Sobre la muerte y los moribundos (21 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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No hay que decir que estos incidentes ocurren cada día en todos los grandes hospitales. Deberían tomarse más medidas para facilitar alojamiento a miembros de la familia de los pacientes que están en estas unidades de tratamiento. Debería haber habitaciones contiguas donde los parientes pudieran sentarse, descansar y comer, donde pudieran compartir su soledad y quizá consolarse unos a otros durante los interminables períodos de espera. Los parientes deberían poder usar de los servicios de asistentas sociales o capellanes, el tiempo necesario para cada uno de ellos, y los médicos y enfermeras deberían entrar frecuentemente en estas habitaciones para responder a preguntas y aliviar preocupaciones. Tal como están ahora las cosas, a menudo los parientes se quedan completamente solos. Pasan las horas esperando en pasillos, cafeterías, o yendo de aquí para allá por el hospital, sin rumbo fijo. Cuando hacen tímidos intentos para ver al médico o hablar con una enfermera, a menudo se les dice que el doctor está ocupado en la sala de operaciones o en algún otro sitio. Como cada vez es mayor el número de personas responsables del bienestar de cada paciente, nadie conoce muy bien al paciente ni el paciente sabe cómo se llama su médico. Suele ocurrir que los parientes sean enviados de una persona a otra y al final acaben en el despacho del capellán, sin esperar muchas aclaraciones con respecto al paciente, pero confiando en encontrar un poco de alivio y comprensión para su angustia.

Algunos parientes prestarían un mayor servicio al paciente y al personal si hicieran menos visitas y menos largas. Recuerdo una madre que no permitía a nadie que se cuidara de su hijo de veintidós años, al que ella trataba como a un bebé. Aunque el joven era completamente capaz de valerse por sí mismo, ella le aseaba, insistía en lavarle los dientes, e incluso le limpiaba después de hacer él sus necesidades. El paciente estaba irritable y disgustado siempre que ella andaba por allí. Las enfermeras estaban espantadas, y cada vez le tenían más antipatía. La asistenta social trató en vano de hablar con la madre, consiguiendo sólo verse rechazada con algunas observaciones bastante poco amables.

¿Qué es lo que provoca en una madre este exceso de solicitud manifestado de forma hostil? Intentamos comprenderla y encontrar medios para reducir sus cuidados, que eran molestos y humillantes tanto para el paciente como para las enfermeras. Después de hablar del problema con éstas, nos dimos cuenta de que habíamos estado proyectando nuestros deseos sobre el paciente, y que, pensándolo mejor, en realidad él estaba contribuyendo al comportamiento de su madre, e incluso invitándola a actuar de aquel modo. En principio, estaba en el hospital para someterse a un tratamiento a base de radiación que duraría unas semanas; se marcharía del hospital para volver a casa durante unas cuantas más, aunque probablemente tendría que volver a ingresar, ¿Le prestaríamos un servicio interfiriendo en su relación con su madre, por muy insensata que nos pareciera? ¿No actuaríamos en el fondo llevados de nuestro propio disgusto ante aquella madre tan excesivamente solícita que hacía sentirse a las enfermeras como “malas madres”, provocando aquella fantasía nuestra del rescate? Cuando fuimos capaces de reconocer esto, reaccionamos con menos resentimiento ante la madre, pero también tratamos al joven más como un adulto, haciéndole ver que a él le correspondía marcar límites si la conducta de su madre llegaba a ser demasiado humillante para él.

No sé si esto tuvo algún efecto, porque se marchó poco después. Creo, sin embargo, que éste es un ejemplo que vale la pena mencionar porque señala la necesidad de no dejarse llevar de los propios sentimientos sobre lo que es bueno y adecuado para una persona concreta. Tal vez este hombre sólo podía tolerar su enfermedad volviendo temporalmente al nivel de un niño pequeño y tal vez la madre lograba consolarse un poco al poder satisfacer aquellas necesidades. Pero no creo que esto fuera enteramente cierto en este caso, pues el paciente se mostraba evidentemente enojado y resentido cuando su madre estaba presente. Sin embargo, no intentaba detenerla, aunque era perfectamente capaz de fijar límites a otros miembros de la familia y al personal del hospital.

La familia frente a la realidad de la enfermedad mortal

Los miembros de la familia pasan por diferentes fases de adaptación similares a las que hemos descrito para los pacientes. Al principio, muchos no pueden creer que sea verdad. Tal vez nieguen el hecho de que exista esa enfermedad en la familia o vayan de médico en médico con la vana esperanza de oír que el diagnóstico era equivocado. Tal vez busquen ayuda y seguridad (no verdaderas) en adivinos y curanderos. Tal vez hagan viajes muy caros a clínicas famosas, o consulten con médicos muy conocidos, y sólo gradualmente se enfrenten a la realidad que va a cambiar su vida tan drásticamente. Entonces, la familia, que depende mucho de la actitud, la consciencia y la capacidad de comunicarse del paciente, pasa por una serie de etapas. Si son capaces de compartir sus preocupaciones comunes, pueden ocuparse de los asuntos importantes pronto, y sin la presión del tiempo y las emociones. Si tratan de mantener el secreto los unos para los otros, levantarán entre ellos una barrera artificial que hará difícil el dolor preparatorio para el paciente o la familia. El resultado final será mucho más dramático que para aquellos que puedan hablar y llorar juntos a veces.

