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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (26 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Palabras que algún inmigrante-poeta habría dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba de las costas del Regio o de Paola, y en que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos de su alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños a través de los mares y los años: fijos e insensatos, indominables por la miseria y las vicisitudes, por la distancia y la vejez. Ojos con los que el viejo D’Arcángelo (grotescamente ataviado con su galerita raída y verde, como caricaturesco, y cómico símbolo del tiempo y la Frustración, impertérrito, mansa pero locamente) veía a su remota Calabria mientras Tito lo miraba con sus ojitos sarcásticos, tomando mate, pensando “la gran puta si yo tendría dinero”. Así que (pensaba Martín, mirando a Tito, que miraba a su padre) ¿qué es la Argentina? Preguntas a las que muchas veces le respondería Bruno diciéndole que la Argentina no sólo era Rosas y Lavalle, el gaucho y la pampa, sino también ¡y de qué trágica manera! el viejo D’Arcángelo con su galerita verde y su mirada abstracta, y su hijo Humberto J. D’Arcángelo, con su mezcla de escepticismo y ternura, resentimiento social e inagotable generosidad, sentimentalismo fácil e inteligencia analítica, crónica desesperanza y ansiosa y permanente espera de ALGO. “Los argentinos somos pesimistas (decía Bruno) porque tenemos grandes reservas de esperanzas y de ilusiones, pues para ser pesimista hay que previamente haber esperado algo. Esto no es un pueblo cínico, aunque está lleno de cínicos y acomodados; es más bien un pueblo de gente atormentada, que es todo lo contrario, ya que el cínico se aviene a todo y nada le importa. Al argentino le importa todo, por todo se hace mala sangre, se amarga, protesta, siente rencor. El argentino está descontento con todo y consigo mismo, es rencoroso, está lleno de resentimientos, es dramático y violento. Sí, la nostalgia del viejo D’Arcángelo —comentaba Bruno, como para sí mismo—. … Pero es que aquí todo era nostálgico, porque pocos países debía de haber en el mundo en que ese sentimiento fuese tan reiterado: en los primeros españoles, porque añoraban su patria lejana; luego, en los indios, porque añoraban su libertad perdida, su propio sentido de la existencia; más tarde, en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exiliados en su propia tierra, rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, como don Pancho, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se había convertido en el tiempo de la mezquindad y de la mentira; y en los inmigrantes, en fin, porque extrañaban su viejo terruño, sus costumbres milenarias, sus leyendas, sus navidades, junto al fuego. Y ¿cómo no comprender al viejo D’Arcángelo? Pues a medida que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable
niñez
. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en ese momento que precede a la muerte adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando, en este país de emigrados, el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos océanos. Y así nos es dado ver a muchos viejos como D’Arcángelo, que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! se decía Bruno) esos hombres que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones profundas, son tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo.”

XV

Hasta que una tarde sucedió algo asombroso: en la esquina de Leandro Alem y Cangallo, mientras esperaba el troley, al detenerse el tráfico vio a Alejandra con aquel hombre, en un Cadillac sport.

Ellos también lo vieron y Alejandra palideció.

Bordenave le dijo que subiera y ella se corrió al medio.

—La encontré a su amiga también esperando el ómnibus. Qué coincidencia. ¿A dónde va?

Martín le explicó que iba a la Boca, a su
pieza
.

—Bueno, entonces lo dejaremos a usted primero.

¿Por qué?, se preguntó como en vértigo Martín. Aquel “primero” sería una palabra que abriría angustiosos interrogantes.

—No —dijo Alejandra—, yo bajaré antes. Aquí nomás en Avenida de Mayo.

Bordenave la miró sorprendido; o al menos así le pareció a Martín cuando más tarde cavilaba sobre aquel encuentro, notando que la sorpresa de Bordenave era, a su vez, sorprendente.

Cuando Alejandra bajó, Martín le preguntó si quería que la acompañase, pero ella le dijo que estaba muy apurada y que mejor se veían en otro momento. Pero en el momento de alejarse vaciló, se dio vuelta y le dijo que lo esperaría en el
Jockey Club
al día siguiente, a las seis de la tarde.

