Conforme se adentra en el barrio le llega a la imaginación, antes que a la nariz, ese olor cairota a mierda amarilla y a basura rancia, a albañales fermentados, que campa en libertad por calles estrechas y poco favorecidas como ésta. En otras, las del centro o de los barrios acomodados, el tufo permanece distante, aunque suele brotar por sorpresa, como un latigazo, al doblar una esquina o al cambiar de acera. Cuando alcanza a Diana, el hedor sacude su mente antes que su olfato. Está asociado al recuerdo. Y el recuerdo revuelve la conciencia más que los sentidos.
Recuerda Diana, como si hubiera ocurrido hoy, la ocasión, en una muy anterior visita, en que se puso a tomar fotos de los chicos sentados a la sombra de una madrasa a medio restaurar, en el barrio islámico. Uno de los chavales se le acercó. Diana, temiendo que le pidiera una propina, y dada su proverbial tacañería —que ella llamaría buen sentido—, retrocedió un par de pasos, sin contar con el mal estado del firme. Se tambaleó y el muchacho la ayudó, con excesiva y burlona amabilidad, a recuperar el equilibrio. Luego señaló su cámara y, con el mismo dedo, trazó una media elipse dirigiéndolo hacia el maloliente montón de porquería acumulado junto a una fuente de caño seco:
—
Souvenir, souvenir
—dijo el pequeño, que era canijo o no debía de tener más de ocho años—.
Photo, photo, Egypt, Egypt
.
La fuerza expresiva de aquel dedo se le clavó en el diafragma. Era el desprecio del niño hacia la turista: mi pobreza contra tu ignorancia. Todavía lo siente, hincado hondo, cada vez que visita Egipto, cada vez que recorre El Cairo, a medias gozosa por el abrazo con la Madre del Mundo —así la siguen llamando aquí, donde todo esplendor se encuentra en el pasado—, a medias reconcomida por el alivio incómodo que le produce saber que la miseria de ellos no puede alcanzarla. Y esa contradicción, el amor hacia el país unido al desprecio que siente por su propia e inevitable condición de acomodada visitante, esa latente angustia por el deseo de comunicación profunda siempre defraudado, permanece grabado en su memoria. Desde la pestilencia, no importa en dónde la asalte, el niño egipcio de su pasado se yergue para advertirle: recuerda quién eres y en dónde estás. No juegues a entendernos ni a querernos. No juegues.
Se detiene en varias ocasiones, pregunta a los viandantes. «Mujer filipina», repite, convencida de que éste es el dato que más habrá llamado la atención de los vecinos. Su insistencia se ve recompensada. Por suerte, una mujer que sale de una tahona con una canasta llena de pan recién horneado asentada en la cabeza le ofrece indicaciones fiables. Siguiendo sus instrucciones, Dial se mete por un callejón todavía más estrecho —dos personas que pasen en dirección contraria se rozarán al cruzarse— que se abre a la izquierda y desemboca en un final ciego, un murete sobre el que asoman, como tablas desiguales, las medianeras de edificios pertenecientes a otra calle.
La puerta de Joy, que exhibe un número 8 medio borrado, se encuentra entre dos ventanucos, a cuyas verjas alguien ha puesto a secar ristras de ajos entrelazadas. Es una casa de tres plantas, pero la última, a medio acabar, como tantas en El Cairo y en todo Oriente Próximo, sirve de azotea. Tiene el color del polvo, un beige mate irregular, pastoso. Delante del dintel hay un cauce como de unos veinte centímetros que deja al descubierto una tubería rota, de la que mana un persistente chorro de agua turbia.
Delante de la casa, Diana Dial se siente tan alejada de sus ocupantes como si un foso de veinte metros la separara de ella. Formas de vida. La de Joy, ahora, le resulta incomprensible.
Desde que la filipina se quedó embarazada de Ahmed, obrero de la construcción egipcio con quien convivía en Beirut, y se casara con él poco antes de que naciera Yara, Dial temió que, en cualquier momento, la muchacha quedara atrapada por el cepo insalvable de una familia musulmana tradicional. Mejor sería un humillante repudio, un divorcio rápido, tal como autoriza el Corán, refunfuña. Mejor para Joy, para la criatura y para la propia Diana. Formas de vida. Lo reconozca o no, sabe que la joven no pertenece ya a la suya, que es —egoísmos aparte y objetivamente hablando— mejor para las mujeres. Le habría gustado llevársela consigo en sus viajes, que acabara viviendo con ella en su piso de Barcelona. Tuvo que inmiscuirse el simple de Ahmed, follando sin condón.
No pienses en eso ahora, se dice, todavía sin atreverse a golpear el picaporte.
Hace quince días que Joy llegó a El Cairo. Viajó con el bebé y con Ahmed —cuya modesta familia vive en este barrio desde que emigraron del campo, a finales de los años ochenta—, gracias a un visado especial proporcionado, a instancias de Dial, por un amigo de Lady Roxana cercano al sátrapa Mubarak. Ahora la detective, ante el foso, se siente miserable, como si hubiera caminado hasta allí para cobrarse el favor. No seas estúpida, se conmina. Has venido a rescatarla, y deberías haberlo hecho antes.
