Authors: Natsume Soseki
Nunca tuve la intención de espiar, pero, como resultado natural de mis muchas incursiones, adquirí un cierto conocimiento sobre los más íntimos detalles de la vida de la familia Kaneda. Detalles
y
escenas que, por más que lo intento, no puedo borrar de mi memoria. Por ejemplo, la señora lavándose la cara y pasándose la toalla con especial cuidado por su enorme nariz; la señorita Tomiko tragando con fruición pasteles y más pasteles de arroz espolvoreados con harina de soja o mermelada de judías; o el viejo señor Kaneda cuya nariz, en abierto contraste con la de su mujer, era chata como la de un gato de angora. De hecho, lo único chato no era su nariz, sino su cara entera. Era una cara tan nivelada, que parecía como si se la hubiesen aplastado en una pelea de barrio en su infancia y ahora, muchos años después, siguiera ahí como recuerdo viviente de aquel nefasto día. Aunque era una cara de aspecto tranquilo, le faltaba un poco de variedad, en cierto modo. Por mucho que su propietario se enfadase, su cara permanecía plana. Aprendí también que al viejo señor Kaneda le gustaba mucho el
sashimi
de atún, y que cuando lo comía se daba palmaditas sordas en la calva. Como era pequeño y rechoncho, usaba sombrero de copa
y
alzas en los zapatos para parecer más alto, y su cochero se reía de esas excentricidades, y no se cansaba de repetírselas al mozo que tenía a su servicio. Podría seguir eternamente con esos detalles sobre las intimidades de la familia Kaneda.
Yo solía entrar en el jardín por la puerta trasera y vigilaba la posición desde un montículo estratégicamente situado que fue construido por motivos decorativos. Una vez me aseguraba de que todo estaba tranquilo y despejado, y de que las puertas correderas estaban cerradas, seguía adelante sigilosamente y saltaba a la galería. Pero si escuchaba voces o consideraba que existía riesgo de ser visto desde el interior, me daba una vuelta por el estanque, pasaba por el excusado y una vez la situación se había despejado me colaba bajo la galería. Mi conciencia estaba tranquila y no tenía razón alguna para temer nada, pero había aprendido perfectamente qué se puede esperar si uno tiene la mala fortuna de toparse con uno de esos temibles e irracionales bípedos. Si el mundo estuviera lleno de ladrones violentos y temibles como aquel legendario Chohan Kumasaka
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ajusticiado hace ya tiempo, entonces hasta el más virtuoso e ilustrado de los hombres actuaría con mi misma cautela. El señor Kaneda era un hombre de negocios y, por tanto, no podía esperar de él que me persiguiera con una
katana
como habría hecho Kumasaka. Pero, por lo que había visto y oído, los demás le importaban bastante poco, y si se comportaba de ese modo con los de su propia especie, ¿qué podía esperar yo, un simple gato, de un encuentro con él? Un gato, por muchas virtudes que tuviera, debía adoptar todo tipo de precauciones con un tipo como él. Esa tensión constante por mantenerme alerta y prevenido me resultaba muy estimulante, y mi gusto por el peligro explica mis frecuentes visitas a la casa. Cuando complete mi análisis sobre la mentalidad de los gatos, daré buena cuenta sobre este fascinante asunto.
Un día estaba sentado sobre el montículo de césped del jardín de los Kaneda, mientras observaba el paisaje frente a mis ojos, cuando de pronto me pregunté qué estaría pasando dentro de la casa. Las puertas de la amplia sala de invitad sestaban abiertas de par en par al fantástico día primaveral, y en su interior podía ver a los Kaneda en animada conversación con un invitado. Me sentía un poco intimidado, pues la nariz de la señora apuntaba directamente hacia mí y taladraba furiosamente mi desprotegida frente. Era la primera vez en la vida que me sentía taladrado por una nariz. El señor Kaneda estaba sentado frente a su huésped. Por mi situación, sólo podía verle la mitad de aquella planicie que tenía por cara, y el lugar donde se encontraba la nariz era indetectable, pues no se veía más que su espeso bigote canoso que le nacía directamente de la cara. Era de suponer que en alguna parte, un poco más arriba, estarían sus orificios nasales. Me divertía pensar que la suave brisa primaveral, cuando soplase, no encontraría jamás ningún tipo de obstáculo al pasar por encima de esa cara roma, de modo que podría soplar a su antojo. De los tres, el invitado de los Kaneda era, por su fisonomía, el más normal. De hecho, y debido a su regularidad facial, no tenía ningún detalle digno de reseñar. Que su aspecto fuese normal era lo de menos, pero que llegase hasta el punto de rozar una mediocridad digna de ignorar era una verdadera lástima. Me preguntaba quién sería el infeliz llamado a nacer en esta época tan gloriosa como la nuestra provisto de una jeta tan insulsa. Si quería satisfacer mi curiosidad no tendría más remedio que acercarme un poco más y colocarme bajo la galería para así escuchar la conversación. Y allá que me lancé.
—... por eso mi mujer se tomó la molestia de ir a ver a aquel hombre y solicitarle información.
