Read Sólo tú Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (7 page)

BOOK: Sólo tú
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Comenzó a teclear en su blog, animada, dispuesta a dar guerra.

Había sido un día proclive a ello.

Capítulo 4

ROGELIO

 

 

 

Cuando entró en el bar, Juan Pablo ya lo estaba esperando.

—¡Rogelio!

Se dirigió hacia él, y al fundirse en su abrazo, se quitaron el polvo de sus respectivas espaldas al palmeárselas con energía. Luego se sentaron mirándose el uno al otro como si hiciera un millón de años que no se veían, algo que de todas formas no dejaba de ser bastante cierto. Era su amigo, su mejor amigo, pero a veces la vida los empujaba en direcciones opuestas.

Juan Pablo, casado y feliz, esperaba su segundo hijo.

Algo impensable en él.

—¡Cabrón, qué bien te veo!

—¡Mira quién habla, el papá!

Se sentaron a la mesa y Rogelio pidió una cerveza sin alcohol ante la mirada escéptica de su amigo.

—Tengo que volver al despacho —se justificó.

—¿Y todo aquello de sexo, drogas y rock and roll?

—El rock dicen que lleva años muriéndose, pero no se deja enterrar, las drogas nunca me han gustado, y el sexo...

—¡Huy, huy, huy! —Juan Pablo puso cara de espanto—. No te estarás volviendo mayor, ¿verdad?

—Soy mayor.

—¡No me jodas!

—Tal y como está el mundo del disco...

—Mucha presión, ¿eh?

—Total.

—Pero siempre ha sido así.

—No, ahora es distinto. Antes había competencia, pura y dura. Ahora la piratería nos mata, Internet nos ahoga, vender un puto disco representa romperse los cuernos, y no te digo nada colocar a un artista.

—Pues ese último lanzamiento vuestro se oye por todas partes.

—Como que nos la jugamos con él. Si no funcionan... Este país parece tercermundista en muchas cosas. En el tema de la piratería y las descargas ilegales estamos a la altura de los peores. Ver a los del top manta campando impunemente por todas partes te subleva. A veces dan ganas de coger un trabuco y emprenderla a tiros con ellos.

—Así que Discos Karma también siente la crisis.

—Cada año es peor. Depender de unos niñatos que se creen la hostia y por los que hemos apostado a fondo es...

—Joder, macho.

—No hablemos de música, ¿quieres? Los buenos tiempos son cosa del pasado. Esto se ha convertido en un ejercicio de supervivencia. Un simple trabajo.

—Poco entusiasmado te veo.

—Es lo que hay.

Aterrizó la cerveza. Esperaron a que el camarero se retirara y Rogelio le dio un primer sorbo largo. Le gustaba el sabor amargo de esa primera ingesta. Juan Pablo hizo lo mismo con la suya, que ya estaba a la mitad. Luego mantuvieron unos segundos de sonriente silencio, observándose el uno al otro, antes de que su amigo volviera a romperlo para preguntarle:

—¿Estás con alguien?

—No.

—¿No? —Le extrañó.

—Caray, ¿qué pasa?

—Es que me sorprende.

—Pues no sé por qué. Vivir con una mujer no es fácil.

—Pero sales con alguna.

—Tampoco.

—No me refiero en plan fijo, sino...

Rogelio hizo un gesto ambiguo.

—Quieres ponerme los dientes largos —interpretó Juan Pablo—. Mojas cada noche con una distinta.

Logró hacerle reír.

—Que no, que ya no es eso. Yo no tengo una mujer como la tuya. Ojalá.

—Me llevé a la única, mira tú.

—Pues casi. Al menos, de las pocas. Cuando murió Pilar...

—Aún no la has olvidado.

No fue una pregunta. Fue una afirmación.

Y aunque Juan Pablo conocía la historia, su amigo se la recordó.

—No creo que haya dado pie con bola desde aquel maldito accidente —suspiró en tono sombrío—. Cometí aquel error, irme a vivir con Elena, más por necesidad que por otra cosa, y salió tan mal como cabía esperar. Concetta pudo haber sido la salvación, la esperanza, pero era un alma libre, inquieta. Comprendió que no había futuro y se marchó. Tal vez por eso todo fue sexo y muy poco compromiso. Desde entonces...

—¿Nadie nadie?