No ha podido.
Hoy, por primera vez, Diana ha escapado de la agobiante tutela de Lady Roxana, que la ha retenido en su villa de Luxor desde que llegó de Beirut, hace más de tres semanas. Durante este período de inacción, su amiga casi la ha asfixiado con su vehemencia, impaciente por gozar de su compañía y por contarle sus sospechas acerca de la muerte de su hermano. Oriol Laclau i Masdéu, catalán ilustre, conocido magnate de la construcción, directivo futbolístico y patrocinador de no pocas excavaciones arqueológicas en Egipto —y poseedor de una importante colección de antigüedades procedentes de la zona—, falleció un año atrás, víctima de un derrame cerebral, durante un crucero Nilo abajo organizado por él mismo para celebrar su sexagésimo cumpleaños. Una serie de acontecimientos y deducciones más o menos vagas o aventuradas habían convencido a Roxana de que la muerte de su hermano no fue en absoluto natural. Y durante los interminables días en que retuvo a Dial en su villa había estado dándole la brasa con el asunto. «Necesito tu colaboración para descubrir al canalla que lo hizo», repetía, y aquí apuntaba los nombres de varios candidatos.
Exhausta, y después de prometerle a su amiga, por enésima vez, que descubrirá al asesino —si es que existe—, esta madrugada Diana ha tomado un avión con destino a El Cairo. Durante el vuelo, medio dormitando, ha sonreído al imaginarse como detective estelar en los rocambolescos planes de Roxana. La ex reportera no se ve a sí misma haciendo de Hércules Poirot, dando paseos por la cubierta de una embarcación antigua y estrujándose la materia gris. Pero eso es lo que Lady Roxana quiere que haga. Y Dial necesita meterse en un nuevo caso.
El hecho de que Roxana sea una lady falsa no preocupa en absoluto a Diana, que ha conocido a gente peor. Su afición a la impostura, que incluye una aparatosa colección de pelucas —nunca le ha visto Diana su pelo auténtico: quizá es calva—, forma parte de su trasnochado encanto de opereta orientalista, ajada farsa que, todavía, no pocos occidentales se empeñan en representar.
Dial ha tratado con personas así —sujetos que se pavonean en Oriente, alardeando de un señorío del que carecen en su tierra de origen— y, a veces, se pregunta si su propia existencia no habrá tomado semejante deriva, a su ruda manera, quemando en estas tierras sus últimos cartuchos, antes de entregarse a una vejez barcelonesa dignificada por sus aventuras exógenas. Rechaza la idea. No le conviene ser injusta consigo misma.
Su pensamiento vuelve a los Laclau. La única aristócrata en la familia es la viuda de Oriol, Lady Margaret Middlestone —familiarmente, Marga—, con quien el promotor inmobiliario, asociado con su hermana para el negocio, se casó al inicio de su carrera, tras conocerla en el transcurso de una misión arqueológica en Beni Hasan. Para Laclau, la boda constituyó un triple acierto. El título nobiliario de su esposa, manejado con sagacidad entre los ricos más provincianos de Cataluña, y la brutal fortuna de los Middlestone, de la que Margaret era única heredera, propulsaron al hombre a lo más alto de la capa más emprendedora de una sociedad barcelonesa que, desde mediados de los años ochenta, reflejaba en actuaciones urbanas su ambición, pareja al delirio de grandezas de munícipes, arquitectos y especuladores.
El tercer acierto resultó ser la devoción que la lady auténtica sentía hacia su marido. Devoción, al decir de todos, sumamente correspondida por el dinámico negociante, que también era algo putero, según algunos, sin que las aguas se salieran nunca de su cauce ni alcanzaran la peligrosa frontera del escándalo. Era fácil comprender que Oriol Laclau echara canas al aire. Hacía muchos años que su esposa permanecía condenada a una silla de ruedas, tras una mala caída desde lo alto de la escalinata de su mansión de Pedralbes. El accidente, que les había privado de tener hijos, se produjo poco después de su regreso del viaje de novios. Ir de putas sería, pues, una suerte de compensación. Los amigos íntimos de Laclau, y su propia hermana, no descartaban que Margaret, cuya pálida belleza parecía sobrenatural en la parálisis —un ángel sobre ruedas, decía Roxana—, le estimulara en sus aventuras. ¿Quién sabe lo que esconden cada dormitorio, cada cama, cada historia de amor?
Viéndose emparentada con una aristócrata, la extravagante Roxana no tardó mucho tiempo en otorgarse un título de lady que usaba sin el menor recato. Empezó poniéndolo en las tarjetas de visita; luego, abreviado, en los juegos de sábanas y mantelerías —«Lady R.»—, y hasta los jovenzuelos que a menudo la visitaban, ya de viuda, en su villa de Luxor, solían presumir de haberle prestado servicios íntimos a un miembro de la nobleza británica.
Los Laclau siempre fueron muy espabilados.