Así como el paciente pasa por una fase de ira, la familia inmediata experimentará la misma reacción emocional. Se enfadarán consecutivamente con el médico que examinó primero al paciente y no hizo el diagnóstico y con el médico que les hizo enfrentarse con la triste realidad. Pueden proyectar su rabia contra el personal del hospital, que en su opinión nunca se ocupa bastante, por muy eficiente que sea su labor en realidad. Hay mucho de envidia en esta reacción, pues los miembros de la familia a menudo se sienten frustrados al no poder estar con el paciente ni cuidarle. También hay sentimientos de culpa y un deseo de compensar oportunidades pasadas perdidas. Cuanto más podamos ayudar al pariente a expresar estas emociones antes de la muerte de un ser querido, más cómodo se encontrará el miembro de la familia.

Cuando puedan superarse la ira, el resentimiento y la culpabilidad, entonces la familia pasará por una fase de dolor preparatorio, igual que lo hace la persona moribunda. Cuanto más puede expresarse este dolor antes de la muerte, menos insoportable resulta después. A menudo oímos decir a los parientes, muy satisfechos de sí mismos, que siempre trataron de mantener una cara sonriente cuando estaban con el paciente, hasta que un día sencillamente ya no pudieron seguir disimulando. No se dan cuenta de que las emociones genuinas por parte de un miembro de la familia son mucho más fáciles de aceptar que una máscara a través de la cual el paciente puede ver igualmente y que él siente como un fingimiento que impide compartir una situación triste.

Si los miembros de la familia comparten estas emociones, gradualmente afrontarán la realidad de la separación inminente y llegarán a aceptarla juntos. Quizás el período más doloroso para la familia es la fase final, cuando el paciente se desliga lentamente de su mundo, incluida su familia. No comprenden que un hombre que ha encontrado la paz y la aceptación de su muerte, tendrá que separarse poco a poco de lo que le rodea, incluidos sus seres más queridos. ¿Cómo podría estar dispuesto a morir si continuara aferrándose a tantas relaciones importantes como llega a tener un hombre? Cuando el paciente pide que sólo vayan a visitarle unos pocos amigos, luego sus hijos y finalmente sólo su mujer, deberíamos comprender que ésta es su manera de alejarse gradualmente. A menudo la familia inmediata lo interpreta mal, considerándolo un rechazo. Hemos visto a varios maridos y mujeres que reaccionan dramáticamente ante este alejamiento tan normal y sano. Creo que podemos serles de gran utilidad si les ayudamos a entender que sólo los pacientes que han superado el miedo a la muerte pueden alejarse lenta y pacíficamente de esta manera. Para ellos esto debería ser fuente de consuelo y alivio, y no de dolor y resentimiento. Es durante este período cuando la familia necesita más ayuda, y quizá menos el paciente. No quiero decir con esto que entonces haya que dejarle solo. Siempre deberíamos estar disponibles, pero un paciente que ha llegado a esta fase de aceptación y decatexis, generalmente necesita menos de la relación interpersonal. Si no se explica el significado de este desapego a la familia, pueden surgir problemas, como hemos visto en el caso de la señora W. (capítulo VII).

La muerte más trágica es quizás —aparte de la de los muy jóvenes— la de las personas muy viejas, cuando la miramos desde el punto de vista de la familia. Tanto si sus miembros han vivido juntos como si lo han hecho separados, cada generación tiene la necesidad y el derecho de vivir su propia vida, de tener su intimidad, de cubrir las necesidades que le son propias. Los viejos han dejado de ser útiles para el sistema económico, pero por otra parte se han ganado el derecho a terminar su vida con paz y dignidad. Mientras estén sanos física y mentalmente y se basten a sí mismos, todo esto es bastante posible. Sin embargo, hemos visto muchos hombres y mujeres viejos disminuidos física o psicológicamente que necesitan una enorme cantidad de dinero para mantenerse dignamente al nivel que su familia desea para ellos. Entonces la familia a menudo se ve obligada a tomar una decisión muy difícil, a saber, la de movilizar todo el dinero disponible, incluidos préstamos y los ahorros que habían hecho con vistas a su propia vejez, para poder darles esos últimos cuidados. La tragedia de estos viejos es quizá que esa cantidad de dinero y, a menudo, ese sacrificio económico no mejora en modo alguno su estado, sino que únicamente sirve para mantenerlos en un nivel de existencia mínimo. Si surgen complicaciones médicas, los gastos son cuantiosos y la familia a menudo desea una muerte rápida y sin dolor, aunque casi nunca manifiesta ese deseo abiertamente. Y es evidente que estos deseos producen sentimientos de culpabilidad.

