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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (31 page)

BOOK: Sólo tú
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—¡Eh, eh! —Se puso seria—. No tienes por qué darme explicaciones.

—¡Quiero dártelas!

—Tienes treinta y ocho años. Ya imagino que no habrás sido un santo, y menos desde la muerte de Pilar.

—Ser un santo o un demonio no tiene nada que ver. Lo que más me importa ahora mismo es que no te sientas humillada.

—¿Humillada? —Frunció el ceño—. Nadie puede humillarme si yo no me dejo humillar. Lo único que siento por esa mujer es pena, porque debe de ser muy duro llegar a su edad y suplicar amor. —Mientras decía estas palabras pensó en su madre sin pretenderlo.

—¿No estás enfadada? —se extrañó él.

—¡No!

—¿Ni un poco?

—Sorprendida sí, enfadada no. Creía que esos números los montaban las chicas de mi edad por celos y cosas así. Ya sabes, lo de la mejor amiga que te quita el novio y todo ese rollo. Pero esa señora... —Sonrió malévola y le preguntó—: ¿Qué pasa, que no puedes salir con mujeres de tu edad? ¿Has de saltar de las mayores a las jovencitas?

—No digas eso. —Puso cara de dolor.

Beatriz miró una fracción de segundo a la esquina de la plaza con su calle. Como si su madre pudiera aparecer de un momento a otro. Luego lo besó en la boca, con rápida densidad.

Rogelio trató de retenerla antes de que se soltara, pero no pudo.

—Ven.

—No. Las ventanas tienen ojos.

—Vamos ahí abajo. —Señaló la esquina opuesta.

—Vete a casa, y si todavía está ella...

—Entraré por el garaje, pero no creo que esté.

—Yo tampoco.

—Te quiero.

Beatriz ya se encontraba a unos metros.

Ingrávida.

Rogelio pensó que se estaba yendo y ya la echaba de menos.

Ella quiso correr de nuevo a su encuentro y besarlo.

La distancia se hizo mayor.

—Yo también. —Le lanzó una última sonrisa.

Ni siquiera habían quedado para volver a verse.

Capítulo 21

AGITACIONES

 

 

 

Puso el ordenador de manera que si su madre o Carlota entraban sin llamar, algo improbable aunque era mejor ser precavida, no pudieran ver la pantalla y tuviera tiempo de cambiar la imagen, sustituyendo las fotos por otra cosa.

Las fotos.

Rogelio solo, Rogelio y ella, ella sola y desnuda.

Era consciente de haberlas hecho, y de haber dejado que él se las tomara. Consciente del momento, del placer de fotografiar y ser fotografiada en sentimiento y carne viva, sin miedos, sin falsas vergüenzas, aunque él no se hubiese dejado hacer ninguna de cuerpo entero por aquel extraño pudor. Consciente del morbo que representaban sus propias desnudeces en el contexto de su recién nacido amor.

Consciente de todo ello y más.

Sin embargo, las contemplaba absorta.

Las descubría.

Y se descubría a sí misma en otra dimensión.

La cara de bobo enamorado de Rogelio, y la suya, la excitante belleza que de pronto captaba en sí misma...

Amplió detalles, recordó palabras, buscó sensaciones. Rogelio era guapo, pero en aquellas fotos, su imagen trascendía por completo la belleza. En cuanto a sí misma... Era la primera vez que veía su cuerpo de aquella forma, atrapado en un momento. Cuando se miraba en el espejo se movía, se hablaba, entraba y salía de cuadro. El espejo era cotidiano. Cada día se asomaba a él. Las fotografías no. En aquellas imágenes nacía y se consolidaba su esencia de mujer. Veía la luz de su rostro mirándolo a él, las delicadas curvas de su silueta, el poder de su cabello y de sus ojos, la línea de sus labios, la forma del pecho, la mórbida oscuridad de su sexo, aquel triángulo que ya no era un rincón oculto y perdido de su anatomía, sino un continente entero explorado por el afán del hombre que lo había hecho suyo.

¿Le faltaba un mes para cumplir los dieciocho? No, de repente tenía treinta años. Por lo menos.

Volvió a pasar todas las fotos, una a una.

Hasta que, al final, buscó aquellas en las que aparecían juntos.

Seleccionó una.

La miró intensamente, para estar segura.

Cada detalle, por ínfimo que pareciera.

Cuando despejó la última duda, la imprimió.

 

 

No había dormido del todo bien.

Tuvo pesadillas.

Ahí estaban todas, mezcladas, Pilar, Concetta, Elena, Aurora, Amalia...

Todas menos Beatriz.

La había estado buscando, incluso en el sueño aparecía Martina convertida en una especie de ángel de la guarda que lo guiaba y acompañaba. Finalmente, Amalia lograba apartar a todas las demás y lo besaba...

