Read Sobre la muerte y los moribundos Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
El siguiente ejemplo del señor P. muestra las dificultades que pueden presentarse al paciente cuando él está dispuesto a abandonar este mundo pero la familia no puede aceptar la realidad, contribuyendo así a aumentar los conflictos del paciente. Nuestro objetivo debería ser siempre ayudar al paciente y a su familia a afrontar la crisis conjuntamente, para que lleguen a aceptar la realidad última simultáneamente.
El señor P. era un hombre de unos cincuenta y cinco años, que aparentaba unos quince años más de los que en realidad tenía. Los médicos creían que había muy pocas probabilidades de que respondiera al tratamiento, en parte por su marasmo y su cáncer avanzado, pero principalmente por su falta de “espíritu de lucha”. Al señor P. le habían extirpado el estómago, donde tenía un cáncer, cinco años antes de su hospitalización. Al principio aceptó su enfermedad bastante bien, y estaba lleno de esperanza. A medida que se iba debilitando y adelgazando, fue deprimiéndose cada vez más, hasta que volvió a ingresar y los rayos X revelaron la existencia de tumores metastásicos en los pulmones. El paciente no había sido informado del resultado de la biopsia cuando le vi. Se planteaba la cuestión de si era aconsejable aplicar radiación o intervenir quirúrgicamente a un hombre que se encontraba tan débil. Nuestra entrevista se desarrolló en dos sesiones. La primera visita sirvió para presentarme y explicarle que estaba a su disposición por si deseaba hablar de la gravedad de su enfermedad y de los problemas que ésta podía causar. Un teléfono nos interrumpió y yo salí de la habitación, pidiéndole que pensara en lo que le había dicho. También le informé de cuándo volvería a verle.
Cuando le vi al día siguiente, el señor P. me dio la bienvenida agitando el brazo y me señaló una silla, como invitándome a sentarme. A pesar de que nos interrumpieron muchas veces para cambiar las botellas de la infusión, para administrarle medicamentos y para tomarle el pulso y la presión sanguínea, estuvimos hablando más de una hora. El señor P. había notado que se le iba a permitir “descorrer sus cortinas”, como dijo él. No estaba a la defensiva, sus explicaciones no fueron evasivas. Era un hombre para quien parecían contar las horas, que tenía un tiempo precioso y limitado que no quería perder, y que parecía ansioso por compartir sus preocupaciones y pesares con alguien que quisiera escuchar.
El día anterior había dicho “Quiero dormir, dormir, dormir y no despertarme.” Hoy repitió lo mismo, pero añadió la palabra “pero”. Le interrogué con la mirada y él se puso a explicarme, con una voz débil y suave, que su mujer había venido a verle. Ella estaba convencida de que superaría aquello. Esperaba que él volviera a casa para ocuparse del jardín y de las flores. Además le había recordado su promesa de retirarse pronto, de trasladarse quizás a Arizona, para pasar unos cuantos años buenos...
Habló con mucho entusiasmo y afecto de su hija, de veintiún años, que había venido a verle desde la universidad donde estaba, y se había quedado muy impresionada al verle en aquel estado. Mencionaba todas estas cosas como si él tuviera la culpa del desencanto de su familia, como si se le pudiera reprochar que no viviera para colmar sus esperanzas.
Yo le hice observar esto, y él asintió. Habló de todos los remordimientos que tenía. Había pasado los primeros años de su matrimonio acumulando bienes materiales para su familia, intentando “darles una buena casa”, y pasando para ello la mayor parte del tiempo lejos del hogar y la familia. Después de lo del cáncer, aprovechó todos los momentos posibles para estar con ella, pero entonces parecía demasiado tarde. Su hija estaba fuera, en la Universidad, y tenía sus propios amigos. Cuando era pequeña, y le necesitaba y le quería a su lado, él estaba demasiado ocupado ganando dinero.
Hablando de su estado actual, dijo: “El sueño es el único alivio. Cada vez que me despierto viene la angustia, la pura angustia. Sin descanso. Pienso con envidia en dos hombres a los que vi ejecutar. Yo estaba sentado justo enfrente del primero. No sentí nada entonces, pero ahora pienso que era un tipo afortunado. Merecía morir. No padeció angustia; todo fue rápido e indoloro. Y yo estoy aquí en cama, y cada hora, cada día es agonía.”
El señor P. estaba preocupado, no tanto por el dolor y las molestias físicas, como por la tortura que para él suponían los remordimientos por no haber sido capaz de dar a su familia lo que ésta esperaba de él, por ser “un fracaso”. Le torturaba su tremenda necesidad de “dormir, dormir y dormir” y todas las cosas que, por el contrario, esperaban de él los que le rodeaban. “Las enfermeras entran y me dicen que tengo que comer porque, si no, me pondré demasiado débil. Los médicos vienen y me hablan del nuevo tratamiento que han empezado, y esperan que esto me alegre; mi mujer viene y me habla del trabajo que supone que haré cuando salga de aquí, y mi hija me mira y dice: «Tienes que ponerte bien... » ¿Cómo puede un hombre morir en paz de esta manera?”
