—¿Vivía con ellos?
—No, hombre, no hasta ese punto. Pero sí viajaban juntos. Poco antes del crucero en el que Laclau resultó asesinado, los tres estuvieron en Japón, un viaje del que Oriol regresó entusiasmado y adicto al sushi. Se convenció de que la comida japonesa mejoraba su circulación sanguínea.
—¿No te parece sospechosa tanta lealtad?
—¿Por parte del médico? —Diana se encoge de hombros—. Roxana cuenta que su hermano era muy generoso con él, y que el otro le admiraba y le quería desde que eran pequeños. Tú y yo sabemos, no obstante, que en el mundo anidan no pocos amigos desagradecidos.
—Y no menos individuos mediocres y envidiosos —asiente Fattush.
Intercambian los humos de sus
shishas
, dejando que se fundan en el aire. Un ritual que perfeccionaron en Beirut.
—Está también el biógrafo —prosigue Diana—, todo un elemento. Un excedente de los años ochenta, cincuentón, periodista especializado en
rock’n roll
, con mucha tierra en La Habana a cuenta del pasado, según la versión de mi amiga. Dice que va por ahí perdonando vidas, pero no estamos ante un ex redactor de la mítica
Rolling Stone
, sino más bien ante alguien que picoteaba por aquí y por allá, ahora escribiendo, ahora produciendo un disco de mala muerte, casi siempre viviendo de los cantantes famosos a quienes conocía. Su nombre de guerra es Pitu Morrow, pero se llama Pius Serra, que mola menos. Se presentó ante Laclau recomendado por un jugador del Barça amigo suyo, postulándose para escribir su biografía. El otro se lo quitó de encima, pero poco después leyó su blog y le pareció que tenía buena pluma. Supongo que al muy ególatra le subyugó la idea de controlar un libro sobre sí mismo. Convocó a Morrow y, desde entonces, éste ha vivido de los sablazos que le pegaba a Laclau a cuenta de lo que le pagaría la editorial a la entrega de la obra magna. No se me ocurre que tuviera motivos para matarle. Salvo, claro, que un libro sobre un prócer muerto dé más dinero que sobre uno vivo, cosa que ignoro por completo.
—O salvo que el hoy difunto hubiera descubierto que el otro no había escrito nada, o que lo que había escrito no valía, o que desvelaba demasiados secretos suyos, y quisiera despedirle.
—Yo lo veo al revés: si Pitu Morrow sabía demasiado de Oriol, ahora sería él quien estaría muerto.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo sé. Lo que he encontrado en Internet es antiguo, y eso incluye la foto de su blog, de hace más de veinte años. De joven se parecía a Jim Morrison. O le imitaba.
—¿Quién más? —Fattush pide otra ronda de copas.
—Una amiga de la familia, Claudia Mollà, antigua modelo publicitaria, todavía de muy buen ver, de unos cuarenta y tantos. Viaja con su hermana, Laia, mucho más joven que ella. Claudia es amiga de los Laclau desde que Oriol la utilizó para algunos de sus anuncios en televisión, cuando puso en marcha su proyecto de urbanizaciones de lujo en la Costa Brava. Oriol siempre le guardó cariño y respeto, incluso se hizo amigo de las hermanas, de ahí que las invitara al crucero con el que quería celebrar su sexagésimo aniversario, y que acabó convirtiéndose en su despedida de este mundo. Yo creo que, en algún momento, tuvieron un lío.
—Bueno, una antigua amante despechada da mucho de sí en materia de venganzas —aventura Fattush.
—Lo mismo pienso yo. Tendré que investigar a la bella ex modelo.
—¿Durante el crucero? —se inquieta Fattush.
—Tranquilo, en tu querido
Karnak
hay Internet, y yo, como comprenderás, tengo algunos contactos en Barcelona. Por otra parte, no me cabe duda de que dispones de amigos en la pasma egipcia que puedan echarte una mano de tapadillo, llegado el caso.
