Read Sólo tú Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (27 page)

BOOK: Sólo tú
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Ahora sí le entregó el marco.

Rogelio ya no lo ocultó en el mueble. Lo colocó en su sitio.

—Tengo sed —dijo Beatriz.

—Oh, perdona... ¿Qué quieres?

—Agua.

—¿No te apetece...?

—Sólo agua.

Lo vio salir de la sala y entonces se sentó en el sofá, en cuclillas, con la camiseta cubriéndola casi por completo. Agitó su cabello con violencia, para expandirlo y liberarlo. Todavía sentía algo de humedad, sobre todo en las puntas. La temperatura era agradable y se sentía bien, cómoda.

En paz.

Ningún nerviosismo.

Algo extraño.

Como si toda la vida hubiese sido la misma que era ahora, con Rogelio.

El dueño de la casa reapareció casi al momento. Llevaba un vaso de agua para ella y una cerveza para él. Le tendió el vaso y se sentó a su lado, con el cuerpo vuelto hacia la muchacha. Beatriz apuró la mitad y luego lo dejó en la mesita. Rogelio bebió dos sorbos de su cerveza y, en su caso, puso la botellita en el suelo.

Tocaban más besos.

Más caricias.

Quizá por esa misma razón volvieron a hablar.

O a intentarlo.

—Me alegro de que estés aquí.

—Y yo.

—¿No te da miedo?

—No —aseguró relajada.

—Desde el primer momento, esto ha sido tan extraordinario...

—En casos así, lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar.

—Eres increíble.

—No te ciegues.

—Lo que te dije por teléfono...

—No, cállate. Ven.

Le abrió los brazos para que él volviera a hundirse en su cuerpo, y los dos buscaron sus bocas para reemprender aquel mudo diálogo hecho de besos. Beatriz le acarició el rostro, la nuca. Rogelio persiguió por primera vez su carne, subiendo por su brazo hasta el hombro, la espalda. Creyó enloquecer cuando escuchó aquel leve gemido y Beatriz tembló.

La caricia se hizo ansiedad.

Retiró la mano de la bocamanga de la camiseta, y la deslizó hacia abajo. Cuando la introdujo por el hueco rozó el muslo, duro, y lo presionó suavemente. No estaban cara a cara, fundidos, sino de lado, así que su mano pudo moverse libremente. La cintura, la curva lateral, el vientre plano, la hendidura del ombligo, el pecho de Beatriz.

Ahora el que gimió fue él.

Tan delicado...

—Cuidado —musitó ella—. Los tengo muy sensibles...

—Sí —jadeó.

Todo lo empujaba. Todo menos aquella voz que le hablaba desde una distancia cada vez más pequeña.

Rozó el pezón súbitamente endurecido.

—Rogelio... —El aliento le golpeó la cara.

—¿Qué?

—No pensaba que esto pudiera suceder.

—Yo tampoco.

—Ni siquiera sé si estoy... preparada. —Ahogó un profundo suspiro que le subía desde lo más profundo de su ser.

La cabeza le daba vueltas.

—Soy yo el que no lo está —admitió él.

La presión menguó. El pezón quedó libre de pronto, mientras la mano retrocedía, bajando por el seno, el vientre, el ombligo, la cintura, el muslo...

Beatriz apoyó la frente en sus labios, sin dejar de temblar.

—Dios... —exhaló Rogelio—. Tienes diecisiete años.

—¿Si tuviera dieciocho sería distinto?

—No lo sé. —Se mordió el labio inferior y reaccionó—. Sí, supongo que sí.

—¿Temes que te denuncie por violación de una menor? —quiso bromear sin ganas.

—He hecho muchas locuras en la vida, muchas, demasiadas. Pero nada por lo que deba avergonzarme o de lo que pueda sentirme culpable.

—La culpa —desgranó Beatriz—. El gran dilema de las parejas de hoy. Uno duda, el otro siente su peso. Alguien la definió una vez como una de las lacras más absurdas de la religión católica.

—Pero sin culpa habría..., no sé, no existiría la contención...

—¿Cuándo se contienen los enamorados?

