Sobre la muerte y los moribundos (16 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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La señora W. es representativa de la mayoría de nuestros pacientes moribundos, aunque fue la única a la que he visto recurrir a un episodio psicótico tan agudo. Estoy segura de que esto fue una defensa, un intento desesperado de evitar una intervención destinada a prolongar la vida, que venía demasiado tarde.

Como dijimos antes, hemos encontrado que a los pacientes les conviene ser animados a manifestar su rabia, a llorar para expresar su dolor preparatorio, y a manifestar sus miedos y fantasías a alguien que pueda estar tranquilamente sentado escuchándoles. Deberíamos ser conscientes del inmenso esfuerzo que se requiere para alcanzar esta fase de aceptación, que lleva hacia una separación gradual (decatexis) en la que ya no hay comunicación en dos direcciones.

Hemos encontrado dos maneras de conseguir este objetivo más fácilmente. Una clase de paciente lo conseguirá sin casi ayuda ambiental, excepto una comprensión silenciosa y la ausencia de interferencias. Se trata del paciente viejo que, al final de su vida, siente que ha trabajado y ha sufrido, ha criado a sus hijos y cumplido sus obligaciones. Habrá encontrado un significado en su vida y siente satisfacción cuando piensa en sus años de trabajo.

Otros, menos afortunados, pueden alcanzar un estado físico y psicológico similar cuando tienen bastante tiempo para prepararse para la muerte. Necesitarán más ayuda y comprensión por parte de quienes les rodean en su lucha para recorrer todas las fases anteriormente descritas. Hemos visto morir a la mayoría de nuestros pacientes en la fase de aceptación, sin miedo ni desesperación. Quizá se puede comparar con lo que dice Bettelheim de la primera infancia: “En realidad era una edad en la que no se nos pedía nada y se nos daba todo lo que queríamos. El psicoanálisis considera a la primera infancia una época de pasividad, una edad de narcisismo primario en la que el yo lo es todo.”

Así que, quizás al final de nuestros días, cuando hemos trabajado y dado, disfrutado y sufrido, volvemos a la fase en la que empezamos, cerrando el círculo de la vida.

Las dos entrevistas siguientes son ejemplos de un marido y una mujer que intentan alcanzar la fase de aceptación.

El doctor G., dentista y padre de un hijo de veinticuatro años, era un hombre profundamente religioso. Hemos usado su ejemplo en el capítulo V, sobre la ira, cuando se hacía la pregunta de “¿Por qué yo?” y recordaba al viejo George y se preguntaba por qué no podían quitarle la vida a aquel hombre en vez de a él. A pesar del cuadro de aceptación que presentó durante la entrevista, también demuestra el aspecto de la esperanza. Intelectualmente, era plenamente consciente del carácter de su enfermedad maligna, y, como profesional, se daba cuenta de las pocas probabilidades que tenía de seguir trabajando. Sin embargo, no quiso o no pudo pensar en cerrar su consultorio hasta poco antes de esta entrevista. Mantenía a una chica para contestar al teléfono y conservaba la esperanza de que el Señor repitiera tal vez un incidente casi milagroso que le había ocurrido durante los años de la guerra —le habían disparado de cerca y no le habían dado—: “Cuando te disparan desde una distancia de cinco metros y no aciertan, comprendes que hay algún otro poder aparte de tu capacidad para hurtar el cuerpo.”

Doctora:
¿Puede decirnos cuánto tiempo lleva en el hospital y qué razones le trajeron aquí?

Paciente:
Sí. Soy dentista, como usted probablemente ya sabe, y llevo muchos años ejerciendo la profesión. A finales de julio experimenté este dolor repentino y desacostumbrado, me hice una radiografía inmediatamente y el 7 de julio de este año me operaron por primera vez.

Doctora:
¿En 1966?

Paciente:
En 1966, sí. Y comprendí que había un noventa por ciento de probabilidades de que fuera maligno, pero esta idea mía no tenía mucho fundamento, porque era mi primer malestar y la primera vez que sentía un dolor del tipo que fuera. Pasé la operación en muy buena forma, me recuperé extraordinariamente y luego tuve una obstrucción intestinal y tuve que volver a operarme el 14 de septiembre. Y a partir del 27 de octubre no me gustó el giro que tomaron las cosas. Mi esposa se puso en contacto con un doctor de aquí y vinimos. O sea que he estado en tratamiento constantemente desde el 27 de octubre. Éste es el resumen de mis hospitalizaciones.

Doctora:
¿En qué momento de la enfermedad supo usted lo que tenía en realidad?