—¿Entre esos torturadores? —El inspector se escandaliza. Luego rebaja el tono—. Conozco a uno que no está mal. O que no está tan mal. Aquí todo resulta aún más podrido que en Líbano. La entera pirámide policial trabaja para mantener al autócrata y a su camarilla.
Diana Dial permanece en silencio mientras el camarero deposita el pedido.
—Mañana voy a tener dolor de cabeza —se lamenta Fattush, llevándose el coñac a los labios.
—No te preocupes, en el Marriott el alcohol es de primera. Las raciones escasas, eso sí. Conservan la maldita costumbre del
tot
británico. Como iba diciéndote, no nos iría mal que investigaras ya al guía. Es un muchacho que estudia filología hispánica y que se gana la vida enseñando monumentos. Trabajó en el otro crucero, y la única razón por la que Roxana lo ha vuelto a contratar es porque lo hizo muy bien. Libre de sospechas. Un chico muy educado, moderno, que escribe su tesis sobre la importancia de Egipto en la obra de un autor español, Terenci Moix. Se llama Ismail Abd el-Mansuri. De todas formas, me gustaría saber si tiene antecedentes.
—Mañana telefonearé a mi amigo. ¿Quién es el siguiente?
—Ah, esto va a enloquecerte —sonríe Dial—. ¡Fuad el-Rashid!
—¿El cantante? ¿El legendario ídolo de las masas egipcias? ¿El protagonista de aquellas películas musicales de mi infancia?
—El mismo. No sabía ni que seguía vivo. Pues sí. Octogenario. Empezó a triunfar en tiempos de Nasser, como sabes. Es amigo de Marga, que le admira como una quinceañera. Según Roxana, sus canciones de amor son lo único que escucha desde que Oriol murió. Me temo que tendremos que apechugar con alguna que otra serenata. Viene con su última mujer, una veinteañera llamada Farida. Ah, y con Raheb, un hijo habido con no sé cuál de sus anteriores esposas, que sólo es un poco menor que su madrastra.
—Hum, serenatas de amor en el Nilo… Cuando se lo cuente a mi madre no podrá creerlo. Ella también admira a El-Rashid.
—Puedes llevarle a Beirut algo grabado con tu teléfono —sugiere Dial con sorna.
Un ruido ensordecedor les sorprende. Es el orondo jeque: al levantarse, ha empujado con excesivo brío la monumental silla que ocupaba, estrellándola contra el suelo. Los camareros se apresuran a pedirle disculpas, y el
maître
se suma a la ceremonia del absurdo, extendiendo en torno al de la túnica su repertorio de reverencias.
—Lo que hay que ver —comenta Fattush cuando el hombrón desaparece, flanqueado por las chicas y moviendo, con un bamboleo hipnótico, sus descomunales nalgas.
—Este hotel es una mina —responde Dial—. Anoche, aquí mismo, me preguntaba si una joven que estaba en la mesa de al lado pertenecía al más viejo oficio o no. Ella misma me dio la respuesta al quitarse un pelo de la boca.
Fattush suelta una carcajada escandalosa.
—¿Te he dicho que te echaba de menos? —apunta, beatífico.
—A ver, qué nos queda —le corta Diana, eufórica—. Una secretaria, Dolors Moltó, que empezó con Laclau cuando éste abrió su primera consultoría financiera, y siguió con él hasta el final. Un año después todavía va por ahí secándose las lágrimas con el pañuelo. Muy fiel, abnegada y etcétera, etcétera.
—¿Y también una ex amante despechada? —inquiere Fattush.
—¿Por qué no? Arrinconada tras su mesa, conocedora de muchos secretos… Laclau no era un hombre propenso a mantener la bragueta cerrada. Pero ya te digo: fiel, leal, devota… Según Roxana.
—¿No te parece extraño?
—¿El qué? —Distraída, Diana ojea su cuaderno.
—Tanta devoción. Parece el crucero del amor. Y sin embargo, alguien le mató. ¿Te ha contado tu amiga en qué basa sus sospechas?
