Sobre la muerte y los moribundos (15 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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De repente la señora H. me miró, su voz se volvió apasionada y casi gritó: “¿Qué quiere decir? Es el hombre más honrado y más leal del mundo...”

Seguimos sentadas unos minutos, durante los cuales yo le transcribí algunas de las cosas que había dicho él en la entrevista. La señora H. reconoció que nunca había pensado en él en aquellos términos y le atribuyó gustosa una serie de cualidades. Volvimos juntas a la habitación del paciente, y la señora H. repitió lo que habíamos hablado en nuestro despacho. Nunca olvidaré la cara pálida del paciente, hundida en las almohadas, su mirada expectante, su expresión de asombro ante lo que habíamos podido lograr. Y luego se le iluminaron los ojos cuando oyó decir a su mujer: “... y yo le dije que tú eras el hombre más honrado y leal del mundo, y que eso es difícil de encontrar en estos tiempos. Y cuando volvamos a casa pasaremos por la iglesia y recogeremos esos trabajos que eran tan importantes para ti. Así estarás ocupado los próximos días...”

Había un sincero afecto en su voz cuando hablaba con él y le preparaba para salir del hospital. “No la olvidaré mientras viva”, dijo él cuando yo salí de la habitación. Los dos sabíamos que no sería mucho tiempo, pero en aquellos momentos eso importaba poco.

7. Quinta fase: aceptación

Tengo que partir. ¡Decidme adiós, hermanos!

Os saludo a todos y me marcho.

Devuelvo las llaves de mi puerta, y renuncio a todos los derechos sobre mi casa. Sólo os pido unas últimas palabras cariñosas.

Fuimos vecinos durante mucho tiempo, pero yo recibí más de lo que pude dar.

Ahora apunta el día, y la lámpara que iluminaba mi oscuro rincón se apaga.

Ha llegado la llamada, y estoy dispuesto para el viaje.

Tagore,
Gitanjali,
XCIII

Si un paciente ha tenido bastante tiempo (esto es, no una muerte repentina e inesperada) y se le ha ayudado a pasar por las fases antes descritas, llegará a una fase en la que su “destino” no le deprimirá ni le enojará. Habrá podido expresar sus sentimientos anteriores, su envidia a los que gozan de buena salud, su ira contra los que no tienen que enfrentarse con su fin tan pronto. Habrá llorado la pérdida inminente de tantas personas y de tantos lugares importantes para él, y contemplará su próximo fin con relativa tranquilidad. Estará cansado y, en la mayoría de los casos, bastante débil. Además, sentirá necesidad de dormitar o dormir a menudo y en breves intervalos, lo cual es diferente de la necesidad de dormir en épocas de depresión. Éste no es un sueño evasivo o un período de descanso para aliviar el dolor, las molestias o la desazón. Es una necesidad cada vez mayor de aumentar las horas de sueño muy similar a la del niño recién nacido pero a la inversa. No es un “abandono” resignado y desesperanzado, una sensación de “para qué sirve” o de “ya no puedo seguir luchando”, aunque también oímos afirmaciones como éstas. (Indican el principio del fin de la lucha, pero no son síntomas de aceptación.)

No hay que confundirse y creer que la aceptación es una fase feliz. Está casi desprovista de sentimientos. Es como si el dolor hubiera desaparecido, la lucha hubiera terminado, y llegara el momento del “descanso final antes del largo viaje”, como dijo un paciente. En esos momentos, generalmente, es la familia quien necesita más ayuda, comprensión y apoyo que el propio paciente. Cuando el paciente moribundo ha encontrado cierta paz y aceptación, su capacidad de interés disminuye. Desea que le dejen solo, o por lo menos que no le agiten con noticias y problemas del mundo exterior. A menudo no desea visitas, y si las hay, el paciente ya no tiene ganas de hablar. A menudo pide que se limite el número de gente y prefiere las visitas cortas. Ése es el momento en que se ha de desconectar la televisión. Entonces nuestras comunicaciones se vuelven más mudas que orales. El paciente puede hacer un simple gesto con la mano para invitarnos a que nos sentemos un rato. Puede limitarse a cogernos la mano y pedirnos que nos estemos allí sentados en silencio. Estos momentos de silencio pueden ser las comunicaciones más llenas de sentido para las personas que no se sienten incómodas en presencia de una persona moribunda. Podemos escuchar juntos el canto de un pájaro al otro lado de la ventana. Nuestra presencia sólo es para confirmar que vamos a estar disponibles hasta el final. Podemos hacerle saber simplemente que nos parece muy bien no decir nada cuando ya hay quien se ocupa de las cosas importantes y sólo es cuestión de esperar a que pueda cerrar los ojos para siempre. Esto puede tranquilizarle y hacerle sentir que no está solo. Cuando ya no hay conversación, una presión de la mano, una mirada, un recostarse en la almohada pueden decir más que muchas “ruidosas” palabras.

