Read Sobre la muerte y los moribundos Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Doctora:
Bueno, veremos cómo va esa entrevista. Podría ser útil. Y si le parece bien, volveremos a verle a usted. ¿De acuerdo?
Paciente:
¿Van a venir a verme, dice?
Doctora:
A hacerle una visita.
Paciente:
¿En mi cama?
Doctora y Capellán:
Sí.
Paciente:
Me marcho el sábado.
Doctora:
Ya. O sea que no tenemos mucho tiempo.
Capellán:
Bueno, si vuelve alguna vez a la clínica, podría volver a ver a la doctora.
Paciente:
Lo dudo, pero tal vez sí. Es un viaje muy largo.
Capellán:
Oh, ya veo.
Doctora:
Bueno, si ésta es la última vez que nos vemos, tal vez quiera hacer alguna pregunta.
Paciente:
Bueno, creo que una de las mayores ventajas de esta entrevista es que se han suscitado muchas cuestiones en las que yo no había pensado.
Doctora:
A nosotros también nos ha ayudado.
Paciente:
Creo que la doctora R. ha hecho algunas sugerencias muy buenas, y usted también. Pero yo sé una cosa, y es que, a menos que se produzca una mejoría radical, no me curaré físicamente.
Doctora:
¿Eso le asusta?
Paciente:
¿Asustarme?
Doctora:
No percibo ningún miedo en usted.
Paciente:
No, no me asustaría, por dos razones. Una, tengo una religión bastante bien fundamentada, que se ha consolidado al comunicársela yo a otras personas.
Doctora:
O sea que puede decir que es un hombre que no teme la muerte y que la acepta cuando venga, así de sencillo.
Paciente:
Sí, no temo la muerte, sino más bien temo tener la oportunidad de continuar con mi actividad anterior. Porque en realidad no me gustaba tanto el trabajo de ingeniero como el de trato con gente.
Capellán:
De ahí su interés por las relaciones humanas.
Paciente:
En parte, sí.
Capellán:
Lo que me choca no es la ausencia de miedo sino también de preocupación, de remordimiento por lo que se refiere a la relación con su mujer.
Paciente:
Toda mi vida he lamentado no poderme comunicar con ella. En realidad podría decir, si vamos al fondo de la cuestión, que mi estudio de la relación humana probablemente era, no sé, en un noventa por ciento, un intento de aproximarme a mi mujer.
Doctora:
Un intento de comunicarse con ella, ¿no? ¿Nunca buscó ayuda profesional para eso? ¿Sabe?, tengo la impresión de que se podría hacer algo, de que todavía se podría hacer algo.
Capellán:
Por eso la entrevista de mañana es tan importante.
Doctora:
Sí, sí... No me siento realmente impotente, esto no es irreparable, ¿sabe? Todavía tiene usted tiempo para arreglarlo.
Paciente:
Bueno, yo diría que mientras esté vivo hay esperanza.
Doctora:
Eso es.
Paciente:
Pero la vida no lo es todo en el mundo. La calidad de la vida, por qué la vives.
Capellán:
Me alegro mucho de haber tenido la oportunidad de visitarle. Me gustaría ir a verle un momento esta noche antes de marcharme a casa.
Paciente:
Bueno, a mí también me gustaría... Oh... (el paciente no se quiere marchar)... Usted iba a hacerme unas preguntas que no me ha hecho.
Doctora:
¿Ah, sí?
Paciente:
Um hm.
Doctora:
¿De qué me he olvidado?
Paciente:
Por lo que usted dijo, tengo entendido que usted no sólo se ocupaba de este seminario sino... Bueno, que a alguien le interesaba la relación entre la religión y la psiquiatría.
Doctora:
Sí, estoy empezando a entender. Mire, muchas personas tienen diferentes conceptos de lo que estamos haciendo aquí. A mí lo que más me interesa es hablar con enfermos o con pacientes moribundos. Para conseguir comprenderlos un poco más. Para enseñar al personal del hospital cómo ayudarlos mejor, y de la única manera que podemos aprenderlo es haciendo que el paciente sea maestro, ¿entiende?
Capellán:
Usted quería hacer unas preguntas sobre la relación de la religión...
Paciente:
Sí, algunas. Por ejemplo, una de las cosas era que el paciente medio, si se encuentra mal, sólo llamará a un sacerdote, no a un psiquiatra.
Doctora:
Es cierto.
Paciente:
Muy bien. Antes me preguntaron, no sé si usted u otro, qué pensaba yo del servicio de los capellanes. Pues bien, le diré que me dejó atónito descubrir que si pedía un capellán a medianoche, no había capellán de noche. Esto para mí es increíble, inconcebible. Porque, ¿cuándo necesita uno un capellán? Sólo por la noche, créame. Es entonces cuando te pones los guantes de boxeo y liquidas las cuestiones que tienes pendiente contigo mismo. Es entonces cuando necesitas un capellán. Yo diría que, sobre todo, de las doce en adelante...