—Beatriz..., te deseo tanto que...

—Sigue.

—Necesito... —Volvió a quedarse sin palabras.

—¿Tiempo? —Lo envolvió en una sonrisa cálida—. ¿El día de mi cumpleaños?

—No quiero que me odies.

—El otro día colgué un poema en mi blog. Una de sus frases dice «No odies a quien hayas amado».

—Lo leí.

Beatriz le acarició la mejilla. No estaba enfadada. No estaba triste. Sólo estaba allí. Le bastaba con eso. El deseo también formaba parte de sí misma.

De pronto, todo parecía haberse detenido.

El tiempo.

Su ritmo vital.

—Ha dejado de llover —le hizo notar—. Vámonos a alguna parte donde no haya un sofá o una cama cerca ni yo me sienta tan desnuda y...

Fue la primera en levantarse, abandonando su posición en cuclillas. Rogelio la secundó, aunque sin soltarla al menos de la mano. No pensó en su ropa mojada, y en que allí no iba a encontrar nada que le pudiera servir. Sólo quería apartarse de él y de lo que sentía, aquella turbulencia erótica, desconocida y tan poderosa como un canto de sirena. Caminó en dirección al cuarto de baño, igual que si flotara, con sus pies descalzos acariciando el suelo.

Sus pies descalzos.

No pudo dar más allá de tres pasos.

Rogelio la atrajo de nuevo hacia sí y la besó.

Entonces ya no hubo vuelta atrás.

Palabras o culpas, sentimientos o guerras, razones o normas. Todo se desvaneció.

Cayó el último tabú.

 

 

Apenas si consiguieron llegar a la cama.

Le quitó la camiseta roja en el pasillo, y cayó al suelo como una bandera rendida. Verla completamente desnuda lo enloqueció. Era el cuerpo más joven y esbelto que recordase haber acariciado. Un reto para los sentidos. Si Miguel Ángel la hubiese conocido, no habría esculpido su David. La habría inmortalizado a ella. La locura le hizo perder el aliento. Deseaba mirarla, deseaba tocarla, deseaba fundirse con su esencia. Y quería tener cuatro, ocho manos, para llegar a todos sus rincones y sentirla.

Beatriz apenas si consiguió liberarlo de la parte superior de su ropa.

—Lo siento... —murmuró al no poder quitarle el cinturón con la misma facilidad.

Entraron en la habitación de manera atropellada. No como en las películas, exageradas siempre, imposibles y demenciales. Pero sí moviendo sus manos arriba y abajo, caminando a ciegas entre besos, desplazándose por un espacio sin fronteras y al mismo tiempo muy pequeño.

Sólo los detuvo la cama.

Él hizo que se tendiera.

Ella quedó boca arriba, con los brazos en alto, recortada su silueta blanca sobre el fondo oscuro de la sábana, con el cabello aureolando su cabeza.

Otra imagen para la memoria.

—Beatriz. —Quiso pronunciar su nombre para imprimirlo en el aire.

Se quitó los pantalones, apresurado, y los calzoncillos, en un último gesto de libertad.

Beatriz lo miró.

Lo admiró.

Tendió los brazos hacia él y Rogelio la sepultó fundiendo su cuerpo con el de ella. Sus bocas atraparon una bocanada de aire final antes de quedar unidas. Por primera vez descubrieron sus geografías.

De Norte a Sur. De Este a Oeste.

Hasta que ella pronunció aquella palabra.

—Despacio...

—Sí.

—Por favor...

La miró. Tenía los ojos húmedos.

—Cuidado —le suplicó con fragilidad.

Rogelio lo comprendió.

—¿Eres... virgen?

No hizo falta que le diera ninguna respuesta. Le bastó con verle los ojos. Le costó cerrar los suyos para besarla, abrazarla y acallar el grito final de su conciencia.

No podía más.

Beatriz se abandonó.

Sintió la boca y la lengua de Rogelio por todo su cuerpo. Los labios, los senos, el vientre, el ombligo, los muslos, los pies, dedo a dedo, y finalmente, el sexo.

Su sexo, que era un lago ansioso.

Tembló tan sólo dos veces más.

