Soy un gato (43 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—¿Has oído eso? ¿Era una interjección o un adverbio?

La pregunta fue tan abrupta que la señora Kushami se quedó callada. A decir verdad, en ese momento pensé que el maestro se había vuelto loco como consecuencia de sus recientes experiencias en los baños públicos. En el vecindario era bien conocido por sus excentricidades, e incluso llegué a oír que lo suyo era síntoma de una especie de neurosis. Pero el maestro se tenía a sí mismo por un tipo muy sabio, y estaba muy lejos de considerarse un maníaco. Para él los maníacos eran todos los demás. Si los vecinos le llamaban perro, él, ni corto ni perezoso, les llamaba cerdos. Ésa era su idea de la igualdad y la justicia. Lo malo era que se defendía a sí mismo contra viento y marea sin aceptar la más mínima crítica. A una persona así le parecía completamente natural hacer preguntas de ese tipo a su mujer, pero para quienes le oían, no eran sino manifestaciones evidentes de su enfermedad mental. En cualquier caso, la señora, lejos de responder, guardaba un silencio sepulcral. Por razones obvias, tampoco yo estaba en disposición de contestar. Al cabo de un rato el maestro gritó: —¡Eh!

—¿Qué? —respondió la señora sobresaltada.

—Ese qué, ¿es una interjección o un pronombre? A ver, responde.

—Sea lo que sea, no tiene la más mínima importancia. Vaya una pregunta más tonta.

—Al contrario. Importa, y mucho. Esa cuestión gramatical trae de cabeza a los mejores lingüistas a lo largo y ancho de todo Japón. Pasa igual que con el gato. ¿Ese «miau» es una palabra en el lenguaje de los gatos?

—¡Madre mía de mi vida! ¿Me estás diciendo que todas esas lumbreras académicas se dedican a dilucidar si un maullido es una palabra? ¡Adonde vamos a llegar! De todas formas, los gatos no hablan japonés.

—De eso se trata precisamente. Es un problema muy difícil del campo de la lingüística comparada.

—¿En serio? —Estaba claro que la mujer del maestro era lo suficientemente inteligente como para no prestar la más mínima atención a ese tipo de cuestiones—. ¿Y ya han encontrado esas eminencias qué parte de nuestro idioma puede compararse al maullido gatuno?

—Es un asunto tan serio que no se puede resolver así como así. —Se metió otro trozo de pescado en la boca y se dispuso a atacar un trozo de carne con patatas—. Esto debe de ser cerdo, ¿no? —preguntó

—Sí —contestó lacónica su mujer.

—¡Puaj! —se quejó mientras se sacaba el trozo de la boca—. Beberé otra copa de
sake
.

—Hoy estás bebiendo mucho. Te estás poniendo rojo.

—Exacto. Estoy bebiendo de lo lindo, porque me da la gana. —Y, antes de empezar con una nueva discusión sobre la bebida, prefirió desviar el tema—. ¿Sabes cuál es la palabra más larga del mundo?

—Sí, creo que la he escuchado en algún sitio. Déjame pensar. .. Algo así como «Hoshoji-no-Nyudo-Saki-no-Kampakudajodaijin».

—No, no me refiero al título del antiguo Consejero Real del Emperador y Primer Ministro. Me refiero a una sola palabra. Una sola palabra pero muy larga.

—¿Te refieres a esas palabras como escritas del revés que usan los occidentales?

—Sí.

—Pues entonces, ni idea. Aunque me parece que ya has tomado suficiente
sake
por hoy, ¿no crees? ¿No te apetece un poco más de arroz?

—No. Pero, si me lo permites, sí tomaré un vaso más de sake. ¿Te gustaría saber qué palabra es ésa?

—Está bien, pero después come más arroz.

—La palabra es
Archaiomelesiidonophrunicherata
.

—Te la has inventado.

—No, de hecho es una palabra griega.

—¿Qué significa en japonés?

—Ni idea. Sólo sé deletrearla. Si la escribes entera ocupa al menos cinco centímetros.

El maestro tenía una capacidad tremenda para decir estupideces con una sobriedad y una frialdad totales. Cualquier otro con la misma cantidad de
sake
en las venas se habría trabado y lo habría echado a perder todo. Es cierto que aquella noche estaba bebiendo más de lo que tenía por costumbre. Normalmente sólo tomaba dos copas, y eso ya era suficiente para ponerse rojo como el pimentón. Ese día llevaba cuatro, y su cara tenía ya el color de una estufa al rojo vivo. Era evidente que el sake no le sentaba bien, pero él seguía insistiendo. Pidió otra copa y su mujer empezó a inquietarse:

—¿No crees que ya has bebido suficiente? Al final conseguirás que te haga daño.

