a correr a las mesas de sus honorables compatriotas para dedicarles cumplido aunque tardío vasallaje. Pero Roxana, atusándose la peluca verde billar, a juego con la túnica, con que se ha coronado para el almuerzo, frustra el intento de fuga del otro, sometiéndole ahora a un implacable interrogatorio sobre el chef, su procedencia, y la de las materias primas con que la despensa ha sido abastecida antes de zarpar. Ya de paso, le pregunta también cuándo tendrá lugar la partida del
Karnak
Nilo abajo, hacia su destino final, Luxor y —esto lo piensa Diana— la justicia.

Después, y a modo de colofón, Roxana susurra algo al oído de Seboso. Fattush y Diana fruncen el ceño. Esta parte se la han perdido. Aunque por poco tiempo. El hombre se dirige a ellos:

—Lady Roxana desea que tengan la amabilidad de compartir su mesa.

No les queda otra y, qué diantres, su amiga vuelve a caerle bien a la detective.

El director tiene ahora su oportunidad de bailarles el agua a Fuad el-Rashid y Hadi Sueni, ya que ha de comunicarles idéntica invitación. Para deleite de Diana, el director detiene con un gesto a Lulú Cartier, que tenía la intención de seguir a su amante. «Sólo el caballero», parece decir. A los acompañantes de El-Rashid ni siquiera los mira, y ellos no reaccionan, tan bovinos como de costumbre.

Reunidos los cuatro huéspedes en torno a su mesa, Roxana palmotea y, deferente, le indica al cantante que se siente a la izquierda de su cuñada. Lánguida, Marga le deja besar su mano, y le dedica una sonrisa de gratitud.

—Tu música es mi único consuelo —susurra.

Los ojos de betún del otro se llenan de lágrimas fáciles.

—Y tú aquí, a mi vera. —Roxana le señala a Fattush el asiento de su derecha—. Tienes que contarme las cosas tan interesantes que haces en ese país tuyo tan violento. ¿Sabíais que mi amiga Diana y este apuesto inspector trabajan juntos investigando crímenes? Pero no sois pareja, ¿me equivoco?

Dirige a Dial una mirada picarona:

—No me habrías ocultado una bomba así. —Dándose la vuelta hacia Fattush, añade—: Todo, quiero saberlo todo. ¿Te han herido alguna vez? ¿Tienes cicatrices?

Divertida, Diana también se gira, en su caso hacia Sueni, sentado a su lado:

—¿No le resulta incómodo llevar ese sombrero a todas partes? —El accesorio cuelga en uno de los percheros modernistas del comedor.

Desconcertado, el otro se limita a sonreír y a tocarse la cabeza, como si echara en falta el mencionado remate. Desde su mesa, Lulú Cartier les dirige miradas turbulentas. Junto a ella se ha sentado Pitu Morrow, que, sin hacerle caso, pasea sus ojos porcinos por el comedor, como si hiciera cálculos, mientras devora un pan egipcio recién horneado.

En la mesa de presidencia, el almuerzo transcurre a ratos con tranquilidad o a ratos atropelladamente, según cuál de las cuñadas lleve la conversación. Sin embargo, es la educada Marga quien provoca que el director de Antigüedades se atragante al responder a una petición suya, planteada con lo que Sueni considera diplomacia:

—Estimadas amigas —empieza el prócer—, os agradezco sobremanera vuestra deferencia al invitarme, junto con mi colaboradora, la señorita Cartier, así como la delicadeza de que hayáis puesto a nuestra disposición maravillosas suites, la Aida y la Reina Victoria; ah, cuántas remembranzas de mi amado Egipto… Me he percatado de que la extraordinaria y enorme suite Um Kulzum, bendita sea su memoria, situada en esta misma cubierta intermedia, en la proa y con una vista soberbia, ¡permanece vacía! La señorita Cartier, bueno, no es un secreto para vosotras, distinguidas damas, que nos une algo más que nuestro amor por Cleopatra. En fin, a mi amiguita le encantaría que ocupáramos dicha suite, si no os molesta.

Las cuñadas han resistido, imperturbables, la exposición. Roxana, algo enrojecida de mejillas, tanto por el vino como por la osadía de Hadi Sueni, está a punto de hablar, pero Marga le oprime el brazo con una mano marfileña y determinada.

