Read Sólo tú Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (25 page)

BOOK: Sólo tú
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Toda la casa estaba en silencio.

Se atrevió a salir, descalza, caminando casi de puntillas. El baño «de las chicas» estaba en un extremo, junto a sus habitaciones. El de la habitación de matrimonio, al otro. Atisbó la cocina, la sala. El teléfono estaba en su sitio.

No se atrevió a llamarla en voz alta.

Le quedaba un único lugar por examinar.

Y no tuvo que entrar en él.

La puerta de la habitación de su madre, antes compartida con su padre, estaba cerrada. Aplicó el oído a la madera y el sollozo, nítido, desgarrado, la alcanzó de lleno pese a la barrera que la separaba del interior. La constatación de esa certeza la aplastó, la convirtió en una suerte de fina arenilla que cualquier brisa inesperada habría barrido del suelo. Por un momento pensó en abrir la puerta y entrar, pero fue tan sólo una idea pasajera. No había consuelo posible.

Así que la dejó con su dolor.

Sola.

Fue al baño, recogió sus zapatillas, y luego se metió en su habitación, asustada.

Muy asustada.

Cada vez que creía haber superado la adolescencia, y se sentía más mujer, más segura y fuerte, parecía surgir algo que la atrapaba y tiraba de ella hacia abajo, para devolverla a las catacumbas del pasado.

—Rogelio... —susurró.

Y entendió por qué, de pronto, lo necesitaba tanto.

 

 

En el exterior, por detrás del cristal que separaba el centro de control de la Unidad de Cuidados Intensivos de la habitación ocupada por su padre y de las restantes habitaciones, distribuidas en círculo en torno a él, los rostros formaban una fila uniforme y dolorosa. Tanto, que a Rogelio le dio por pensar que si su padre abría los ojos y los veía, se moriría de un segundo y definitivo infarto.

No faltaba nadie, a excepción de Lidia, que estaba con los padres de la mujer de su hermano. Incluso Miguel acompañaba a Martina.

Todos pendientes del cabeza de familia.

Como a él le gustaba.

Miró la figura del hombre, entubado y sedado, o quizá dormido. Incluso en una cama de hospital, convertido en un residuo de su humanidad, conseguía impresionar. De niño, si bien la palabra no era miedo sino respeto, siempre se había sentido inseguro en su presencia. Su tono de voz, que parecía evidenciar un enfado perpetuo, su mirada, siempre fija y con latentes dosis de agresividad, su talante, circunspecto; todo se conjugaba para dotarlo de aquel aire de fiereza, de perfecto dominio escénico.

Solía decir que la vida no te regala nada, que tú no puedes coger lo bueno sin más: has de ganártelo siendo el mejor, el más listo, el más rápido.

¿Cuánta gente debía de odiarlo?

¿Y cuánta debía de quererle?

No sabía nada de su mundo.

Ni de él.

Casi un extraño.

Y en eso, la culpa no era únicamente de su progenitor, sino de ambos.

—Rogelio, ¿podemos hablar?

—Sí, claro.

Su hermano se apartó del grupo de manera discreta y él lo siguió. No dijo nada. Marcos caminó por el pasillo en dirección a la sala de las visitas, y al encontrarla demasiado llena, optó por salir al exterior, entre los ascensores y la escalera. Esperó a que Rogelio se detuviera, y una vez cara a cara, no perdió el tiempo.

—¿Qué opinas? —quiso saber.

—Que saldrá de ésta.

—Pero no será el mismo.

—¿Por qué?

—Ha tenido un infarto, por Dios.

—Mucha gente tiene infartos y sigue con su vida, trabaja, hace el amor... Ya no es como antes.

—¿Pretendes que vuelva a trabajar, como si tal cosa?

—Si es lo que quiere, es lo que hará. Y ni tú ni nadie va a impedírselo, que menudo es.

—¿Y si el médico se lo prohíbe?

—No sé. —Fue sincero—. Pero no veo a papá en casa, sin hacer nada. Es de los que preferirían morir con las botas puestas, en su despacho.

Creían poder hablar solos y libres, pero no fue así. Por el acceso apareció Martina.