Doctora:
Las primeras horas de la mañana.
Paciente:
Y si tuviéramos que hacer una gráfica, probablemente el punto más alto estaría alrededor de las tres. Y entonces tendrías que poder llamar con el timbre, vendría la enfermera, “me gustaría hablar con un capellán”, y al cabo de cinco minutos se presentaría el capellán y podrías llegar a...
Doctora:
A comunicarte realmente.
Paciente:
Sí.
Doctora:
Ésta es la pregunta que usted quería que yo hiciera, si estaba satisfecho de los servicios del capellán. Ya veo, yo hice esta pregunta quizás indirectamente cuando le pregunté quién le ayudaba, si había alguien que representara una ayuda. Usted no mencionó al capellán entonces...
Paciente:
Éste es el problema con la iglesia. Cuándo necesita uno un ministro.
Doctora:
Sí.
Paciente:
Ordinariamente lo necesita alrededor de las tres.
Doctora:
Bueno, el padre N. puede responder a esto, porque esta noche la ha pasado en vela viendo pacientes.
Capellán:
No me siento tan culpable como me habría sentido, porque esta noche sólo he dormido dos horas. Pero puedo comprenderlo, creo que se dice mucho más de lo que se siente.
Paciente:
Yo pienso que no hay nada que debiera tener prioridad sobre esto.
Capellán:
La auténtica preocupación de alguien que pide ayuda.
Paciente:
Claro. El ministro, el ministro presbiteriano que casó a mis padres, era esa clase de hombre. No le molestaba en absoluto. Le encontré a los noventa y cinco años. Tenía el oído tan bueno como siempre, tenía la vista tan buena como siempre, su forma de estrechar la mano era como la de un hombre de veinticinco.
Capellán:
Esto simboliza de nuevo algunas de las decepciones que usted ha experimentado.
Doctora:
Esto es parte del seminario, descubrir esas cosas, para poder ser más eficaces.
Paciente:
Está muy bien. Y en el caso de los sacerdotes, me figuro que tienes menos posibilidades de consultar cuando lo necesitas que en el caso de un psiquiatra —ésta es una cosa peculiar—, porque se supone que un ministro no gana dinero, y que un psiquiatra cobra dinero de día, de noche o siempre que quiera; puedes llegar a un acuerdo con un terapista para que venga por la noche, pero ¡intenta sacar de la cama a un sacerdote por la noche!
Capellán:
Parece que ha tenido algunas experiencias con el clero.
Paciente:
El pastor de mi iglesia es muy bueno, pero lo malo es que vive con toda una manada de niños. Por lo menos cuatro. ¿Cuándo va a poder salir? Luego me dicen que es que así tienen jóvenes para el seminario. No muchos, porque incluso tenemos problemas para encontrar algunos para la obra de Educación Cristiana. Pero yo creo que, si tuvieran una iglesia que funcionara, no tendrían problemas para atraer a los jóvenes.
Capellán:
Creo que hay bastantes cosas de que hablar que no son parte del seminario. Él y yo nos reuniremos alguna vez y revisaremos estas opiniones sobre la iglesia. Estoy de acuerdo con una parte de lo que dice.
Doctora:
Sí, pero me alegro de que haya hablado de esto aquí. Esta es una parte importante. ¿Cómo ha encontrado el servicio de enfermeras?
Paciente:
¿Aquí?
Doctora:
Sí.
Paciente:
Bueno, prácticamente todas las noches que he necesitado un capellán, ha sido porque tenía que tratar con una mala enfermera durante el día. Hay algunas enfermeras que son eficientes, pero irritan al paciente. Mi compañero de habitación me dijo: “Mejoraría el doble de rápido si no tuviera esa enfermera.” Aprovecha todos y cada uno de los minutos, ¿entiende lo que quiero decir? Si tú le dices: “¿Querría ayudarme un poco a empezar a comer porque tengo una úlcera o problemas de hígado?”, etc., ella dice: “Estamos muy ocupadas, eso lo ha de hacer usted. Si quiere comer, puede comer; si no quiere, no tiene que hacerlo.” Luego hay otra enfermera que es muy amable y te ayuda mucho, pero nunca sonríe lo más mínimo. Y para una persona como yo, que ordinariamente sonríe y da muestras de buena voluntad, resulta triste mirarla. Viene cada noche, y ni rastro de sonrisa.
Doctora:
¿Cómo es su compañero de habitación?
Paciente:
Bueno, no he podido hablar con él desde que empezó con esos tratamientos respiratorios, pero me figuro que nos habríamos llevado muy bien, porque él no tiene tantas dolencias diferentes como yo.
Doctora:
Al principio usted dijo que hablaríamos sólo cinco o diez minutos, porque iba a cansarse mucho. ¿Todavía está cómodo sentado?
Paciente:
Bueno, la verdad es que estoy muy bien.
Doctora:
¿Sabe cuánto tiempo llevamos hablando? Una hora.