Como era habitual en el señor Kaneda, su discurso derrochaba arrogancia. Sin embargo, su voz era tan plana como su cara.
—Ya veo, ya veo. Así que se trata del tipo que solía darle clases al señor Kangetsu. Ya veo. Tuvieron ustedes una buena idea, en efecto. Ya veo.
Por lo visto este invitado tenía cierta inclinación por sazonar la conversación con aquella coletilla tan molesta: «ya veo».
—Pero la visita de mi mujer derivó finalmente en un completo sinsentido.
—No me extraña. Kushami no es precisamente un alarde de clarividencia. Cuando compartíamos habitación era un prodigio de confusión e indecisión. Debió de pasar usted un mal rato —dijo volviéndose hacia la señora Kaneda.
—¿Un mal rato? Eso es quedarse corto. Nunca en mi vida me habían tratado tan mal en una visita —dijo acompañando su respuesta de un soplido nasal de lo más desagradable.
—Oh, ya veo. ¿Le soltó alguna grosería? Ese tipo siempre ha sido un testarudo. Lleva años enseñando inglés, y nada más que inglés, así que imagínense... —dijo el invitado con tono cortés para hacerse el agradable frente a sus invitados.
—Es de los que no atienden a razones. Cada vez que mi mujer le hacía una pregunta le soltaba un bufido —dijo el señor Kaneda con su voz monótona.
—¡Qué insolencia! He de decirles, sin embargo, que en el mundo existen personas de educación escasa, pero enormemente engreídas. Y si son pobres, peor, porque suelen tener un carácter tan agrio como las uvas amargas. En efecto, esas personas resultan de lo más molestas. Estallan de cólera sin motivo alguno con las personas de bien, como si no fueran conscientes de lo ineptas que son. Parece como si los ricos les hubieran robado personalmente a ellos las cosas que, por lo demás, nunca les pertenecieron.
La risa del invitado sonaba afectada, pero se le veía satisfecho consigo mismo.
—No saben nada del mundo y por eso se comportan tan escandalosamente —repuso la señora Kaneda—. Pero creo que le puse en su sitio un par de veces. Ahora es el momento de que aprenda una buena lección.
—Ya veo. ¡Espléndido! Eso le pondrá en su sitio definitivamente.
El señor de la casa se mostraba encantado con las felicitaciones que su adulador invitado le prodigaba, aun sin saber exactamente en qué consistiría el escarmiento que éste preparaba para el pobre Kushami.
—Ciertamente, señor Suzuki, ese Kushami es un tipo imposible. ¿Sabía que se niega siquiera a intercambiar dos palabras en la escuela con nuestro amigo, el señor Fukuchi? Y, no contento con eso, tampoco hace buenas migas con el señor Tsuki. Pensábamos que últimamente había aprendido la lección, porque parecía más tranquilo, pero el otro día salió corriendo con un palo detrás de nuestro chico de los recados. Imagíneselo usted. ¡Pero si ya tiene treinta años, es ya todo un hombre hecho y derecho! Nadie en su sano juicio actuaría así. Quizás se haya vuelto loco... —añadió la señora con voz temblorosa.
—¿Qué le habrá podido llevar a cometer semejante acto de violencia?
El invitado parecía estar desconcertado por la actitud de Kushami.
—Nada especial, en realidad. Parece que nuestro chico de los recados pasó frente a la casa de Kushami, y debió de hacer algún comentario inocente. Antes de que pudiera reaccionar ya estaba ahí el otro blandiendo una estaca. Dijera lo que dijera el pobre muchacho, a fin de cuentas no es más que eso, un muchacho indefenso. Sin embargo, Kushami ya es un hombre, y lo que es peor, ejerce como profesor.
—Un profesor algo
sui generis
—puntualizó el invitado.
—Un profesor algo
sui generis
—remarcó el señor Kaneda.
Parecía que este trío magnífico había llegado a la conclusión de que un profesor, para ser calificado como tal, debía comportarse como una estatua de madera a pesar de los insultos que se pudieran proferir contra él.
—Y luego está ese otro tipejo, el tal Meitei —dijo la señora—. Nunca en mi vida había visto a nadie soltar tal ristra de imbecilidades en tan poco tiempo. Es de los que mienten más que hablan. En mi vida me había cruzado con un lunático de esa categoría.
—¿Meitei? Vaya, ya veo. Parece que sigue en su línea. ¿También estaba cuando fue usted a visitar a Kushami? Él también puede resultar un personaje insufrible, se lo digo por experiencia. Era otro de los que compartía casa con nosotros. Recuerdo que estaba siempre con sus bromas de mal gusto y con sus comentarios jocosos. Tiene un sentido del humor enfermizo.
—Sacaría de quicio incluso a un santo. Por supuesto, todos decimos mentiras piadosas, a veces por lealtad, otras veces porque la situación lo exige. Pero ese Meitei miente porque lo tiene por costumbre. ¿Qué se puede esperar de un hombre así? Dice lo que le da la gana, sin pararse a pensar en las consecuencias, y se queda tan ancho. ¿Qué beneficio se puede sacar de él?