Paciente:
En realidad supe que muy posiblemente era un tumor maligno inmediatamente después de ver las radiografías, porque un tumor en este área concreta tiene un noventa por ciento de probabilidades de ser maligno. Pero, como he dicho, no se me ocurrió que fuera tan serio porque me encontraba bien. El doctor no me lo dijo, pero habló a la familia de la gravedad de mi estado en cuanto hubo terminado la operación. Me enteré poco después, yendo en coche a una ciudad cercana con mi hijo. Siempre hemos sido una familia muy unida. Habíamos empezado a hablar de mi estado general, y él dijo: “¿Te ha dicho mamá alguna vez lo que tienes en realidad?” Yo dije que no. Y yo sé que le costó mucho, pero me dijo que, al hacer la primera operación, habían descubierto que no sólo era maligno sino que era metastático, y que afectaba a todos los órganos del cuerpo con la excepción del hígado y del bazo, por suerte. Era inoperable, como yo había empezado a sospechar. Mi chico conoció al Señor cuando tenía diez años y a lo largo de su vida habíamos querido compartir su experiencia del Señor, mientras él maduraba e iba a la universidad. Esta experiencia le había hecho madurar enormemente.

Doctora:
¿Qué edad tiene ahora?

Paciente:
El domingo cumplirá veinticuatro. Yo me percaté de la profundidad de su madurez después de nuestra conversación.

Doctora:
¿Cómo reaccionó usted cuando su hijo le dijo eso?

Paciente:
Bueno, si he de ser franco, yo ya lo sospechaba más o menos, por varias cosas que había observado. No carezco completamente de conocimientos en este terreno; he estado asociado con un hospital durante veinte años, todo ese tiempo he pertenecido al personal del hospital, y entiendo de estas cosas. Él me dijo además que el cirujano ayudante había dicho a mi mujer que yo tenía de cuatro a catorce meses de vida. No sentí nada. He tenido una paz de espíritu completa desde que lo he descubierto. No he tenido ningún período de depresión. Supongo que mucha gente en mi caso miraría a algún otro y diría, bueno, ¿por qué no podría haber sido él? Y esto me ha pasado por la imaginación varias veces. Pero ha sido efímero. Recuerdo que una vez fui a mi despacho a recoger la correspondencia y venía por la calle un viejo al que conozco desde que yo era niño. Tiene ochenta y dos años, y no sirve para nada, en la medida en que los mortales podemos decir eso. Es reumático, cojo, sucio, justo el tipo de persona que a uno no le gustaría ser. Y me asaltó una idea muy fuerte: ¿por qué no podía haber sido el viejo George en vez de mí? Pero no ha sido una consideración importante. Probablemente ésta es la única cosa que he pensado. Espero con placer encontrar al Señor, pero al mismo tiempo me gustaría permanecer en la tierra el mayor tiempo posible. Lo que siento más profundamente es separarme de la familia.

Doctora:
¿Cuántos hijos tiene?

Paciente:
Sólo éste.

Doctora:
Un hijo.

Paciente:
Como he dicho, hemos sido una familia muy unida.

Doctora:
Estando tan unidos, y sabiendo usted casi seguro que era un cáncer al ver las radiografías, ¿cómo es que nunca habló de ello con su mujer o con su hijo?

Paciente:
Bueno, no sabría decirlo. Ahora sé que mi mujer y mi hijo esperaban que, después de una operación importante y un breve período de molestias, se obtendría un buen resultado. No quería preocuparles más. Tengo entendido que mi mujer quedó hecha polvo cuando le dijeron la verdad. Mi hijo, y aquí es donde se demostró su madurez, fue un ejemplo de fortaleza durante ese período. Pero desde entonces, mi mujer y yo hemos hablado de esto con toda franqueza, y queremos seguir un tratamiento porque yo sé que el Señor puede sanarme. El puede hacerlo, y yo aceptaré cualquier método que Él quiera utilizar. No sabemos lo que hará la medicina, no sabemos de dónde vienen los descubrimientos médicos. ¿Cómo puede ser que un hombre arranque una raíz del suelo y diga que cree que aquello puede ser útil para tratar esto y lo otro? Y no obstante ha ocurrido. Y en los laboratorios de todos nuestros hospitales encontrará gran cantidad de pequeños cultivos porque se cree que tienen una relación directa con la investigación sobre el cáncer. ¿Cómo llegar a esa conclusión? Todo es misterioso y milagroso en lo que a mi se refiere, y creo que esto viene del Señor.