—Déjame a mí, querida. —Sus ojos azules destacan más que las tulipas que iluminan el comedor, son más transparentes que los cristales de las ventanas, con glaseados de flores de loto y tallos de papiro—. ¿Tengo que recordarte a ti, su compañero de excavaciones, a quien consideraba un hermano, que la suite Um Kulzum era la favorita de mi difunto esposo y la que ocupamos en su último, funesto crucero? La queríamos mantener vacía en su honor. A Roxana y a mí se nos pasó por la cabeza colocar sus amados restos ahí, para que, a su manera, disfrutara también del viaje…

La intervención de la otra, ahora sí, se produce cruda y triunfal:

—Eso fue hasta que decidimos enviar la momia de mi hermano, con sus correspondientes vasos canopos, al Hospital Clínic de Barcelona. ¡Para que le hagan la autopsia!

Esto último lo dice en voz tan alta que hasta Pitu Morrow deja de masticar.

—Mi cuñada es muy amiga de un antiguo
president
de la Generalitat —explica Marga, con dulzura—. No hay nada que él no haría por ella.

—Un alto cargo de Sanitat ha prometido realizar una autopsia exprés y enviarme los resultados por correo electrónico. Quizá los recibamos aquí, en este vapor del siglo
XIX
. —Roxana se dirige a Fattush, mientras se retuerce un rizo verde—. ¿No es encantador lo útiles que resultan las tecnologías cuando se ponen al servicio de la verdad, incluso en un viaje al pasado como este que nos ocupa?

Y le agarra la mano por encima de la mesa, agitando las pestañas. Diana se pregunta qué estará haciendo con las piernas, y prefiere no responderse.

El resto del almuerzo transcurre en silencio. Cuando las anfitrionas hacen amago de levantarse, la mayoría de los invitados se despiden mascullando excusas y abandonan las estancias comunes al trote ligero. Deferentes, Diana y Fattush, así como Fuad el-Rashid y Hadi Sueni, aguardan a que Haggar se coloque detrás de Lady Margaret e inicie la marcha de las anfitrionas.

—¿Café en el salón? —propone la dama.

Fattush y Diana aducen cansancio y se disculpan: necesitan retirarse a sus cabinas.

—Espero que hagáis la siesta por separado —coquetea Roxana, siempre con la vista puesta en el libanés.

—Amigo mío —Marga toma la mano de El-Rashid, mientras Haggar dirige la silla hacia uno de los veladores del salón—, acabo de decidir que nadie más digno que tú para ocupar la suite de Um Kulzum. Mi Oriol habría aplaudido la idea. Fue un error por nuestra parte adjudicaros el Heródoto a ti y a tu mujercita. Demasiado pequeño. Haggar, ayuda a las chicas a que preparen el aposento al gusto de mi admirado amigo. Y que el camarote contiguo, el Naguib Mahfuz, pase a su hijo Raheb. Instalaremos a las doncellas en vuestros antiguos destinos. Siempre resulta útil para una mujer en mis condiciones tener a mano al servicio.

La dama mira ahora a Sueni y le dirige una gentil sonrisa:

—Estoy segura de que lo entenderás. ¡Fuad me trae tantos recuerdos de mi amado Oriol!

—¿Y yo no? —pregunta el otro, sofocado.

—Sólo me remites a su momia —le corta Marga—. Si tanto necesitas cambiar de lugar, han quedado algunos camarotes libres, aquí al lado, que nuestra servidumbre usa para guardar nuestro equipaje. ¡Necesitamos tantas cosas mientras nos falta lo único importante! El amor, ¿no es cierto, estimado Fuad?

Sueni queda petrificado y Diana aprovecha el momento de parálisis ambiental para propinarle a Fattush uno de sus delicados codazos: «En mi camarote, en cuanto te laves los dientes.»

El inspector se aleja, deprisa, hacia la escalera que conduce a la cubierta intermedia de babor, en donde se encuentra su camarote. El
Karnak
se halla todavía amarrado a la Corniche, apartado del centro de Asuán, y las cortinillas de lona han sido corridas para proteger el interior del sol de la tarde. Diana siente un súbito deseo de ver el Nilo. Cruza el pasillo que separa la zona de camarotes del sector salón-bar-restaurante y, acodada a la barandilla de estribor, se queda un rato admirando los reflejos dorados que ondulan el agua. Delante, la isla Elefantina, en donde se encuentra el Nilómetro, ofrece belleza y chabacanería a partes iguales, la última a cargo de la torre de un hotel Oberoi tan alto y prepotente que, de inmediato, Dial sí lo considera digno de Lulú Cartier y de sus ínfulas.