Bordenave se mantuvo silencioso y casi hosco el resto del viaje hasta la Boca, mientras Martín trataba de analizar aquel curioso encuentro. Sí, era posible que aquel hombre hubiera encontrado a Alejandra por casualidad. ¿No lo había encontrado a él mismo por casualidad? Tampoco resultaba raro que al reconocerla por la calle la hubiese invitado a subir, dado su carácter mundano. Nada de eso era en definitiva sorprendente. Lo asombroso es que Alejandra hubiese aceptado. Por otra parte ¿por qué Bordenave se había sorprendido cuando ella dijo que bajaría en la Avenida de Mayo? Esa reacción podía indicar que iban juntos deliberadamente y no por un encuentro fortuito, y ella había decidido bajar antes como para demostrarle a Martín que nada había con aquel individuo fuera de ese encuentro por azar; resolución que tenía que sorprender a Bordenave hasta el punto de no poder evitar aquel gesto revelador. Martín sintió que algo se derrumbaba en su espíritu, pero trató de no abandonarse a la desesperación, y con una empecinada lucidez siguió analizando el suceso. Con cierto alivio, pensó entonces que la sorpresa de Bordenave podía deberse a otro motivo: al subir al auto ella le había dicho que iba a su casa, en Barracas (como efectivamente lo probaba el que fueran por Leandro Alem hacia el sur), pero, ante la idea de que Martín pudiera sospechar algo al permanecer con Bordenave después que él bajara en la Boca, decidió bajar en la Avenida de Mayo; y esa repentina y contradictoria resolución llamó la atención de Bordenave. Estaba bien, pero ¿por qué este hombre había quedado hosco y disgustado? Bueno, porque sin duda se había hecho el propósito de flirtear con Alejandra una vez a solas y aquella resolución malograba su proyecto. Existía, sin embargo, un motivo de dudas: ¿por qué Alejandra se había negado a que Martín la acompañara? ¿No se encontraría con Bordenave más tarde, en el sitio donde seguramente iban? Detalle tranquilizador: ¿cómo podía haberse puesto Alejandra en contacto con Bordenave sino por casualidad? No lo conocía, ignoraba su domicilio, y, en cuanto a Bordenave, ni siquiera sabía el nombre de Alejandra.

Y sin embargo, una turbia sensación lo llevaba reiteradamente a analizar aquella entrevista al parecer trivial pero que ahora, a la luz de este nuevo encuentro, adquiría una singular importancia. Años después de la muerte de Alejandra tuvo la certeza de lo que en aquel momento apenas fue un insidioso chispazo: Bordenave tenía algo que ver con aquel impulso de mandarlo a Molinari que Alejandra tuvo después de la entrevista con Bordenave en el Plaza. Los acontecimientos que llevaron a su suicidio y la última conversación con Bordenave le iban a mostrar un día el papel desempeñado por aquel hombre en el drama. Y cuando años después hablase con Bruno, no podía menos que ironizar tristemente sobre el detalle de haber sido él, Martín, quien lo había colocado en el camino de Alejandra. Y recordaría una vez más, con maniática minuciosidad los detalles de aquella primera entrevista en el Plaza, aquella trivial entrevista que habría desaparecido totalmente en la nada de los episodios sin significación si los acontecimientos finales no hubieran echado una inesperada y horrenda luz sobre esa especie de manuscrito olvidado.

Pero por el momento Martín no podía alcanzar esas últimas implicaciones. Repasaba esa entrevista del
Plaza
, y recordaba que en el momento de presentarle a Alejandra se produjo un fugacísimo brillo en sus ojos, brillo que precedió al endurecimiento en toda su actitud. Aunque también era posible (pensaba Bruno) que ese detalle fuera un falso recuerdo, un detalle advertido en virtud de esa lucidez retrospectiva que confieren las catástrofes, o que creemos que nos confieren, cuando decimos “ahora recuerdo que oí un ruido sospechoso”, cuando en realidad aquel ruido es un detalle que la imaginación agrega sobre los verdaderos y simples hechos de la memoria; forma habitual en que el presente influye sobre el pasado modificándolo, enriqueciéndolo y deformándolo con indicios premonitorios.