—¡Ah!, ¿estáis aquí? ¿Qué sucede? —Los miró a ambos extrañada—. ¿Reunión familiar pasando de la hermana pequeña? ¿O es que el médico os ha dicho algo que yo no...?

—No se trata de eso —la tranquilizó Marcos—. Intentaba decirle a Rogelio que las cosas van a cambiar, y que lo necesito.

Lo esperaba todo menos aquello.

—¿Cómo que me necesitas?

—Tienes que venir a la empresa.

—No.

—¡Yo no podré hacerlo solo, ni cargar con todo!

—Claro que podrás.

—¡Es demasiado!

—Tienes a Martina. —Miró a su hermana—. ¿Por qué no se lo pides a ella?

—Tiene su vida.

—¿Se lo has preguntado? —insistió—. La tienes aquí delante.

Marcos la miró irritado.

—Martina, sabes que no es por...

—Puedo ayudar —contestó abarcándolos a ambos—, pero salvo echar una mano...

—¿Lo ves? —insistió Rogelio—. Yo también lo haré, cuando pueda y como pueda, pero nada más.

Una cuarta figura emergió de la zona hospitalaria y se materializó ante ellos.

Su madre.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Es que...?

—No, mamá —la calmó Marcos—. No hay ninguna mala nueva. —Se resignó a lo evidente, o tal vez aprovechó su presencia allí para acabar de poner el dedo en la llaga—: Hablaba con Rogelio del futuro de la empresa.

—Desde luego, tu padre no vuelve —quiso dejar claro ella.

—¿Cómo vas a impedírselo, atándolo? —rezongó Rogelio.

—Él se quedaría en casa, feliz, si tú ayudaras a tu hermano.

—¿Qué es esto? ¿Un contubernio?

—¿Qué estás haciendo en ese lugar en el que trabajas, por Dios? ¡La música es cosa de veinteañeros, tú vas a cumplir los cuarenta!

—Marcos tiene razón —lo apoyó su madre.

—Pero es mi vida.

—¡Se lo debes!

El tono fue airado, excesivo. El rostro de la mujer se acabó de convertir en una máscara. Incluso en momentos como aquéllos, su madre era un ser impecable, digno y distinguido. Ni un cabello fuera de lugar, ni una arruga demasiado maquillada, ni un desdoro en su atuendo. La fuerza de sus ojos no tenía nada que envidiar a la de los ojos de su marido.

—Yo no le debo nada a nadie, mamá —dijo despacio—. Y no se trata sólo de la música, sino de mi libertad.

—¿Trabajar en la empresa de tu familia es como estar en la cárcel?

—Simplemente no es lo que me gusta.

—¿Y quién habla de que te guste o no? ¡Eres un Muntadas! ¡Y somos una familia! ¡Es ahora o nunca!

Rogelio intentó decir algo.

No pudo.

Las siguientes palabras de su madre fueron como un flagelo helado restallando en su alma.

—Luego no vengas pidiendo nada.

—No lo haré.

Martina impidió lo que fuera a suceder; el conato de ira, la pelea, los gritos o el quebranto anímico del que, tal vez, ya no salieran jamás.

—¡Basta, por Dios! —Levantó las manos con desesperada exaltación—. Es que... —Miró primero a Rogelio, pero después se dirigió a su madre y a Marcos—. ¿Es que no podéis respetar a los demás? ¿Es que nadie puede tener ideas propias en esta casa? ¡Haremos lo que podamos, todos, pero ni papá está muerto ni...

Su madre no la dejó terminar.

—Sois tal para cual —exclamó con vehemencia aferrada a su orgullo.

—¡Mamá!

No se dignó responderle. Dio media vuelta y regresó a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde ahora la figura de Miguel aparecía solitaria como único testigo de la inmovilidad del hombre al que había conocido tan sólo unos días antes.

Rogelio tampoco se quedó con ellos.

No quería seguir discutiendo, ni aun contando con el apoyo de Martina.

 

 

Tarde o temprano tenía que preguntárselo, y mejor hacerlo estando las dos solas, sin la presencia de su madre. Esperó a que ella saliera para buscar a Carlota.