Aun con el
Karnak
inmóvil, la brisa del Nilo la envuelve y apacigua. Es una sensación engañosa; Dial sabe que el barco entero está a punto de hervir, con ellos dentro, en las mismas aguas tranquilas que presenciaron el asesinato de Oriol Laclau.

A medianoche, cuando el navío suelte amarras, ya no habrá vuelta atrás.

IX

Quince minutos después, Fattush, listo para encontrarse con Diana en el camarote de ésta, casi se da de bruces con ella al salir del suyo. La periodista, pegada la oreja izquierda a la puerta del compartimento contiguo al del inspector, le dirige ostensibles ademanes para que guarde silencio, al tiempo que le indica que adopte la misma posición de escucha. El hombre obedece sin rechistar.

«Nuestro principal obstáculo ha desaparecido.» Es la voz de Ismail, que les llega, nítida, desde el interior del camarote Rey Farouk.

«¡No lo entiendes! ¡Ella no lo permitirá!» Ahora es Laia Mollà quien habla, en tono acalorado.

«¿Con qué derecho? ¡Ni siquiera es tu madre!» En la réplica del muchacho hay indignación y sufrimiento.

«Tendremos que hacer algo. Se trata de nuestra felicidad. No podemos continuar así. Y esta vez no va a resultar tan fácil.» Tajante. ¿Despiadada?

Lo que sigue son algunos sonidos inconfundibles: chasquidos y jadeos propios de los preliminares de un acontecimiento íntimo. Los investigadores se apartan de la puerta. Diana, llevándose un dedo a los labios, se encamina hacia su camarote, seguida por Fattush.

—Creí que ibas a esperarme aquí, tal como dijiste —comenta el hombre.

—Tuve un pálpito y me dirigí al Gérard de Nerval, que ocupa Ismail, para interrogarle. Fue entonces cuando escuché una discusión en el compartimento de al lado, el de Laia, y comprendí que mi intuición no me había engañado.

Diana abre la puerta, no sin frotar antes, con el puño de su chaqueta, la placa de latón dorado que, con el nombre de Hercule Poirot, refulge en la madera. Esboza una risita de vanidad satisfecha, pero en seguida se repone. Se aparta, y deja paso al inspector.

En cuanto atisba el interior, Fattush exclama, con admirativo asombro:

—¡Qué desorden tan fantástico! ¿Te he dicho que las mujeres ordenadas me producen terror?

Diana no quiere preguntarle si se refiere a su madre, a su esposa, a sus hijas o a todas ellas.

—Bueno —replica, orgullosa—, he intentado deshacer el trabajo que Joy ha llevado a cabo esta mañana, en mi ausencia. Ella se siente útil clasificando mis cosas, más que guardándolas, y yo necesito de su metódica organización para aplicarme, después, a la destrucción de su obra, y así hallar lo que busco, al tiempo que comprendo el funcionamiento doméstico de un cerebro extremadamente oriental. ¿Me sigues?

Exhausta por el discurso, y por el rato que ha pasado en pie escuchando la conversación ajena, Dial se deja caer en una de las amplias camas gemelas que ocupan parte del camarote y le señala al otro un pequeño sillón
déco
que forma conjunto con una escribanía pequeña, cuya exigua y recargada superficie está ocupada por un armatoste telefónico engastado en dorados, y por una lámpara de seis tulipas de cristal de Murano.

—¿No te agobia tanto
déco
, tanto cualquier otro tiempo fue mejor? Menos mal que el baño es moderno. Acerca el sillón y siéntate a mi lado, por favor. Te ofrecería que reposaras en la otra cama pero, como puedes apreciar, cumple funciones de archivador.

En efecto, libros, guías, media docena de rotuladores, montones de papeles y unas cuantas libretas, así como alguna que otra prenda íntima y la bolsa de lona negra que la mujer acaba de lanzar sin cuidado, volcando su contenido, ocupan casi la totalidad de la colcha. De un vistazo, Fattush comprende que Diana ha empezado a trazar croquis del barco, de la disposición de los camarotes, los espacios comunes tanto interiores como en las tres cubiertas, y la distribución de los huéspedes.

BOOK: Sin entrañas
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