—Dejé de tirarme a las niñas que aspiraban a ser estrellas y a grabar un disco al conocer a Pilar. Me hizo sentar la cabeza, aunque aquéllos sí eran buenos tiempos en el mundo de la música. Después de Concetta... He estado saliendo incluso con una mujer casada, una bomba lujuriosa en la cama, que ahora no me deja en paz, tipo
Atracción fatal
, y hasta hay una que me persigue con ánimo redentor, una buena chica, Aurora, a la que no quiero dar cuerda, porque me ha salido una especie de conciencia que no veas.

—¿Crisis de los cuarenta?

—Coño, tú, que me falta bastante para eso.

—No tanto.

—Pues no es la crisis de los cuarenta —quiso dejarlo bien claro—. Ni había pensado en eso. Me faltan dos años.

—Y sigues siendo un tío guapo —bromeó Juan Pablo—. ¿Qué tal la familia?

—¡Uf! —Alzó ambas manos en señal de impotencia—. Ésa es otra historia, ya lo sabes.

—¿Todo igual?

—Todo igual. Mi padre en plan plasta y el resto... Mañana precisamente tengo comida familiar, porque las viejas costumbres no cambian. Es sábado y toca. Y que no se me ocurra no ir.

—Macho...

—Anda, cuéntame lo gorda que está tu mujer con el embarazo y si todo va bien, y qué tal la niña, y todo lo que se te ocurra, que necesito un chute de normalidad y realidad. —Retomó la cerveza para darle un segundo y prolongado sorbo.

 

 

La discoteca ya estaba animada y a tope a pesar de la hora, poco más de medianoche. Faltaba bastante para el momento álgido, las crecidas sonoras y el desmelene adrenalítico producido por la combinación de música, bebida y, en algunos casos, alguna pastilla u otra droga, pero no estaba dispuesto a esperar a las dos o las tres de la madrugada para verlos in situ. De hecho, ni tenía ganas de estar allí.

No en esos días, por la inexplorada razón que fuese.

Alcanzó la cabina del disc jockey sin problemas, a pesar de que casi siempre la rondaban pequeños grupos de chicos y chicas dispuestos a hablar con él o hacerle peticiones, y llamó un par de veces antes de que la rubicunda faz de Fuzzy-Z asomara por el cristal lateral. Al reconocerlo cambió de expresión y le abrió la puerta para que entrara en su sacrosanto templo. Antes de hablarle volvió a sus dos platos para producir una excitante mezcla, subir la temperatura y soltar el nuevo tema introduciéndolo a un muy alto nivel de bajos y batería.

En la pista, la gente levantó los brazos y se puso a gritar y a dar saltos.

—¡Rogelio!, ¿cómo te va?

—Bien.

—Buen ambiente, ¿eh?

—Genial. Eres el mejor.

—He estado experimentando cosas nuevas —sonrió feliz.

Era de los buenos, ciertamente. Jamaicano, nada rasta porque estaba rasurado al cero, con medio cuerpo tatuado y una imagen espectacular. Sudaba de placer en su pequeño universo sónico.

—¿Puedes ponerme
Kontaminación
?

—Ahora no. No encaja. Dame cinco minutos y derivaré hacia eso.

—Vale, gracias.

—¿Cómo va?

—Está pegando mucho.

—Son buenos, potentes.

—Eso creemos.

—Chao, colega.

Salió del receptáculo. Una chica lo miró de arriba abajo como si fuera un monstruo antediluviano. Llevaba el pelo corto en la parte derecha y largo en la izquierda, con mucha sombra de ojos, aunque no parecía del tipo siniestro, sino más bien una mezcla de emo y nueva tendencia. Vestía una blusa ajustada, sin sujetador, de forma que los pezones se marcaban con rotundidad. Los pantalones sí eran anchos. No era fea, pero tampoco guapa. Tenía los labios muy rectos, sin carne.

Regresó a la parte de abajo y caminó hacia el bar. Ver la reacción de la gente cuando Fuzzy-Z pusiera el tema era parte de su trabajo. Por eso estaba allí, en la discoteca de moda. Antes de alcanzar la barra se encontró con Maggie. En realidad se llamaba Margarita, pero no le gustaba y había optado por su «anglosajonización».

La besó en la mejilla y apenas si entendió lo que le decía.

A su lado apareció otra mujer.

Veinteañera, sexy, rotunda.

—¡Ésta es Penélope! —le presentó Maggie.