Agradeció despertar.

Se quedó en la cama largo rato, pensativo, sin importarle que el día estuviese ya en su mitad y fuese casi la hora de comer. La cama se había convertido en su palacio de verano, su reducto. La huella de Beatriz seguía impresa en las sábanas y la almohada. Su olor lo atravesaba tanto como lo hacía su sabor en la boca. Miraba la puerta y esperaba verla reaparecer, con los discos o con su cámara.

Al final tuvo que obedecer a las leyes fisiológicas y levantarse.

Ya no regresó a la cama.

Aunque no cambió mucho su actitud, porque se desplomó en la butaca de la sala.

El reproductor de música continuaba encendido.

Tomó el mando a distancia y seleccionó aquella canción de Foreigner, la última que habían escuchado horas antes.

Mientras la música lo envolvía hizo algo más.

Alzó la mano y agarró la fotografía de Pilar.

La sonrisa de la mujer a la que había amado lo internó por una senda plácida, aunque a ambos lados se abrieran los precipicios que más temía.

—Pilar —exhaló.

—¿Qué? —le respondió ella.

—¿Tú qué opinas?

—Siempre te has enamorado igual, a lo bestia, sin darte un respiro.

—Esta vez es distinto.

—¿Por qué?

—Porque ella es distinta.

—Pero tú eres el mismo.

—He cambiado.

—No se cambia en unos días.

—¿Así que estoy loco?

—Siempre lo has estado. —La voz fluía como un río caudaloso por su mente—. Eso fue lo que más me gustó de ti.

—Es tan... inocente.

—Es una mujer. No te confundas. Si piensas así, la perderás, o te perderás a ti mismo porque no sabrás qué hacer. Olvídate de su edad. Olvídate de la culpa.

La culpa.

Pilar también le hablaba de la culpa.

El maldito cáncer de los sentimientos.

—¿Crees que le haré daño?

—No lo sé.

Le pesó el marco, la fotografía, y lo dejó caer sobre sus rodillas.

Si le hablaba a una imagen y escuchaba su voz como respuesta, sí que acabaría volviéndose loco.

—Tengo miedo —reconoció.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo. Había sido un error guardar la foto de Pilar en un cajón la noche que llegó Beatriz. Ahora era un error conservarla allí.

Tenía que ordenar su casa y limpiar su vida.

Por lo menos, lo de Amalia parecía haber terminado.

De una vez.

Por lo menos.

 

 

Una única foto.

La de sí misma con Rogelio.

Unos días antes, ni lo habría imaginado. Unos días antes habría estado segura de que el amor era una senda intransitable, situada en un paraje imposible de ser alcanzado. Unos días antes, ella fotografiaba a desconocidos, jugaba a ser bruja, interpretaba sus rostros y sus sentimientos, y quemaba esas imágenes siguiendo un ritual difícilmente lógico o razonable.

Ahora, el juego la alcanzaba a ella.

Se contempló a sí misma y a Rogelio, sus rostros, su pelo alborotado, su desnudez, aunque la cámara suspendida en lo alto sólo hubiera captado la cabeza y la parte superior del pecho. Y contempló lo que había intuido en la pantalla del ordenador.

El amor.

No habría quemado la foto de existir la menor duda.

Y no tenía ninguna.

Había amor en su expresión, su sonrisa, sus ojos, en la dulce cadencia de sus posturas.

Amor bajo la luz de la sorpresa.

Así que aquélla era la fotografía más importante de cuantas hubiera quemado.

La sujetó con la mano izquierda. La derecha prendió el mechero. La llamita brotó de su extremo con su coloración rojiza y azul, rojiza en el centro, azul en el borde. La aplicó al papel y contempló cómo éste se abrasaba rápidamente, cómo se consumía a sí mismo, retorciéndose hacia adentro mientras las cenizas de lo quemado caían al suelo.

El primer rostro en desaparecer fue el de Rogelio.

Todavía no soltó el papel, lo retuvo hasta casi el final.

En cuanto comenzó a sentir el calor abrasándole los dedos, lo dejó ir.

La involución fue plena, flotó en el aire y dejó de existir. Una voluta de humo suspendida en torno a las últimas cenizas. Lo último que vio Beatriz fue su propia sonrisa.

Tuvo un estremecimiento.

Porque esa sonrisa era mucho más grande que la real.

Continuó arrodillada frente al estanque sin darse cuenta de que la vida dominical aleteaba a su alrededor.

 

 

¿Cuánto rato llevaba hablando por teléfono con Juan Pablo?

¿Quince, veinte minutos?

Una charla intrascendente, entre amigos. Una próxima salida. Una cena. Y junto a todo ello, flotando en medio de la conversación, la presencia de Beatriz. Hablaba sin darse apenas cuenta, de manera mecánica. La veía y la sentía en todas partes.