Sonrió brevemente y dijo: “Me someteré a este tratamiento y volveré a casa una vez más. Volveré a trabajar al día siguiente y ganaré un poco más de dinero. Porque, aunque tengo un seguro que pagará la educación de mi hija, todavía necesita un padre durante un tiempo. Pero usted y yo sabemos que, sencillamente, no puedo hacerlo. Quizá tendrán que aprender a afrontarlo. ¡Me harían la muerte tanto más fácil!”
El señor P. mostraba, igual que la señora W. (en el capítulo VII), lo difícil que es para los pacientes afrontar una muerte inminente y prevista cuando la familia no está dispuesta a “dejarlos marchar” e, implícita o explícitamente, les impide separarse de lo que les liga aquí en la tierra. El marido de la señora W. se sentaba al pie de su cama y le recordaba su feliz matrimonio que no debía terminar, y suplicaba a los médicos que hicieran todo lo humanamente posible para impedir que ella muriera. La esposa del señor P. le recordaba promesas incumplidas y tareas por hacer, con lo que le expresaba las mismas exigencias, sobre todo la de que estuviera con ella muchos años más. No puedo decir que estos cónyuges utilizaran la negación. Ambos conocían la realidad del estado de su pareja. Pero ambos, llevados de sus propios deseos, trataban de olvidar esta realidad. La afrontaban cuando hablaban con otras personas, pero la negaban delante de los pacientes. Y eran éstos quienes necesitaban oír que ellos también eran conscientes de la gravedad de su estado y eran capaces de aceptar esta realidad. Sin saber esto, “cada vez que uno se despierta le asalta la pura angustia”, en palabras del señor P. Nuestra entrevista terminó diciendo que esperábamos que las personas importantes para él de las que le rodeaban, aprendieran a afrontar la realidad de su muerte en vez de mantener esperanza en una prolongación de su vida.
Este hombre estaba dispuesto a alejarse de este mundo. Estaba preparado para entrar en la fase final, cuando el fin es más prometedor o no queda bastante fuerza para vivir. Podría discutirse si un esfuerzo médico exhaustivo es indicado en tales circunstancias. Con suficientes infusiones y transfusiones, vitaminas, estimulantes y medicación antidepresiva, con psicoterapia y tratamiento sintomático, podría darse a muchos de estos pacientes otro “aplazamiento”. He oído más maldiciones que palabras de agradecimiento por el tiempo ganado de esta manera, y repito mi convicción de que un paciente tiene derecho a morir en paz y con dignidad. No debería ser utilizado para satisfacer nuestras propias necesidades cuando sus deseos son opuestos a los nuestros. Me refiero a pacientes que tienen una enfermedad física pero que están en plenas facultades mentales y son capaces de tomar decisiones por sí mismos. Deberían respetarse sus deseos y opiniones. Deberían ser escuchados y consultados. Si los deseos del paciente son contrarios a nuestros principios o convicciones, deberíamos expresar este conflicto abiertamente y dejar que el paciente decida en lo referente a intervenciones o tratamientos ulteriores. En los muchos pacientes desahuciados que he entrevistado hasta ahora, no he visto nunca un comportamiento irracional o unas peticiones inaceptables, incluyo a las dos mujeres psicóticas anteriormente descritas, que siguieron con su tratamiento, una de ellas a pesar de negar casi completamente su enfermedad.
La familia después de producirse la muerte
Una vez muerto el paciente, considero cruel e inadecuado hablar del amor de Dios. Cuando perdemos a alguien, especialmente cuando hemos tenido poco o ningún tiempo para prepararnos, estamos furiosos, enojados, desesperados; debería permitírsenos expresar estos sentimientos. A menudo los miembros de la familia se quedan solos en cuanto han dado su consentimiento para la autopsia. Llenos de amargura, de ira, o simplemente deshechos moralmente, recorren los pasillos del hospital, a menudo incapaces de enfrentarse a la brutal realidad. Los primeros días estarán muy ocupados, haciendo gestiones y atendiendo a los parientes y amigos que vendrán a verles. El vacío se siente después del entierro, cuando se han marchado los parientes. Es entonces cuando los miembros de la familia agradecen más tener a alguien con quien hablar, especialmente si es alguien que tuvo contacto reciente con el difunto y que puede compartir anécdotas de algunos buenos momentos hacia el final de la vida del difunto. Esto ayuda al pariente a superar con más facilidad la conmoción y el dolor inicial y le preparaba para una aceptación gradual de los hechos.