—Te lo explicaré luego. Todavía quedan pasajeros.
—¿Quiénes?
—Penetremos en el planeta arqueología. En orden de menor a mayor, un arqueólogo que no acabó la carrera, Alfons Permanyer, a quien Laclau convirtió en el encargado de catalogar, cuidar y organizar su colección de antigüedades egipcias siempre en aumento… Se trata, para variar, de un agradecido y leal miembro de la tribu oriolesca.
—Esas antigüedades —la interrumpe el inspector—, ¿cómo las conseguía?
—Según la versión oficial, en subastas de lo más legal o mediante donaciones del Gobierno egipcio, agradecido por su contribución a las excavaciones. Debía de tener un buen chollo, el ínclito Oriol, y precisamente con la principal estrella invitada al crucero. Lo he dejado para el final del elenco.
Ambos apuran sus copas.
—¿Te das cuenta —pregunta Diana Dial— de que vamos a embarcarnos en una aventura de cine?
Fattush asiente.
—Es lo que me gusta de trabajar contigo. Nunca dejas de sorprenderme.
Bien, piensa Diana. Bien, bien, bien.
Como ella espera, Fattush no insiste en que le revele el nombre del último pasajero. Forma parte de su juego de siempre cuando investigan juntos, es un tira y afloja con la información que cada uno ejerce, como si jugara, para echarle pimienta al asunto.
—Está bien —decide Diana—, más vale que te lo diga. ¡Hadi Sueni!
Desorbita el otro los ojos.
—¿El factótum de Mubarak en materia de antigüedades? ¿El hombre que controla el Museo Nacional, los monumentos, las excavaciones? ¿Ese astuto, ese corrupto, ese vanidoso insoportable que se cree Indiana Jones?
Diana se echa a reír.
—¡El mismo! Y no viene solo. Le acompaña su última conquista, una tal Lulú Cartier, ya ves qué nombre usa, una francesa que ni siquiera es arqueóloga, a la que ha adjudicado la búsqueda de la tumba de Cleopatra que, para empezar, no existe, que se sepa; y, además, en una zona del Delta en donde nadie en su sano juicio habría enterrado a la buena mujer. Y ahí lo tienes, follando con cargo al erario público mientras la otra hace ver que excava, y la prensa afín al régimen publicando las notas que el gran hombre defeca sin apenas interrupción.
—Será un placer viajar por el Nilo con el doctor Sueni.
—Y visitar los monumentos que hallemos por el camino, guiados por su sabiduría —remata Dial, riendo sin recato—. ¡Ese quiosco de Trajano! ¡Ese templo de Hatshepsut! Oriol y Sueni eran íntimos, de ahí las suculentas antigüedades que Laclau arramblaba para su colección. Una de las piezas ha desaparecido. Y, en opinión de Roxana, ése es el motivo por el que su hermano fue asesinado.
—Soy todo oídos. —Fattush se arrellana en su sillón.
Luxor, un mes atrás
—Huele muy raro. Y hace frío —se quejó la ex reportera.
Roxana, con su vestido largo y ancho, salpicado de pedrería, y su peluca de muñeca, ofrecía una extraña estampa, en pie a la cabecera de la mesa de mármol sobre la que se hallaba aquel cuerpo inerte, rígido y envuelto en anchas vendas de lino blanco… Si alguna duda le quedaba a Diana Dial de que el mundo árabe trastorna a los occidentales que viven en él, esa noche la perdió por completo. ¿Huiría ella a tiempo, antes de ser alcanzada por la maldición? Quién sabe. Quizá el veneno ya estaba aquí, en su quisquilloso cerebro.