Paciente:
Nunca me habría imaginado que fuera a resistir una hora.
Capellán:
Ahora que nos damos cuenta, no queremos cansarle.
Doctora:
Sí, realmente creo que ahora tendríamos que terminar.
Paciente:
Creo que hemos hablado de la mayoría de las cosas.
Capellán:
Pasaré más o menos a la hora de cenar, antes de irme a casa, para volverle a ver.
Paciente:
¿A las seis?
Capellán:
Entre cinco y media y seis.
Paciente:
Muy bien. Puede ayudarme a comer, porque tengo una mala enfermera.
Capellán:
De acuerdo.
Doctora:
Gracias por venir. Se lo agradezco mucho.
La entrevista del señor H. es un buen ejemplo de lo que llamamos “entrevista que abre puertas”.
El personal del hospital le consideraba un hombre torvo y nada comunicativo, y profetizaba que no accedería a hablar con nosotros. Al principio de la sesión, él nos advirtió que era probable que sufriera un colapso si estaba sentado más de cinco minutos, y luego, después de una hora entera de conversación, le costaba dejarlo y se encontraba perfectamente, tanto en el aspecto físico como en el psicológico. Estaba preocupado por muchas pérdidas personales, la más grave de todas la muerte de una hija, muy lejos. Lo que más le dolía, sin embargo, era la pérdida de la esperanza. Esto surgió por primera vez al hablar de cómo el médico le había presentado su enfermedad: “... no me dieron ninguna esperanza. El propio médico dijo que a su padre le habían hecho una operación similar, en el mismo hospital, con el mismo cirujano, y que no había podido recuperarse y había muerto al cabo de un año y medio, a mi misma edad. Y que todo lo que podía hacer yo era esperar el amargo final...”
El señor H. no se dio por vencido e ingresó en otro hospital, donde se le ofrecía una esperanza.
Más adelante, en la entrevista, manifiesta otra sensación de desesperanza, a saber, su incapacidad para hacer compartir a su mujer algunos de sus intereses y sus valores vitales. Ella le hacía sentirse a menudo fracasado, le reprochaba la falta de éxito de sus hijos, que no traía bastante dinero a casa, y él era plenamente consciente de que era demasiado tarde para satisfacer sus demandas y responder a lo que ella esperaba. A medida que se sentía más débil e incapaz de trabajar, al repasar su vida, era aún más consciente de la discrepancia entre los valores de ella y los suyos. La brecha parecía tan grande que la comunicación se hacía casi imposible. A este hombre le ocurrió todo esto mientras lloraba la muerte de su hija y volvía a experimentar la tristeza que había sentido tras la muerte de sus padres. Mientras él lo describía, tuvimos la impresión de que sufría tanto, que no podía soportar más dolor, por lo que no se habló de los puntos más esenciales, conversación que esperábamos le habría dado una sensación de paz. En toda esta depresión había una sensación de orgullo, un sentimiento del propio valor a pesar de la falta de aprecio de la familia. De modo que nosotros no podíamos ayudar más que sirviendo de instrumento para una comunicación final entre el paciente y su mujer.
Finalmente comprendimos por qué el personal del hospital era incapaz de decir hasta qué punto el señor H. era consciente de su enfermedad. Más que pensar en su cáncer, estaba revisando el significado de su vida y buscando maneras de compartir esto con la persona más importante para él: su mujer. Estaba profundamente deprimido, no por su enfermedad mortal, sino porque en su interior no había dejado de llevar luto por su hija y sus padres muertos. Cuando ya se siente tanto dolor, un dolor más no parece tanto como cuando afecta a un cuerpo sano. Pero nosotros creíamos que aquel dolor podía eliminarse si encontrábamos los medios para comunicar todo esto a la señora H.
A la mañana siguiente la conocimos. Era una mujer fuerte, poderosa, rebosante de salud, tan enérgica como él la había descrito. Confirmó casi al pie de la letra lo que él había dicho el día anterior: “La vida seguirá más o menos lo mismo cuando él haya dejado de existir.” Él era débil, ni siquiera podía cortar el césped porque desfallecía. Los hombres de la granja eran otra clase de personas, tenían músculos y eran fuertes. Trabajaban desde el amanecer hasta la puesta de sol, y tampoco a él le interesaba mucho ganar dinero... Sí, ella sabía que él no iba a vivir mucho, pero no podía llevárselo a casa. Pensaba llevarlo a una clínica, e iría a hacerle visitas allí... La señora H. dijo todo esto con el tono de una mujer ocupada, que tenía muchas otras cosas que atender y a la que no se podía molestar. Quizás entonces yo me impacienté o pensé en la desesperación del señor H., y repetí con mis propias palabras una vez más lo esencial de lo que ella nos había comunicado. Resumí brevemente que el señor H. no había respondido a sus esperanzas, que no era muy apto para muchas cosas, y que nadie le lloraría cuando dejara de existir. Repasando su vida, uno podía preguntarse si en ella había habido algo digno de ser recordado...