Una visita a última hora de la tarde puede prestarse mejor a este tipo de encuentros, porque es el final del día, tanto para el visitante como para el paciente. Es cuando el servicio del hospital no interrumpe, cuando la enfermera no entra a tomar la temperatura y la mujer de la limpieza no está fregando el suelo: ese pequeño momento privado que puede completar el día después de la ronda del médico, cuando no hay nadie para interrumpir. Es poco rato, pero es reconfortante para el paciente saber que no le olvidan cuando no puede hacerse nada más por él. También es agradable para el visitante, porque le muestra que la muerte no es esa cosa espantosa y horrible que tantos quieren esquivar.

Hay unos pocos pacientes que luchan hasta el final, que pugnan y conservan una esperanza que hace imposible alcanzar esta fase de aceptación. Son los que dirán un día: “No puedo seguir haciéndolo”, el día que dejan de luchar. En otras palabras, cuanto más luchen para esquivar la muerte inevitable, cuanto más traten de negarla, más difícil les será llegar a esta fase final de aceptación con paz y dignidad. La familia y el personal del hospital pueden considerar estos pacientes tenaces y fuertes, pueden fomentar la lucha por la vida hasta el final, y pueden convencerles implícitamente de que aceptar el propio fin es considerado un abandono cobarde, un engaño o, peor todavía, un rechazo de la familia.

Entonces, ¿cómo sabemos si un paciente está abandonando la lucha “demasiado pronto” cuando creemos que un poco de ánimo por su parte combinado con la ayuda de la profesión médica podrían darle la oportunidad de vivir más? ¿Cómo podemos diferenciar esto de la fase de aceptación, cuando nuestro deseo de prolongar su vida a menudo choca con su deseo de descansar y morir en paz? Si no somos capaces de distinguir estas dos fases, hacemos más mal que bien a nuestros pacientes, veremos frustrados nuestros esfuerzos y convertiremos su muerte en una última experiencia dolorosa. A continuación explico el caso de la señora W., en el que no se hizo esta distinción.

La señora W., una mujer casada de cincuenta y ocho años, fue hospitalizada con un tumor maligno en el abdomen que le producía mucho dolor y molestias. Había sido capaz de afrontar su grave enfermedad con valor y dignidad. Se quejaba muy raras veces y trataba de hacer por sí misma todas las cosas que podía. Rechazaba toda oferta de ayuda mientras pudiera valerse ella misma y tenía impresionados al personal y a la familia con su ánimo y ecuanimidad para afrontar su muerte inminente.

Poco después de su último ingreso en el hospital, le acometió una depresión repentina. El personal estaba desconcertado ante este cambio, y pidieron una consulta psiquiátrica. Ella no estaba en su habitación cuando fuimos a buscarla, y cuando volvimos, unas horas más tarde, todavía estaba ausente. Por fin la encontramos en el pasillo frente a la sala de rayos X, echada, incómoda, en una camilla y dando muestras evidentes de dolor. Una breve entrevista reveló que había pasado por dos sesiones de rayos X bastante largas y que tenía que esperar a que le hicieran otras radiografías. Le molestaba mucho tina llaga que tenía detrás, llevaba varias horas sin comer ni beber nada y, lo más molesto de todo, necesitaba ir al cuarto de baño urgentemente. Explicó todo esto en un susurro, y dijo que “de tanto dolor estaba casi insensible”. Me ofrecí a llevarla al cuarto de baño más próximo. Ella me miró —sonriendo débilmente por primera vez— y dijo: “No, estoy descalza, prefiero esperar a estar de nuevo en mi habitación. Allí puedo ir yo misma.”