La primera cuando él dejó de besárselo.

La segunda cuando lo sintió dentro.

Entonces lo abrazó con todas sus fuerzas y le ocultó las lágrimas.

Capítulo 18

AMANECER

 

 

 

Abrió los ojos sobresaltado, temiendo haberse quedado dormido el resto de la noche, y descubrió con alivio que no era así. Los dígitos luminosos del reloj de la mesita de noche marcaban las cinco de la mañana. Todavía faltaba mucho para el amanecer.

Entonces volvió la cabeza y se encontró con ella.

Beatriz dormía boca abajo, desnuda. La imagen lo atravesó de nuevo, como horas antes al quitarle aquella camiseta roja como el fuego. Con la cabeza vuelta hacia él, el cabello, alborotado, se le desparramaba por encima del rostro y parte de la almohada. Los labios, entreabiertos, vivamente sensuales, como si los besos los hubieran hecho aumentar de tamaño, sobresalían por entre la maraña capilar como un grito hecho de promesas. Tenía un brazo doblado y apoyaba la mejilla en el dorso de la mano. El otro seguía la línea del cuerpo, indolente, con la palma abierta hacia arriba. Se incorporó despacio para no despertarla, y absorbió aquella forma plácida, no mucho antes convertida en una turbulencia bajo el despertar de la vida. El cuerpo de Beatriz se ondulaba en curvas convexas y cóncavas: espalda, cintura, nalgas y piernas, con una de ellas también ligeramente doblada hacia arriba.

Habría contemplado esa imagen quieta el resto de su vida.

Entonces comprendió el daño que podía causar la belleza.

El dolor del amor.

Tan inesperado.

No osó tocarla. Se olvidó de volver a poseerla. La miró, sin aliento, tan feliz como asustado, tan herido como vivo. La piel brillaba de una forma opaca bajo la tenue luz que provenía del pasillo y se colaba por la puerta abierta de la habitación. Un claroscuro brutal por su intensidad. Muchas veces había atrapado la belleza, y había hecho el amor con lujuria y el placer de los sentidos al límite. Sin embargo con Beatriz era distinto. Comprendía que su belleza era inatrapable, y que toda aquella lujuria y aquel placer se convertían en ternura y entrega, vocación de amar y formar parte de un todo unívoco. Beatriz era el cielo, el ángel de la vida.

Siguió sentado en la cama, reteniendo segundo a segundo aquella visión poderosa.

Jamás había buscado la eternidad, salvo en ese momento.

Tuvo que levantarse por algo tan humano y tan inaplazable como ir al lavabo a orinar. Lo lamentó, pero su vejiga le gritaba que estaba en su punto máximo. Bajó de la cama despacio, sin mover el colchón, y caminó en dirección al cuarto de baño. Antes de abandonar la habitación, la miró una vez más.

Acababa de abrir una puerta por la que una ráfaga de aire fresco y libertad se había colado en su vacía existencia.

Ahora tenía que saber qué hacer con ella.

Y no era sencillo.

La dejó sola y se precipitó hacia el baño a toda prisa.

 

 

Beatriz entreabrió los ojos y por entre la maraña de su cabello, caído en informal cascada sobre su rostro, llegó a ver como Rogelio salía de la habitación.

Se desperezó de golpe.

Buscó el reloj, lo encontró en la mesita de noche.

Las cinco y diez minutos.

Le quedaba poco, y no quería llegar después de amanecer a su casa, por si acaso. Su madre siempre protestaba por sus salidas, y más por sus llegadas. Tenían algunos roces debido a ello. Solía decirle que si pensara «hacer algo» no necesariamente tenía por qué hacerlo de noche. Y su madre le respondía que «de noche, todos los gatos son pardos», una frase hecha y convencional.

Además, las madres solían ser brujas.

Igual llegaba a su casa y tenía grabado en el rostro lo sucedido.

«Lo-he-he-cho.»

Volvió a dejarse caer boca abajo y extendió una mano para tocar el lugar aún caliente en el que acababa de estar él.

Acompasó la respiración.

Y el alud de sensaciones de la noche se agolpó en su mente.