Capellán:
Su fe ha representado mucho para usted, deduzco, no sólo durante esta enfermedad, sino antes.

Paciente:
Sí. Yo alcancé el conocimiento salvador de Nuestro Señor Jesucristo hace unos diez años. Llegué a esta posición a través de un estudio de las Escrituras que no terminé. Lo que me hizo cambiar fue el darme cuenta de que era un pecador. No me había dado cuenta de esto, porque soy un buen chico, siempre he sido un buen chico.

Doctora:
¿Qué le hizo darse cuenta de esto hace diez años?

Paciente:
Esto viene de más lejos. Cuando estaba lejos de América tuve contactos con un capellán que me habló mucho de cosas como ésta. Y no creo que nadie pueda ver que le disparan más de una vez y no le aciertan, sin darse cuenta de que hay algo a tu lado, que está ahí, especialmente cuando el que te dispara está a cinco metros de ti. Como he dicho, siempre he sido un buen chico, no juraba, no decía palabras feas, no bebía, no fumaba, no me preocupaba mucho por ellas. Quiero decir que no perseguía mucho a las mujeres. Siempre fui bastante buen chico. Así que no me di cuenta de que era un pecador hasta un momento particular, en una reunión que él celebraba. Había allí unas tres mil personas. Y al concluir el servicio —ahora no recuerdo sobre qué predicó— pidió que se presentaran personas para consagrarse al Señor. No sé por qué, me presenté, me sentí obligado a hacerlo. Después razoné mi decisión. Me sentí como cuando tenía seis años. Cuando iba a cumplir seis años, pensaba que el mundo florecería y todo cambiaría. Mi madre bajó a la planta baja aquella mañana. Yo estaba de pie delante de un espejo de unos tres metros que teníamos en la sala, y ella dijo: “Feliz cumpleaños, Bobby. ¿Qué estás haciendo?” Yo le dije que me estaba mirando. Ella dijo: “¿Y qué ves?” “Que tengo seis años pero parezco el mismo, siento lo mismo, y por Dios, diría que soy el mismo.” Pero a medida que mi experiencia se hacía más profunda, descubrí que no era el mismo, que no podía tolerar cosas que antes había tolerado.

Doctora:
¿Como qué?

Paciente:
Bueno, como usted sabe, cuando te encuentras con personas que conoces —esto es algo que ocurre con bastante regularidad a los hombres de negocios— de repente te das cuenta de que están haciendo muchos contactos en los bares. Antes de una reunión profesional, la mayoría de los hombres se retirarán al bar del motel o del hotel y se sentarán allí a beber y a charlar. Esto no me molestaba particularmente. Yo no bebía, pero no me molestaba estar. Empezó a molestarme más tarde porque yo no creía en aquello. Y no podía aceptarlo del todo. Dejé de hacer cosas que hacía antes, y por eso me di cuenta de que era diferente.

Doctora:
¿Le ha ayudado todo esto ahora que tiene que afrontar su propia muerte y su enfermedad mortal?

Paciente:
Sí, mucho. Como he dicho, he tenido tina paz completa desde que me desperté de la primera anestesia, tras la operación. Sentía toda la paz del mundo.

Doctora:
¿No siente temores?

Paciente:
Honradamente, no puedo decir que haya tenido miedo.

Doctora:
Es usted un hombre poco corriente, doctor G., ¿sabe? Porque raras veces vemos hombres que afronten su muerte sin ningún miedo.

Paciente:
Bueno, es porque espero estar con el Señor cuando muera.

Doctora:
Por otra parte, todavía tiene alguna esperanza de curación o de que surja algún descubrimiento médico, ¿verdad?

Paciente:
Si.

Doctora:
Creo que esto es lo que ha dicho antes.

Paciente:
La Escritura promete la curación si se la pedimos al Señor. Yo he pedido al Señor teniendo en cuenta esta promesa. Pero, por otra parte, quiero que se haga su voluntad. Y esto por encima de todo, más allá de mis consideraciones personales.

Doctora:
¿En qué ha cambiado su vida diaria desde que sabe que tiene cáncer? ¿Ha cambiado algo en su vida?

Paciente:
¿Quiere decir en la actividad? Saldré del hospital dentro de un par de semanas, y no sé qué pasará. En el hospital he estado viviendo más o menos al día. Porque ya conoce la rutina del hospital, ya sabe cómo va.

Capellán:
Si he entendido bien lo que ha dicho usted antes, me ha sonado a algo familiar. Lo que dice usted es lo que dijo Jesús antes de enfrentarse a la cruz. “No se haga mi voluntad, sino la tuya.”