Recuerdo a una anciana que llevaba hospitalizada varias semanas y requería unos cuidados enormes y muy caros en un hospital privado. Todo el mundo esperaba que muriera pronto, pero pasaban los días y seguía sin cambios en su estado. Su hija no sabía si enviarla a una residencia para enfermos crónicos o dejarla en el hospital, donde al parecer ella quería quedarse. Su yerno estaba enfadado con ella porque le había hecho gastar los ahorros de su vida y tenía innumerables discusiones con su mujer, que sentía demasiado temor de faltar a su deber para sacarla del hospital. Cuando fui a ver a la anciana, parecía asustada y cansada. Le pregunté simplemente de qué tenía miedo. Ella me miró y finalmente expresó lo que había sido incapaz de revelar antes, porque ella misma se daba cuenta de lo poco realistas que eran sus temores. Tenía miedo de que “los gusanos la comieran viva”. Mientras yo trataba de recobrar el aliento y entender el verdadero significado de aquella afirmación, su hija soltó bruscamente “Si eso es lo que te impide morir, podemos quemarte”, con lo que, naturalmente, quería decir que una incineración le evitaría todo contacto con los gusanos. En esta frase estaba toda su ira contenida. Me quedé un rato a solas con la anciana. Hablamos tranquilamente de las fobias que había tenido toda su vida y de su miedo a la muerte que se manifestaba en este miedo a los gusanos, como si fuera a notarlos después de morir. Ella se sintió muy aliviada después de expresar esto, y comprendió muy bien el disgusto de su hija. Yo la animé a compartir algunos de aquellos sentimientos con ella, para que no se sintiera tan mal después de su estallido.

Cuando vi a la hija, fuera de la habitación, le hablé de la comprensión de su madre, y por fin, se pusieron a hablar las dos de sus preocupaciones, acabando por tomar disposiciones para que la anciana fuera incinerada tras su muerte. En vez de estar las dos silenciosas y enfadadas, se expansionaron y consolaron mutuamente. La madre murió al día siguiente. Si no hubiera visto la cara tan apacible que tuvo durante su último día, tal vez me habría preocupado temiendo que aquel estallido de ira pudiera haberla matado.

Otro aspecto que a menudo no tenemos en cuenta es qué clase de enfermedad fatal tiene el paciente. Uno espera ciertas cosas del cáncer, así como hay ciertos cuadros asociados a las enfermedades del corazón. El primero se considera a menudo una enfermedad lenta y dolorosa, mientras que las segundas pueden presentarse repentinamente, sin producir dolor, pero causando la muerte. Creo que hay mucha diferencia si un ser querido muere lentamente, disponiendo de mucho tiempo para el dolor preparatorio por ambos lados, o si recibimos la temida llamada telefónica: “Ha ocurrido, se acabó.” Es más fácil hablar de la muerte con un paciente de cáncer que con un paciente cardíaco, que nos causa la preocupación de que, si le asustamos, tal vez le provoquemos una trombosis coronaria, que para él sería la muerte. Por lo tanto es más fácil inducir a los parientes de un paciente canceroso a hablar del final inminente que a la familia de un enfermo del corazón, cuyo final puede venir en cualquier momento y puede ser provocado por una conversación, por lo menos en la opinión de muchos familiares con los que hemos hablado.

Recuerdo a la madre de un joven de Colorado que no permitía a su hijo hacer ningún ejercicio, por mínimo que fuera, a pesar de que los médicos le aconsejaran lo contrario. Cuando hablaba, esta madre hacía a menudo afirmaciones como ésta: “Si se esfuerza demasiado, se me quedará muerto en los brazos”, como si pensara que por ello su hijo cometería un acto hostil contra ella. Era totalmente inconsciente de su propia hostilidad, incluso después de haber compartido con nosotros su resentimiento por tener “un hijo tan débil”, al que asociaba muy a menudo con su marido, un hombre muy poco eficaz y que no había tenido éxito. Nos costó meses de paciente y atenta escucha conseguir que aquella madre pudiera manifestar algunos de sus deseos destructivos respecto a su hijo. Ella los razonaba diciendo que él era la causa de que su vida profesional y social fuera tan limitada, lo que la convertía a ella en una persona tan ineficaz como ella consideraba a su marido. Éstas son situaciones familiares complicadas, en las que un miembro enfermo de la familia se vuelve todavía más incapaz de funcionar por culpa de los conflictos de sus parientes. Si logramos aprender a responder a estos familiares con compasión y comprensión, en vez de juzgarlos y criticarlos, ayudaremos también al paciente a sobrellevar su handicap con más facilidad y dignidad.

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