—Lo organizó el querido Hadi, que se encargó de acondicionar el sótano; bueno, él no, sus empleados. Lo mandó poner igualito, claro que en pequeño, que la Sala de las Momias de su museo. Pero lo primero que hizo, estando en el barco, fue disponer el embalsamamiento, en cuanto Oriol murió. Porque, ¿para qué meterse en líos facturando el cadáver a Barcelona? Tú no sabes lo que cuesta sacar un muerto de aquí por lo legal. Y enterrarlo en este país, aunque no sea en territorio faraónico, o esparcir sus cenizas, lo mismo. Según no sé qué demonios de ley, hay que comprarle una casa a una familia de la zona para que vigile la tumba, una generación tras otra. No es sólo el dispendio, es que inviertes una vida en tramitar el asunto, por muchas influencias que tengas.
—Pero lo que vais a hacer, enterrarle en un valle sagrado, y lo que hicisteis, embalsamarle en el sitio, sin denunciar su defunción, y a la antigua usanza, es ilegal.
—Ay, hija, de eso también se encargó Hadi, es un amor. Al fin y al cabo estaba Creus, el médico, que certificó que había fallecido de muerte natural. Mi hermano se empeñó en que, a su muerte, se le tratara como un faraón. Menos mal que no exigió que le enterraran con sus posesiones, hasta ahí podíamos llegar. Le dimos un último gusto. Al pobrecito se lo llevaron a una cueva, y yo me volví a Luxor con mi cuñada, que estaba deshecha, te lo puedes imaginar. No tuve que preocuparme por nada. A los tres meses me lo mandaron, envuelto en su mortaja, a la antigua usanza, tal como lo ves, junto con esas jarras de alabastro tan monas que guardan sus cositas dentro. Dicen que lo tenemos que enterrar mirando al sol naciente y de costado. Pero según mi cuñada eso no viene de antes, es un rollo de los musulmanes y de La Meca.
Diana, que, en previsión, había bajado con la copa, se echó un buen trago al coleto.
—Volvamos arriba. Me estoy mareando —avisó.
En el pequeño ascensor metálico, Roxana le palmeó las mejillas, al tiempo que le soplaba con su aliento braseado al oporto.
—¿Estás mejor? Qué pálida. No tendrías que haberte cambiado al whisky, baja la tensión. Y esa forma que tienes de arreglarte. Pelo corto, colores crudos. ¡Un poco de alegría, nena, que la vida es corta! Que se lo pregunten a mi hermano…
El ascensor las depositó en el salón. Diana se habría dejado caer en un sofá, pero su orgullo le impedía dar muestras de debilidad. Salió a la terraza. Pese a las luces de Luxor, el cielo aparecía violentamente estrellado.
—Desde aquí, antes, se veía mucho mejor el Nilo —comentó Lady Roxana—, sin esas horrendas casas que están haciendo, ni esos barcos de cruceros para turistas, que aparcan en cinco filas.
—Amarran —corrigió Dial, ya más despejada—. Los barcos se amarran, los coches se aparcan…
Se volvió hacia su amiga, de súbito buen humor. El Nilo, el firmamento nocturno, la silueta misteriosa del Valle de los Reyes al otro lado, apenas insinuada en la oscuridad. Por todos los faraones, ¿de qué te estás quejando, Diana? Disfruta de esta excentricidad. Es un bálsamo para tu alma, después de la sordidez revelada por tu último caso. ¿Una trama tan
déco
como el mobiliario de esta villa? Adelante. Quizá, pese a todo, tendrás oportunidad de ahondar en el Egipto real, el que existe debajo de estas vanas mosquiteras coloniales.
—Y ahora, antes de que me preguntes —sonrió Roxana—, te voy a contar por qué tengo la sospecha de que a mi buen Oriol le asesinaron.
Diana se sentó a su lado y se dispuso a escucharla con su mejor voluntad.
—Como no ignoras, mi hermano fue un gran coleccionista de antigüedades de Egipto, tanto del más Alto como del más Bajo. Reunió piezas tan extraordinarias que puede que las donemos a la ciudad de Barcelona y nos ganemos su eterna gratitud. O no, quizá nos las repartamos entre Marga y yo. Al fin y al cabo, en el jardín de mi masía de Pals, unas piedras egipcias quedarían de coña.