Esta breve observación nos mostró la principal necesidad de la paciente: cuidarse de ella misma todo el tiempo que pudiera, mantener su dignidad e independencia el mayor tiempo posible. Estaba exasperada porque ponían a prueba su resistencia hasta un punto en que estaba dispuesta a chillar en público, a punto de perder el control de sus movimientos intestinales en un pasillo, y al borde de las lágrimas delante de extraños “que sólo cumplían su obligación”.

Cuando hablamos con ella unos días más tarde en circunstancias más favorables, fue evidente que estaba cada vez más cansada y dispuesta a morir. Habló brevemente de sus hijos, de su marido, que podrían seguir adelante sin ella. Estaba convencida de que su vida, especialmente su matrimonio, había sido buena y había tenido un sentido, y que le quedaba poca cosa que hacer. Pidió que la dejaran morir en paz, deseaba que la dejaran sola, e incluso pidió que su marido se preocupara menos. Dijo que la única razón que la mantenía aún viva era la incapacidad de su marido para aceptar el hecho de que ella tenía que morir. Estaba disgustada con él por no afrontar este hecho y por aferrarse tan desesperadamente a algo que ella estaba deseando abandonar. Interpreté sus palabras diciéndole que lo que ella deseaba era desligarse de este mundo, y ella hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza cuando la dejé sola.

Mientras tanto, sin que lo supiéramos ni la paciente ni yo, el equipo médico-quirúrgico tenía una reunión a la que asistía el marido. Los cirujanos creían que era posible que otra intervención quirúrgica prolongara su vida, y el marido les suplicó que hicieran todo cuanto estuviera en su poder para “atrasar el reloj”. Para él era inaceptable perder a su mujer. No podía comprender que ella no sintiera la necesidad de seguir con él. Su deseo de desligarse, para hacer la muerte más fácil, era interpretado por él como un rechazo que excedía su capacidad de comprensión. Allí no había nadie para explicarle que aquél era un proceso natural, en realidad un progreso, quizá la señal de que la persona moribunda ha encontrado la paz y está preparándose para salir a su encuentro, sola.

El equipo decidió operar a la paciente la semana siguiente. En cuanto la informaron del plan, se debilitó rápidamente. Casi de la noche a la mañana necesitó una dosis doble de calmante para sus dolores. A menudo pedía drogas en el momento en que le daban una inyección. Se volvió inquieta y ansiosa, y pedía ayuda a menudo. No era la paciente de unos días antes: ¡la digna señora que no podía ir al cuarto de baño porque no llevaba zapatillas!

Estos cambios de conducta deberían alertarnos. Son comunicaciones de nuestros pacientes que tratan de decirnos algo. Para un paciente no siempre es posible rechazar abiertamente una operación que vaya a prolongarle la vida, cuando hay un marido suplicante y desesperado y unos hijos que esperan que su madre vuelva otra vez a casa. Y por último, sin que por ello sea menos importante, no deberíamos subestimar la chispa de esperanza de curación que tiene el propio paciente ante una muerte inminente. Como hemos subrayado antes, no es propio de la naturaleza humana aceptar el aspecto conclusivo de la muerte sin dejar alguna puerta abierta a la esperanza. Por lo tanto, no basta con escuchar sólo las comunicaciones orales directas de nuestros pacientes.

La señora W. había indicado claramente que deseaba que la dejaran en paz. Sufrió muchos más dolores y molestias después del anuncio de la operación proyectada. Su ansiedad aumentaba a medida que se aproximaba el día de la operación. Nosotros no teníamos autoridad para cancelar la operación. Simplemente hicimos saber nuestras fuertes reservas y nuestra convicción de que la paciente no toleraría la operación.