Cada beso, cada caricia, cada gemido, cada grito, la forma en que Rogelio había sublimado su cuerpo. La manera en que ella había descubierto el suyo. Todo inolvidable. Los detalles de algo que ya pasaría a ser parte de sí misma. El día en que sí, por fin, se había sentido mujer, con todas sus consecuencias.

Pero sobre todo, por el amor.

Esa pequeña diferencia.

Se dio la vuelta y quedó boca arriba.

Miró la habitación, memorizó cada detalle. El guante perfecto, aunque lo importante era la mano, el contenido, él y ella.

Su corazón se aceleró.

Bajó una mano por su pecho, rozándolo, y la pasó igual que una caricia por su vientre, su ombligo, hasta llegar a su sexo. Con las piernas entreabiertas se lo acarició con suavidad, sin ninguna intención, sólo para sentirlo y hacer más intenso el recuerdo. Estaba llena de él, de su sabor, de su sudor, de su saliva, de las huellas de sus manos, de cada beso o caricia. Cuando se toca el cielo, volver a la Tierra es casi una burla. Los enamorados saben que el tiempo es un océano que separa las islas de sus encuentros, y que esas islas son como pequeños mundos siempre diferentes, siempre únicos.

Por eso, los enamorados que no saben nadar se ahogan.

A veces, de isla a isla, la distancia parece enorme.

Estuvo a punto de llamarlo para que regresara a su lado y la abrazara. Necesitaba justo eso: un abrazo, sentir la protección de sus manos.

Como una niña.

Dejó de acariciarse el sexo y se llevó los dedos a la nariz.

El último abandono.

Continuó quieta, con los ojos cerrados, meciéndose entre aquel éxtasis de paz y la turbulencia de cada recuerdo grabado a fuego en su mente.

Hasta que oyó un roce, el imperceptible movimiento del aire, la sensación de no encontrarse ya sola.

Rogelio estaba de nuevo allí.

 

 

Sus ojos se encontraron llenando la penumbra de luz.

—Buenos días —le deseó.

—Aún no —gimió ella.

Rogelio se sentó en la cama. Llevaba un vaso en la mano.

—Te he traído agua, por si tenías sed.

—Mucha —reconoció Beatriz con la garganta súbitamente seca.

Se sentó también en la cama, se apartó el cabello y aceptó el vaso. Rogelio hizo lo mismo, se acomodó. Los dos quedaron frente a frente, en cuclillas, separados apenas por un palmo, desnudos y apacibles, aunque en el fondo habrían querido volver a sucumbir al deseo que ahora parecían frenar por la necesidad de la partida.

Mientras Beatriz bebía, él la miró.

Y ella lo miró a él.

Sonrió al devolverle el vaso para que lo dejara en la mesita de noche.

No sentía la menor vergüenza. Creía que sí, que de pronto, estar desnuda frente al hombre con el que acababa de hacer el amor por primera vez la desarmaría, la haría dar un paso atrás. Y no era así. Todo formaba parte de una sorprendente naturalidad. Sus cuerpos ya no eran secretos, habían dejado de ser un misterio. Por eso, quizá, esa primera vez fuese tan crucial, tan hermosamente diferente. Después de compartir el amor en su expresión más pura y natural, a través del sexo, las personas tenían que cambiar, por fuerza. Nada podía ser ya igual.

Volvió el juego de miradas.

Hasta que Rogelio le acarició las piernas.

Y viajó por ellas hasta la parte más blanda de su geografía. La más próxima también a la zona púbica.

—Amanecerá dentro de poco —susurró.

Beatriz captó la súplica.

—Sí.

—¿Seguro que has de estar en tu casa a esa hora?

Su madre la mataría.

Vale, ¿y qué?

Un mes para los dieciocho era como tener dieciocho.

La maldita edad...

—Da igual.

—¿De verdad?

—Sí. —Sus ojos se iluminaron.

La mano de Rogelio ascendió hasta su rostro. Se lo acarició. Ella llevó las suyas a su encuentro, la cogió y la trasladó a sus labios para besársela.