Paciente:
No había pensado en eso.

Capellán:
Es el sentido de lo que usted ha dicho. Usted ha deseado la esperanza si era posible que no hubiera llegado su hora, pero ha hecho pasar por encima de ese deseo otro deseo más profundo: el de que se haga su voluntad.

Paciente:
Sé que me queda un período breve de vida, quizás unos años con el tratamiento que me están haciendo ahora, o quizá sólo unos meses. Naturalmente, ninguno de nosotros tiene ninguna seguridad de que vaya a volver a su casa esta noche.

Doctora:
¿Se imagina usted concretamente cómo va a ser?

Paciente:
No. Sé que Dios proveerá, las Escrituras nos lo dicen, y en eso reside mi esperanza.

Capellán:
No creo que debamos continuar. El doctor G. no ha podido levantarse hasta hace muy poco. Sólo dos minutos más.

Paciente:
Bueno, me encuentro muy bien.

Capellán:
¿Sí? Yo dije a la doctora que con usted no podríamos estar mucho rato.

Doctora:
Dejaremos que sea usted quien nos lo diga en cuanto se note ligeramente cansado. Esta conversación tan franca sobre un tema tan temido, ¿cómo le hace sentirse, doctor G.?

Paciente:
Bueno, yo no encuentro que sea un tema temido, en absoluto. Cuando el reverendo I. y el reverendo N. salieron de la habitación esta mañana, tuve algún tiempo para pensar y eso no me afectó particularmente, aunque espero poder ser útil a algún otro que se encuentre en mi situación si no tiene la fe que yo tengo.

Doctora:
¿Qué cree usted que podemos aprender entrevistando a pacientes moribundos o muy enfermos que nos ayude a ser más eficaces a la hora de ayudarles a ellos a afrontar su destino, especialmente a los que no tienen tanta suerte como usted? Porque usted tiene fe, y al parecer le es una verdadera ayuda.

Paciente:
Esto es algo sobre lo que he reflexionado bastante desde que estoy enfermo. Yo, por temperamento, quiero saber el pronóstico completo, mientras que hay algunas personas que, cuando descubren una enfermedad mortal, quedan hechas polvo completamente. Lo que debes hacer cuando tratas a un paciente es algo que creo que sólo lo puede decir la experiencia.

Doctora:
Ésta es una de las razones por las que entrevistamos a los pacientes aquí, donde pueden verlo las enfermeras y demás personal del hospital. Ver un paciente tras otro, averiguar cuáles quieren verdaderamente hablar de ello y cuáles prefieren no mencionarlo.

Paciente:
Sus primeras visitas, creo yo, habrían de ser muy neutras, hasta que descubrieran lo que siente el paciente sobre sí mismo y su experiencia, su religión y su fe.

Capellán:
Creo que la doctora R. ha dicho que el doctor G. tenía suerte, pero me parece que está usted diciendo que de esta experiencia le han venido cosas importantes, como la relación con su hijo a un nivel diferente y la apreciación de su madurez.

Paciente:
Sí, yo también creía que habíamos tenido suerte. Iba a comentar esto porque no creo que esta cuestión particular sea cosa de suerte. Esto de saber que el Señor es tu Salvador no es cosa de suerte; es una experiencia muy profunda y maravillosa, y creo que le prepara a uno para las vicisitudes de la vida, para las pruebas que nos esperan. Todos tenemos que afrontar pruebas o enfermedades. Pero esto te prepara para aceptarlas, porque, como he dicho hace poco, si te disparan desde una distancia de cinco metros y no te dan, sabes que hay algún otro poder aparte del hecho de que tú seas rápido a la hora de hurtar el cuerpo. Hemos oído decir que no hay ateos en las trincheras individuales, y es verdad. Se sabe de hombres que se han acercado mucho al Señor en una trinchera, o cuando su vida está en peligro, no en una trinchera, sino cuando tienen un accidente grave y de repente se dan cuenta de lo que pasa y automáticamente pronuncian el nombre del Señor. No es un caso de suerte. Es un caso de buscar y descubrir lo que el Señor tiene para nosotros.

Doctora:
No he hablado de suerte en el sentido de casualidad, sino más bien como de una cosa dichosa y afortunada.

Paciente:
Ya lo entiendo. Sí, es una experiencia dichosa. Es sorprendente cómo puedes llegar a sentir esta experiencia durante un período de enfermedades como ésta, cuando tienes a otros que rezan por ti, y te das cuenta de que otros rezan por ti. Para mí es una ayuda tremenda y lo ha sido.

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