Martín trató de recordar palabra por palabra lo que en aquel encuentro Bordenave dijo, pero nada era importante, importante al menos para su problema. Pues dijo que esos italianos —por los dos hombres que estaban allí, hombres que señalaba con un gesto un poco cínico de su cara— eran todos iguales: todos eran ingenieros, abogados, comendadores. Pero en verdad eran unos malandrines, que había que andar con escopeta. Y Martín recordaba que, mientras tanto, sin mirarlo, Alejandra hacía intrincados dibujos en una servilleta de papel, repentinamente de mal humor. La primera palabra que pronuncian (seguía Bordenave) es
corruzione, y
entonces uno tiene que recordarles que a aquellos infelices que mandaban contra los ingleses en el África se les desarmaban los tanques en el camino. Esos individuos tenían el asunto paralizado. No daban en la tecla: daban dinero a los que no tenían que dar, no les daban a los que debían, en fin.

Así que cuando lo fueron a ver se echó a reír: ¿cómo, no lo habían tocado a Bevilacqua? Para fastidiarlos les subrayó que tenía apellido italiano y que, a pesar del apellido, tomaba algo más que agua. Agregando “ustedes que son italianos podrán apreciar el chiste”, pero maldita la gracia que les había hecho, tal como él esperaba. Pequeñas venganzas que uno se toma, qué diablos. Que vinieran acá a hacerse los puros… Además, como también tuvo que darles a entender,
si
tenían tanta delicadeza ¿por qué entraban en el juego? Tan sucio era el que recibía una coima como el que la ofrecía. Martín lo miraba con asombro. Cuando después de la muerte de Alejandra volvió a repasar cada una de las escenas en que ella estaba presente, concluyó que en aquel momento Bordenave estaba hablando precisamente para Alejandra, hecho asombroso para Martín, pues no podía comprender cómo pretendía conquistarla contando semejantes cosas. Luego siguió hablando de los políticos: todos estaban corrompidos. No se refería, por supuesto, a estos peronistas: hablaba de todos, hablaba en general, de los concejales del 36, del
affair
del Palomar, del negociado de la Coordinación. En fin, era cosa de no acabar. En cuanto a los industriales, se quejaban (Martín pensó en Molinari) pero nunca habían ganado tanto como en esta época, aunque dijesen pavadas sobre la corrupción, sobre si se puede o no importar una sola aguja de telar sin coima, sobre si los obreros quieren trabajar o no. En fin, toda esa música. Pero ¿cuándo, se preguntaba, cuándo la industria había ganado las colosales fortunas de estos últimos años? Habían metido lavarropas hasta en la sopa. No había cabecita negra que no tuviese su batidora eléctrica. ¿Los militares? De coronel para arriba, y salvo honrosas excepciones, salvo algún loco que todavía creía en la patria, todos estaban comprados con órdenes de autos y permisos de cambio. ¿Los obreros? Lo único que les interesaba era vivir bien, tener su aguinaldo a fin de año, que ganara River o Boca, cobrar sus suculentas indemnizaciones por despido —¡otra industria nacional!—, tener sus vacaciones pagas y su día de San Perón. Riéndose, comentó: “Lo único que les falta para ser burgueses es el capitalito”. Luego, revolviendo con el dedo índice el hielo de su whisky, agregó: “Pancismo y nada más que pancismo”. Con billetes sobre la mesa, nada se negaba en este país. Si uno tenía fortuna, aunque fuese un bandolero, lo llenaban de atenciones, era un señor, un caballero. En fin: aquí no había que hacerse mala sangre, esto era podredumbre pura y nada tenía arreglo. Al país lo habían prostituido los gringos y ésta ya no era la nación que llevara la libertad a Chile y Perú. Hoy era una nación de acomodados, de cobardes, de quinieleros napolitanos, de compadritos, de aventureros internacionales, como esos que estaban ahí, de estafadores y de hinchas de fútbol. Fue entonces cuando se levantó, le tendió la mano y terminó diciéndole a Martín que no se preocupara, que no los desalojarían. Cuando salieron, cruzaron la calle y se sentaron en un banco, mirando hacia el río. Recordaba cada uno de los gestos de Alejandra cuando le preguntó qué le había parecido aquel hombre: encendió un cigarrillo y pudo ver, a la luz del fósforo, que su cara estaba endurecida y sombría. “¡Qué me va a parecer!, dijo, un argentino”. Y luego se quedó callada y todo en ella indicaba que no volvería a decir nada más. En aquel momento Martín no veía sino que la aparición de Bordenave había enturbiado la paz interior, como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina en que nos disponíamos a beber. Entonces Alejandra agregó que le dolía la cabeza y que prefería ir a su casa, a acostarse. Y cuando se iban a separar, frente a la verja de la calle Río Cuarto, le dijo, con voz desagradable, que hablaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.

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