El siguiente paso fue aproximarse más el uno al otro y abrazarse.

El silencio era un bálsamo.

—¿Por qué me preguntaste si era virgen?

—Perdona.

—No, dímelo.

—No sé. —Intentó parecer sincero—. Creía que hoy en día a los quince o dieciséis ya...

—Algunas sí. No todas. ¿Creías que ya lo había hecho?

—Sí.

—Parecías muy sorprendido.

—Bueno, en ese momento...

—¿Habrías preferido que tuviera experiencia?

—No es eso.

—Pensaba que te gustaría ser el primero.

Era un concepto antiguo, machista. Pero descubrió, de pronto, que sí, que le gustaba, que la idea de que ella hubiera estado con otro o con otros, antes, le producía una pésima sensación, un horrible sabor de boca.

—Dicen que lo importante no es ser el primero, sino el último.

Continuó el abrazo, delicado, con el único movimiento de sus manos deslizándose por sus espaldas en busca de sus propias huellas o los inexplorados terrenos en los que todavía no hubiesen estado.

—Una vez estuve a punto —habló de nuevo ella.

—¿Qué pasó?

—Casi cometí el error de hacerlo por hacerlo, por probar. Una gilipollez. Justo cuando nos quedamos desnudos y nos tocamos, él se corrió.

Rogelio tuvo ganas de reír, pero se contuvo.

—Puedo comprenderlo —dijo—. A mí casi me pasó anoche.

—No seas burro.

—Verte desnuda es algo... increíble, cariño.

Beatriz no respondió a su comentario.

—¿Quién era él? —preguntó Rogelio.

—Nadie. —Se encogió de hombros—. Ya te he dicho que fue una estupidez. La carita que puso... fue todo un poema. Creo que se quedó traumado de por vida. No mucho después, una amiga me contó su propia experiencia y entonces me alegré de que hubiera sucedido así.

—¿Elisabet?

—No, otra. Una del instituto. Me dijo que lo había hecho tres veces, por probar, por sentir algo nuevo más que por un verdadero deseo sexual. Y resultó de lo más frustrante y descorazonador. La primera vez le sucedió casi como a mí, aunque en su caso sí hubo penetración. Poca, pero la hubo. El chico duró diez segundos y ella ni se enteró. En la segunda aguantó más, aunque entonces él le hizo mucho daño, no fue nada delicado. Ella estaba nerviosa, cerrada. Por último, en la tercera, sin saber cómo ni por qué, se echó a llorar y él se vino abajo.

—Menudo drama.

—El sexo es delicado. Suele marcar. Por eso yo tenía mucho miedo.

—¿Y ahora?

—Ya no. Gracias.

—¿Gracias?

—Fuiste muy amoroso y tierno, las dos veces. Sobre todo en la primera lo hiciste despacio, de manera tan dulce... La segunda también, pero la primera ha sido la más importante. Eso hizo que me relajara y dejara de estar tensa. Me dolió un poco al comienzo, luego...

—Estaba acojonado —reconoció él.

—También lo notaba. Pensaba que lo de la virginidad te haría comerte el tarro.

—No.

—¿En serio?

—Eres una mujer, te siento como una mujer. La virginidad es un concepto. La edad no. La edad es una realidad.

—Si yo pensara lo mismo...

—¿Qué?

—No me habría acostado con un viejo de treinta y ocho años.

—Vaya. —Le hundió una acerada mirada de disgusto.

—Ah. —Beatriz se encogió de hombros con falsa inocencia—. Se siente.

—Ven aquí. —La abrazó con mayor intensidad.

El deseo reapareció de pronto.

Rogelio estaba desnudo, así que no podía ocultarlo. Beatriz lo expresó con su jadear, su estremecimiento al ser besada en el cuello. Sin apenas resistencia, uno y otra se vencieron de nuevo sobre la cama. Sus piernas se entrelazaron. Sus labios se buscaron con la avidez del reencuentro.

Lo último que vio ella antes de cerrar los ojos y abandonarse fue el maldito reloj.

Las cinco y veinte.

Amanecería pronto.

Y estaba tan lejos de su casa como la Tierra de la Luna.

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