—Ha dado usted en el clavo. No se puede hacer nada con una persona que miente por pura diversión.
—Yo actué como lo haría cualquier madre responsable: fui de visita a esa miserable casa para interesarme por el pretendiente de mi hija, pero todos mis esfuerzos fueron en vano. Esa gente me ofendió y me humilló. Y, a pesar de eso, me sentí obligada a hacer algo decente y envié a nuestro cochero con una docena de botellas de cerveza. ¿Se imaginan ustedes lo que pasó? Ese animal de Kushami tuvo la caradura de rechazarlas y le dijo al cochero que se largara con viento fresco. El cochero insistió en que se las quedara como muestra de nuestro aprecio y entonces Kushami dijo que lo que realmente le gustaba era la mermelada, que la cerveza le parecía muy amarga. Y entonces le cerró la puerta en las narices. ¿Puede creerlo? ¿Es posible que haya alguien tan maleducado?
—Es terrible... —respondió el invitado con gran convicción.
Tras una breve pausa escuché la voz del viejo Kaneda:
—Y ésa es la razón por la que le hemos pedido que viniera hoy. Por supuesto, lo único que queremos es reírnos un poco de ese chalado de Kushami...
¡Plas, plas, plas! Y empezó a darse palmaditas en la calva como cuando comía
sashimi
de atún. Escondido bajo la galería, me resultaba imposible ver cómo se daba golpecitos en el tatuaje que llevaba pintado en lo más alto de la cocorota. Pero, como ya le había visto en muchas otras ocasiones, era capaz de reconocer el sonido sin ningún género de duda, igual que el monje reconoce sin dudarlo el sonido de cada una de las campanas de su templo.
—Y se nos ocurrió pedirle ayuda en este asunto concreto...
—Cualquier cosa en la que les pueda servir, no duden en pedírmela. Después de todo, es debido a su influencia por lo que he tenido la fortuna de ser trasladado a la oficina de Tokio.
El invitado parecía ansioso por devolverle el favor al señor Kaneda.
Bien, bien. El complot ya iba tomando forma. Y pensar que esa mañana había salido a dar una vuelta simplemente porque el tiempo era fantástico. Desde luego, no esperaba encontrarme con semejantes tejemanejes. Me ocurrió lo mismo que a quienes van a visitar un templo budista el día de los muertos, y son invitados inesperadamente por el monje a comer pasteles de arroz rellenos de mermelada de judías en una degustación privada. Me preguntaba qué clase de ayuda iban a solicitar los Kaneda de ese invitado, que a la luz de los acontecimientos más bien parecía un simple empleado, así que estiré mis orejas todo lo que pude para no perder detalle.
—No me pida qué le explique cómo, pero ese chalado de Kushami sigue inoculando prejuicios en la cabeza de Kangetsu para que no se case con nuestra hija —dijo el señor Kaneda mientras se giraba hacia su mujer.
—Oh, ya veo. ¿Eso es lo que le insinúa?
—Insinuar no es la palabra adecuada —dijo el señor Kaneda con un súbito mal genio—. Cito sus palabras textuales: «Nadie en su sano juicio se casaría con la hija de ese engendro. Simplemente no debes casarte con ella». Eso es lo que dijo, ni más ni menos.
—¡No puede ser! ¿De verdad tuvo la desfachatez de llamarme «engendro»? ¿Se atrevió a llegar tan lejos? —se indignó la mujer.
—Tal como te lo cuento. La mujer del cochero vino expresamente a decírmelo.
—Bueno. Ya ve, señor Suzuki. Ese señor Kushami se está convirtiendo en un verdadero obstáculo para nuestros intereses, ¿no cree?
—Lo suyo es extremadamente irritante. Nadie puede entrometerse en los arreglos matrimoniales de una familia tan formal como la suya. Incluso un cabeza de chorlito como Kushami debería saber eso. De veras, todo esto sobrepasa mi entendimiento.
—En sus días de estudiantes, ustedes compartieron piso y parece que fueron amigos, por mucho que las cosas hayan cambiado hoy en día. Lo que nos gustaría es que hablase con él para tratar de hacerle entrar en razón. Puede que se sienta ofendido, pero si es así, será exclusivamente culpa suya. Si entra en razón, le ayudaré gustosamente con sus asuntos y, por supuesto, dejaremos de molestarle. Pero si sigue en sus trece como hasta ahora, encontraré la forma de resarcirme. Resumiendo, ha de convencerle de que no le merece la pena seguir siendo tan obstinado.
—Hum, ya veo. Tiene usted mucha razón. Sería una idiotez por su parte seguir siendo tan cabezota. No le aportaría ningún beneficio y sí graves inconvenientes. Haré cuanto esté en mi mano para hacer que entienda el mensaje.
—Una cosa más. Como hay otros muchos pretendientes para nuestra hija, no podemos hacer ninguna promesa firme de entregársela finalmente a Kangetsu, pero puede sugerirle que si estudia duro y obtiene su doctorado en un futuro próximo, podrá conservar sus opciones.