La señora W. no tuvo la fuerza de rechazar la operación ni murió antes de la misma. En el quirófano manifestó una fuerte psicosis, expresó ideas de persecución, gritó y no paró hasta que la llevaron de nuevo a su habitación, minutos antes de la hora para la cual estaba proyectada la operación.

Evidentemente, tenía alucinaciones e ideas paranoicas. Parecía asustada y confusa, y sus conversaciones con el personal no tenían ningún sentido. Sin embargo, en todo ese comportamiento psicológico habla un grado de conciencia y de lógica impresionante. Cuando la llevaron de nuevo a su habitación, pidió verme. Cuando entré en la habitación al día siguiente, miró a su desconcertado marido y luego dijo: “Hable con este hombre y hágale entender.” Luego se volvió de espaldas a nosotros, indicando claramente el deseo de que la dejáramos sola. Tuve entonces mi primera entrevista con el marido, que estaba totalmente perplejo. No podía entender el “insensato” comportamiento de su mujer, que siempre había sido una señora tan digna. Para él era duro afrontar el rápido deterioro físico que le producía la enfermedad, pero no entendía a qué venía nuestro “insensato diálogo”.

El marido dijo con lágrimas en los ojos que estaba totalmente perplejo ante aquel cambio inesperado. Consideraba su matrimonio sumamente feliz, y la enfermedad mortal de su mujer totalmente inaceptable. Tenía esperanzas de que la operación les permitiría volver a estar “tan unidos como lo habían estado” durante los muchos y felices años de su matrimonio. Le trastornaba el desapego de su mujer y todavía más su comportamiento psicótico.

Cuando le pregunté por las necesidades de la paciente, más que por las suyas, se quedó callado. Poco a poco empezó a darse cuenta de que nunca había prestado atención a sus deseos, sino que había dado por descontado que eran los mismos que los de él. No podía comprender que un paciente llegue a un punto en que la muerte le parezca un gran alivio y que los pacientes mueren con más facilidad si se les ayuda a desligarse lentamente de todas las relaciones importantes de su vida.

Tuvimos una larga sesión juntos. Mientras hablábamos, las cosas empezaban poco a poco a aclararse y a centrarse. Él aportó mucho material anecdótico para confirmar que ella había tratado de comunicarle sus necesidades, pero que él no podía oírlo porque se oponían a las suyas. El señor W. se sentía evidentemente aliviado cuando salió y rechazó el ofrecimiento de volver con él a la habitación de la paciente. Se sentía más capaz de hablar con su mujer del desenlace de su enfermedad y casi estaba contento de que la operación hubiera tenido que cancelarse por causa de su “resistencia”, como él la llamaba. Su reacción ante la psicosis de ella fue: “Dios mío, quizás ella es más fuerte que todos nosotros. Estábamos engañados. Ella dejó bien claro que no quería la operación. Tal vez la psicosis fuera la única manera de evitarla y de no morir antes de estar preparada.”

La señora W. confirmó pocos días más tarde que no podía morir hasta saber que su marido estaba dispuesto a dejarla marchar. Quería que él compartiera algunos de sus sentimientos en vez de “pretender siempre que voy a ponerme bien”. Su marido hizo un intento de dejarla hablar de ello, aunque se le hacía duro y tuvo varias “regresiones”. Una vez se aferró a la esperanza de la radioterapia, y otra trató de presionarla para que volviera a casa, prometiéndole contratar a una enfermera privada para que la cuidara.

Durante las dos semanas siguientes, vino a menudo a hablar de su mujer y de sus esperanzas, pero también de su muerte eventual. Finalmente, llegó a aceptar el hecho de que ella se volvería más débil y menos capaz para compartir las muchas cosas que habían sido tan importantes en su vida.

Ella se recuperó de su episodio psicótico en cuanto se hubo cancelado definitivamente la operación y su marido reconoció lo inminente de su muerte y lo compartió con ella. El dolor disminuyó y ella reasumió su papel de señora digna que continuaba haciendo todas las cosas que le permitía su condición física. El personal médico se volvió cada vez más sensible a sus sutiles expresiones, a las que respondían con mucho tacto, teniendo siempre presente la necesidad más importante de aquella mujer: vivir hasta el final con dignidad.

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