Por eso le dijo aquello, sin siquiera pensarlo.

Necesitaba cómplices...

—Me ha sucedido algo.

—¿Algo importante?

—Sí.

—Pues venga, suéltalo.

¿De verdad tenía que compartirlo con alguien?

¿Por qué?

—Estoy saliendo con una chica.

—No sería ninguna novedad si no fuera porque el tono con el que me lo cuentas...

—Es algo muy fuerte, sí.

—¿Te has colado?

Había muchas palabras para definir el primer estallido emocional del amor. Beatriz había empleado uno: cuelgue. Ahora Juan Pablo utilizaba otro: colarse. ¿Cuántas más debían de existir?

—Del todo.

—¿Y ella...?

—Lo mismo.

—Entonces bien, ¿no?

Una voz interior le gritaba que no lo hiciera, que se callara. Otra le recordaba que él era su amigo, que sería al primero a quien querría presentársela. Las dos voces se ahogaron una a la otra y se quedó solo, con aquel vacío en su mente.

—Tiene dieciocho años. —La elevó ya de categoría para hacerla más mujer.

—¿En serio? —El tono de Juan Pablo fue de incredulidad.

—No es una cría, te lo aseguro. Físicamente parece de veinte o más. Y mentalmente...

—¿No decías que se habían acabado las jovencitas?

—Eso fue antes incluso que lo de Pilar. Esto es distinto.

—¿Cómo de distinto?

—Nunca me había sentido igual.

—Rogelio...

Llegó la irritación.

¿Qué esperaba?

Juan Pablo ni tan sólo la conocía.

—Te juro que es más de lo que pueda contarte.

—No, si te creo, pero...

—Pero ¿qué?

—Soy tu amigo.

—Por eso.

—No quiero que te cabrees conmigo.

—Así que no lo ves bien.

—Ni bien ni mal. —Pareció buscar las palabras adecuadas—. Es como si estuvieras desorientado y cualquier asidero se te antojara perfecto para relanzarte. No sé si me explico.

—Te repito que no es una niña.

—Pero visto desde fuera... Joder, tío, la vida es algo más que cama o vivir un sueño. Luego está el día a día, salir, la familia, los amigos...

—No, el día a día es Beatriz, como tú con Laia. Yo ya no vivo con mi familia.

—Tienes treinta y ocho años —le recordó—. Veinte más que tu Beatriz. No son cinco ni diez, ¡es más del doble! A los dieciocho años, el mundo no es lo mismo que a los treinta y ocho. Por lo tanto, la diferencia no es únicamente física, sino mental, situacional. ¿Quieres hundirle la vida a esa chica?

—¿Yo a ella?

—Tú estás de vuelta. Ella posiblemente ni siquiera haya empezado a ir.

—Si lo sé, no te lo cuento —rezongó.

—Tenías que contármelo y lo sabes.

—Nunca le haría daño.

—Pues igual ya has empezado, inconscientemente, por supuesto. —Hubo una breve pausa—. Eres mi amigo, pero...

—Pero ¿qué?

—Si pierde la cabeza por ti y luego pasa algo...

Empezó a sentirse irritado.

No necesitaba escuchar una conciencia externa. Bastante tenía con la suya.

—También te puede pasar a ti con Laia, y tenéis hijos. ¿Quién está seguro sentimentalmente hoy en día?

—Mira, Rogelio, sólo te digo que tengas cuidado.

—Sí, papá.

—¡No jodas, hombre! ¡En una relación dispar, uno de los dos debe pensar con la cabeza, y no vas a pretender que sea esa chica!

—Cuando dos personas se encuentran es porque se necesitan.

—¿Necesitar?

—Es todo lo que quiero.

—Si no te cansas de ella tú, ¿cuánto crees que tardará en bajar de su nube? ¡Un tío de treinta y ocho años, que además trabaja en el mundo del disco! ¡Fascinante! ¡Pero aparecerá un veinteañero guapo y adiós, o se cansará o...!

—¡No la conoces, Juan Pablo!

—Eres alucinante.

—Te lo he contado porque necesitaba una voz amiga, compartir algo importante para mí. —La irritación aumentó de tono—. Lo que menos esperaba era que te pusieras en plan moralizante, o emocionalmente castrador.

—No, me lo has contado para que alguien te diga lo que ya sabes, para quitarte la responsabilidad. Tú mismo eres consciente de lo que está en juego, no me vengas con hostias. Debes de estar más asustado que...

—Espero que cambies de idea cuando la conozcas —quiso terminar la conversación.

—Mira —suspiró su amigo—. Ojalá fuera todo maravilloso y te saliera perfecto. Te lo digo en serio: ojalá. Pero para este tipo de relaciones hacen falta dos personas muy seguras y muy enteras.

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