Muchas personas están muy preocupadas por los recuerdos y absortas en sus ensueños, y a menudo hablan incluso con el difunto como si aún estuviera vivo. No sólo se aíslan de los vivos sino que se hacen más difícil a sí mismos el afrontar la realidad de la muerte del ser querido. Para algunos, sin embargo, ésta es la única manera en que pueden hacer frente a la pérdida, y sería cruel ridiculizarlos o enfrentarlos diariamente con una realidad para ellos inaceptable. Sería más útil comprender esta necesidad y ayudarlos a desprenderse de ella sacándolos de su aislamiento gradualmente. He visto este comportamiento principalmente en viudas jóvenes que habían perdido a su marido precozmente y no estaban preparadas. Puede darse con mayor frecuencia en tiempo de guerra, cuando la muerte de una persona joven ocurre en otro lugar, aunque creo que una guerra siempre hace más conscientes a los parientes de la posibilidad de que su ser querido no vuelva. Por lo tanto están más preparados para esa muerte que, por ejemplo, para la muerte inesperada de un hombre joven a consecuencia de una enfermedad de curso rápido.
Habría que decir también algo sobre los niños. A menudo se les olvida. No es que nadie se ocupe de ellos; suele ocurrir lo contrario. Pero muy pocas personas se encuentran cómodas hablando a un niño de la muerte. Los niños tienen una idea diferente de la muerte, y esto se ha de tener en cuenta para hablar con ellos y comprender sus reacciones. Hasta la edad de tres años, a un niño lo único que le preocupa es la separación, seguida más tarde por el miedo a la mutilación. Es a esta edad cuando el niño empieza a movilizarse, a hacer sus primeras incursiones “en el mundo”, a correr en triciclo por las aceras. Es en este ambiente donde puede ver por primera vez cómo un coche atropella a un animalito querido o cómo un gato destroza un bonito pájaro. Esto es lo que la mutilación significa para' él, pues es en la edad en que está preocupado por la integridad de su cuerpo y se siente amenazado por cualquier cosa que pueda destruirlo.
Además, la muerte, como hemos subrayado en el capítulo I, no es considerada un estado permanente para el niño de tres a cinco años. Es algo tan temporal como enterrar un bulbo en el suelo en otoño para ver salir una flor la primavera siguiente.
Después de los cinco años, la muerte suele representarse como un hombre, un ogro que viene a llevarse a la gente; todavía se atribuye a una intervención exterior.
Entre los nueve y los diez años, empieza a manifestarse la concepción realista, es decir, la de la muerte como un proceso biológico permanente.
Los niños reaccionarán de diferentes maneras ante la muerte del padre o de la madre: desde la retirada silenciosa y el aislamiento, hasta el llanto a gritos que atrae la atención en un intento de sustituir así a un objeto querido y necesitado. Como los niños todavía no pueden diferenciar entre el deseo y la acción (como subrayábamos en el capítulo I), pueden sentir un gran remordimiento y culpabilidad. Se sentirán responsables por haber matado a los padres y temerán un castigo horrible. En otros casos, pueden tomarse la separación con relativa calma y hacer afirmaciones como “Volverá para las vacaciones de primavera”, o guardar secretamente una manzana para su madre difunta, para que tenga bastante comida en su viaje. Si los adultos, que ya están bastante trastornados durante este período, no comprenden a estos niños y les regañan o corrigen, los niños pueden retener en su interior su pesar, cosa que a menudo es origen de perturbaciones emocionales posteriores.
En un adolescente, sin embargo, las reacciones no son muy diferentes de las de un adulto. La adolescencia de por sí ya es una época difícil, y a menudo, la pérdida del padre o la madre es un peso excesivo para un joven. Deberíamos escucharles y dejarles airear sus sentimientos, tanto si son de culpabilidad, o de rabia, como de pura y simple tristeza.
Solución del dolor y la rabia
Lo que estoy diciendo aquí es: dejemos que el pariente hable, llore o grite si es necesario. Dejémosles compartir y expansionar sus sentimientos y estemos disponibles. Cuando han terminado los problemas del muerto, al pariente aún le queda una larga temporada de duelo. Necesita ayuda y asistencia desde que se confirma el diagnóstico que él creía equivocado hasta meses después de la muerte de un miembro de la familia.
Cuando digo ayuda, naturalmente no doy por sentado que tenga que ser precisamente un consejo profesional; la mayoría de la gente ni lo necesita ni puede permitírselo. Pero necesitan a un ser humano, un amigo, un médico, una enfermera, un sacerdote... poco importa quién. La asistenta social puede ser la más importante, si ha ayudado a buscar una clínica y si la familia desea hablar más de la estancia de su madre en aquel lugar, que puede haber sido una fuente de sentimientos de culpa por no haberse quedado con ella en casa. Estas familias, a veces, han visitado a otros ancianos que están en la misma clínica y han continuado ocupándose de alguien, quizá como una negación parcial, quizá para compensar todas las oportunidades que perdieron con su abuela. Sea cual sea la razón subyacente, deberíamos intentar comprender y ayudar a los parientes a orientar estos deseos de un modo constructivo, para disminuir la culpabilidad, la vergüenza o el miedo al castigo. La ayuda más importante que podemos prestar a cualquier pariente, sea niño o adulto, es compartir sus sentimientos antes de que se produzca la muerte y permitirle superarlos, tanto si son racionales como irracionales.