Dos besos más en las mejillas.

Y de pronto estaban solos, frente a frente, atrapados por el vértigo de su entorno, porque Maggie ya no quedaba a la vista.

—¿Quieres tomar algo?

—De acuerdo —aceptó ella.

Pensó que lo había hecho por salir del paso, por educación, por decir algo, pero su instinto rara vez le hacía actuar así.

O sea que era porque le gustaba.

Una mujer atractiva, deseable, ojos verdes, mirada intensa, cabello corto y rojo, labios pintados del mismo color y sugerentes, cuerpo endiabladamente vital, el pecho justo, excitante.

Tenía un buen revolcón.

Se lo planteó.

No iba de caza, pero se lo planteó, como buen depredador.

O al menos ésa era su fama, su pasado.

¿Quería liberarse de esa fama o seguía enganchado? ¿Cuántas noches llevaba durmiendo solo últimamente? En otras circunstancias, el juego de la seducción era simplemente eso: un juego. El premio: pasar una noche con aquella maravilla. Ahora se hacía otras preguntas, algunas inesperadas, sorprendentes. Y se sentía cansado. Vacío. El juego a los veinticinco, los treinta, incluso los treinta y cinco, era una forma de sentirse y mantenerse vivo. Ahora, a un suspiro de una madurez que no buscaba ni sentía pero que empezaba a pesarle...

Penélope parecía esperar.

Como si ella también lo hubiese valorado ya y tomado una decisión.

Le sirvieron las dos bebidas en la barra. Le entregó uno de los vasos a la mujer. Se miraron a los ojos, brillantes y chispeantes los de ella. Precavidos los de él.

—¡Maggie me ha contado que estás en el mundo de la música!

—¡Sí!

—¡Interesante!

—¡Depende!

Hablaban a gritos, aproximando alternativamente sus labios al oído del otro. Después del breve intercambio bebieron un sorbo de sus vasos. En ese momento, el disc-jockey pinchó
Kontaminación
. El cambio de actitud en los danzantes fue evidente. De nuevo brazos en alto, de nuevo gritos, de nuevo un clímax, no de locura pero clímax al fin y al cabo.

Funcionaba.

Se sintió aliviado.

No era un tema para discoteca, pero si funcionaba es que servía igualmente.

—¿Te gustan? —le preguntó a su compañera.

—¡No! —Fue rotunda.

—¡Son míos!

Ella pasó del tema.

—¿Tienes algo?

Rogelio supo a qué se refería.

—¡No, nada, lo siento!

Penélope pareció sentirse desencantada.

Y él más cansado.

—¡Tengo que irme! —se despidió.

Se besaron en la mejilla, de forma fría. No hubo más miradas. Penélope había perdido ya el interés por él. Se quedó con su vaso y sus hermosos ojos derivaron hacia otros límites. Rogelio se arrepintió un último segundo. Aquel cuerpo, aquellos labios, bien habrían merecido algo más.

Por eso, al llegar a la calle se sintió frustrado.

Inquieto.

Miró la hora, el móvil. Amalia debía de estar sola, con el marido en Londres. Le bastaba una llamada y...

¿Y qué?

¿Más errores?

La inquietud no menguó, la rabia se hizo furia. Subió a su potente moto y mientras se dirigía a su casa se preguntó una y mil veces más qué le estaba pasando.

 

 

Odiaba las comidas familiares de los sábados, pero en ocasiones no tenía ganas ni energía para escaquearse. Luego la oleada de reproches de su madre pasaba factura, y el tono de su padre se hacía aún más cortante de lo que ya era habitualmente. Sentirse la oveja negra era una cosa. Que se lo restregaran por la cara, otra.

Rogelio miró a su padre, Jerónimo Muntadas, sesenta y siete años, el industrial implacable, el hombre que se había hecho a sí mismo surgiendo de la nada, todo un carácter, mano dura, temple de hierro. A su lado, su madre era toda discreción no exenta de clase. Jerónimo Muntadas se había casado con una Soler i Cadafalch, nada menos. El joven había dado el gran salto al pillar a la hermosa Montserrat. Ambos presidían siempre la mesa, uno en cada extremo. A la derecha del cabeza de familia, los dos hijos, Rogelio y Marcos. A la izquierda, su hija Martina y la mujer de Marcos, Sonia. La hija de ambos, de apenas tres años, dormía la siesta.

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