A Diana Dial su amiga le hacía mucha gracia, pero demasiada gracia durante demasiados días era más de lo que podía soportar. Por eso, la noche anterior había impuesto su voluntad:
—Si no voy a El Cairo a por Joy y Fattush, no te acompañaré en tu crucero.
Ah, palabras mayores. Roxana había hecho oscilar su exuberante figura envuelta en gasas, agitando los brazos y sacudiendo su peluca rubia —las usaba de diferentes colores—, y había cedido a su exigencia, a condición de que le permitiera alojarla en el hotel Marriott con todos los gastos a su cuenta. Cosa a la que Dial se avino, más que predispuesta a ahorrar de sus propios y pasivos ingresos.
El hombre que abre la puerta en la callecita de Abu Daoud no es Ahmed pero se le parece; posee sus mismos labios sensuales y la misma frente tirando a estrecha. Por lo demás, tiene una sonrisa simpática, que se extiende cuando Diana se presenta y él, usando un inglés rudimentario, se identifica como Maher, el hermano mayor.
Apenas ha traspasado el umbral cuando del interior surge un grito de alegría cuya calidez la envuelve antes de que la propia Joy se precipite hacia ella. Se abrazan, se separan, se examinan, se vuelven a abrazar, se dan varias veces tres besos. A Diana se le tuercen las gafas y acaba por quitárselas junto con el gorro.
Quien no se quita lo que lleva en la cabeza, y no parece pretenderlo ni por asomo, es Joy. Mi Joy, con pañuelo. A Diana se le encoge el corazón. La otra, que la conoce, identifica el cabreo en su mirada y le dirige un gesto imperceptible, enarcando las cejas, para que se calle. Pero Dial no se corta.
—Ese pañuelo marrón le sienta fatal a tu cutis de filipina.
Joy planta cara:
—El verde, de seda, me favorece más, pero me lo pongo los viernes para pasear con mi familia después de la oración principal.
Diana se encoge de hombros, impaciente, y cambia de tema.
—¿Dónde está Ahmed? —inquiere.
—En la azotea, limpiando las jaulas de los pichones.
—Pues dile que baje, porque he venido a hablar con él —la mira con deliberada ironía— de su paloma. Porque supongo que tendré que pedirle licencia para llevarte conmigo.
Ah, cómo se ilumina el rostro de Joy. Ésta es mi chica. En todos los sentidos, reconoce Diana. Qué demonios, mejor una patrona como yo que una familia musulmana demasiado tradicional.
Porque los otros han comenzado a acudir. Cuatro mujeres también veladas: una mayor, más bien vieja, aunque quizá sólo tenga la edad de Diana, es Um Maher, la madre; viste de negro, como una campesina. Las otras tres son jóvenes, las hermanas y la mujer de Maher, van con
hiyab
de color marrón, igual que Joy. Aisha y Gamila se apresuran a contarle que ambas tienen marido —sus trofeos—, y que los susodichos están trabajando fuera. Salma, la cuñada, se muestra cariacontecida al confesar que no le ha dado descendencia a Maher, y que éste carece de empleo fijo.
Todos viven en la casa. Mientras deja que la conduzcan a la sala, Diana echa cuentas. Le salen ocho adultos, más Yara, más los machitos que las hermanas se vanaglorian de haber traído al mundo, y que están en el colegio. Hija mía, suerte tienes de que he venido a liberarte, piensa Dial, mirando a Joy de refilón. En esta casa, Yara y tú seréis las criadas. Y sin cobrar.
La visitante y sus anfitriones se instalan en la habitación de las mujeres. El suelo de cemento está casi cubierto de esteras. Joy le acerca una silla de plástico blanco y le pregunta si quiere café o té. Diana pide agua y señala otra silla.
—Tráela y siéntate aquí —ordena.
—Voy a por Yara —anuncia Joy, sin sentarse—. Está dormida.
Regresa en un momento, con la niña, apacible como un buda en reposo, vestida con un mono rosa y con el pelo oscuro y rizado cubierto de lazos. Desborda los brazos de su madre.
—Mi muñeca —Joy sonríe—. Ya tiene cuatro meses.
—¡Cómo ha crecido! —Dial piensa que la niña va para obesa, está sobrealimentada.
Aprovecha que las otras siguen en la cocina, alborotadas, y que Maher ha ido a buscar a Ahmed.
—Siéntate, Joy. —La repasa de arriba abajo: lleva prendas anchas y sosas—. Estás más gorda.
La otra baja la cabeza. Cuando la levanta lo hace con determinación.
—Tengo una familia.
—¿Es todo lo que mereces?
—Yo no soy como usted.
—En Beirut eras libre.
—Aquí tengo paz. Ellos cumplen con su parte si yo cumplo con la mía. Son buena gente. Me cuidan.
—Tú verás —resopla Diana.
Ofendida, o aparentándolo —le cuesta mucho enfadarse con Joy, y más hoy—, se dedica a inspeccionar la habitación. En un rincón, en el suelo, junto a unos cojines, ve bandejas de diferentes tamaños. Están llenas de cuentas de colores, de ovillos de hilo de nilón, de pequeños ganchos metálicos.