Su hermana pequeña tenía los ojos todavía vidriosos.

Se la quedó mirando con una mezcla de amargura y dolor.

—Veo que ya lo sabes —dijo Beatriz.

—Sí.

—¿Qué te ha dicho?

—Que papá ha embarazado a la puta esa.

—¿Te lo ha dicho así?

—No, lo de «puta» es mío.

—No es una puta.

—Una que le quita el marido a otra es una puta.

—No se lo quitó, papá...

—Da igual. —Carlota se encogió de hombros—. No quiero discutir ni pelearme contigo. Tendré un hermano bastardo y nada más. ¿Qué más quieres?

—Saber cómo está mamá.

—¿Por qué no se lo preguntas tú misma?

—Porque ella no me ha dicho nada a mí.

—Tú ya lo sabías.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde este mediodía. Yo le he dicho a papá que llamara a mamá.

—Genial. —Su cara de asco se acentuó—. A veces me pregunto por qué eres tan diferente a Luisa y a mí.

—Las tres somos diferentes. Luisa está siempre a la expectativa, es cauta. Tú lo radicalizas todo y yo intento entender a los demás. Eso no es bueno ni malo.

Carlota se mordió el labio inferior. Un asomo de nuevas lágrimas pareció a punto de desbordar los lagos de sus pupilas. ¿Cuánto hacía que no se abrazaban, que no se sentían verdaderamente hermanas? Una vez, su madre, siendo Carlota pequeña, le preguntó si la quería, y ella le respondió que no, sinceramente. Entonces, su madre le dijo: «Da lo mismo, siempre será tu hermana».

Quizá la culpa, a pesar de todo, era suya, porque no en vano, en ausencia de Luisa, ella era la mayor.

Carlota necesitaba una mano.

Y también ella.

—¿Cómo está mamá? —repitió su pregunta.

—Fatal.

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho: «Fíjate, otro hijo, a su edad, como si fuera tan sencillo empezar de nuevo».

Beatriz tragó saliva.

—¿Se han peleado?

—No que yo sepa.

—¿Sabes si se lo ha dicho a Luisa?

—Ha ido a verla.

—Carlota...

No encontró las palabras adecuadas. Le costaba hablar con ella.

—Venga, ¿qué? —la apremió.

—Debemos estar unidas.

—¿No lo estamos?

—No.

—Pues no sé.

Sólo compartiendo algo grande, algo verdaderamente importante, lograría acercarse a ella como amiga más que como hermana. Lo supo de repente.

—Te necesito —le confesó.

—¿Tú a mí?

—¿Tan extraño te parece?

—Tú siempre has ido por libre.

—Pensaba que no contaba contigo.

—Ni yo contigo.

—Estoy enamorada.

No pareció afectarle lo más mínimo.

—Es normal.

—No tanto.

—¿Qué pasa, que él no lo está de ti?

—A él también le ha dado fuerte, según parece.

—Entonces...

—Tiene treinta y ocho años.

La chica abrió unos ojos como platos.

—Dios..., eso ya no es normal, aunque sí propio de ti.

Beatriz no dijo nada, pero esbozó un leve atisbo de sonrisa buscando un eco en Carlota.

Lo encontró.

Tibio, pero lo encontró.

—¿Está separado?

—Soltero.

—Vaya. —Pareció apreciarlo en su justa medida—. No cuadra pero...

—No pasa nada.

—Tú ten cuidado.

—Ya.

—Debe de sabérselas todas.

—Un poco, supongo. Trabaja en el mundo de la música.

Eso la hizo reflexionar, aunque no más allá de tres segundos. Había cosas más importantes de que hablar en ese instante.

—¿Quieres que te apoye con mamá llegado el momento?

—No, sólo quería que lo supieras.

Carlota asintió. Primero levemente. Después con mayor insistencia. Su sonrisa se hizo más firme.

Inesperadamente dio un paso al frente y la abrazó.

La que estuvo a punto de echarse a llorar entonces fue Beatriz.

La vida tenía extraños caminos que se cruzaban, unas veces a distintos niveles, y otras, formando encrucijadas imposibles de evitar.

BOOK: Sólo tú
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