—A partir de hoy beberé todos los días para acostumbrarme y convertirme en un bebedor asiduo. No me importa si me hace daño. Oinachi Keigetsu me ha recomendado que me dé a la bebida.

—¿Y quién se supone que es ese individuo? —preguntó la señora Kushami, para quien ese nombre no significaba nada.

—Es un colega literario y uno de los críticos más reputados de nuestro tiempo. Me ha recomendado que pase menos tiempo en casa con el gato y que aproveche cualquier ocasión para salir por ahí a beber siempre que se tercie. Es casi doctor, al menos doctor en literatura, así que voy a seguir sus órdenes.

—¡No seas ridículo! Me da igual cómo se llame o lo que demonios haga. ¿Cómo se puede ir por ahí aconsejando a la gente que beba? Especialmente si es alguien como tú, con el estómago débil.

—Y no sólo me ha recomendado que beba. También me ha dicho que debo ser más sociable y vivir la vida más intensamente: vinos, diversión, mujeres y, por qué no, algún viaje.

—¿Me estás diciendo que ese crítico de primera línea en vez de dedicarse a lo suyo se permite el lujo de darte consejos a ti? ¿Qué clase de persona es ésa? Me parece increíble que figuras literarias preeminentes se dediquen a dar esa clase de consejos a un hombre casado.

—No hay nada malo en disfrutar de la vida. Si tuviera dinero ya lo habría hecho. Y sin necesidad de esperar los consejos de Keigetsu.

—Bien, me alegra mucho saber que si no te vas por ahí de juerga con mujerzuelas y aprendices de literato es solamente porque no tienes dinero.

—Como parece que la idea no te gusta demasiado, pues renunciaré a mis planes. Pero como mínimo tienes que cuidar mejor de tu marido y prepararme mejores cenas.

—Lo hago lo mejor que puedo teniendo en cuenta lo que me das.

—¿En serio? En ese caso dejaré mi investigación sobre la buena vida para más adelante, y no tomaré más
sake
esta noche.

Con algo parecido a una sonrisa se dirigió a su mujer y le pasó su cuenco de arroz para que se lo rellenara. Se tomó tres cuencos enteros, y a partir de ese momento sólo bebió té. Mi cena, por cierto, consistió esa noche en tres trozos de carne de cerdo y la cabeza de un pescado innombrable.

Capítulo 8

Antes, cuando he descrito mis ejercicios de equilibrista sobre la valla, debería haber explicado alguna cosa más sobre la cerca de bambú que delimita el jardín del maestro. Por detrás, en la parte sur, da paso a otra casa cuyos propietarios no son, propiamente, unos don nadie. Admitámoslo, nuestro barrio es de renta baja, pero el señor Kushami es un hombre de una cierta categoría y, desde luego, no la clase de persona que se pondría a charlar a través de la valla con el vecino de turno. Más allá de la valla hay un espacio vacío de unos nueve metros de largo y, al fondo, una hilera de unos cinco o seis cipreses muy poblados. Si se contemplaba el paisaje desde la galería de casa, uno tenía la sensación de estar frente a un bosque tupido, que rodeaba la vivienda por los cuatro costados. Cabía imaginarse que aquélla era una casa solitaria en la que un sabio indiferente a la fama y a las vanidades del mundo pasara su vida en la única compañía de un gato sin nombre. Pero, al mirar detenidamente, pronto se caía en la cuenta de que los cipreses no eran tan espesos como a uno le gustaría hacer creer y que, a través de sus ramas ralas, se entreveía el tejado, de todo menos distinguido, de una posada barata que obedecía al rimbombante nombre de Gunkaku-Kan, la Posada de las Grullas. Era aquél un panorama que no casaba bien con la descripción que en estas páginas vengo haciendo del maestro como un ser pretencioso y altivo. Si ese cuchitril de posada tenía un nombre tan rimbombante, nuestra casa bien podía haberse llamado algo así como Gary
o
Kutsu, la Cueva del Dragón Durmiente. No hay impuestos para los nombres, así que uno puede poner a su casa el que le venga en gana.

El solar estaba delimitado a este y oeste por sendos tramos de valla de bambú, para formar después un recodo en la parte norte, que terminaba de envolver la Cueva del Dragón Durmiente. Precisamente allí, en el lado norte, era donde empezaban los problemas. Aquel terreno era la continuación y al tiempo el límite del solar. Su uso más lógico habría sido el de defender la casa por ambos lados, pero ni el amo de la Cueva del Dragón Durmiente, ni el gato excepcional que le acompañaba, sabían exactamente qué hacer con tanto terreno baldío. Si en la parte sur señoreaban los cipreses, en la parte norte lo hacían siete u ocho tristes paulonias colocadas en fila de a una. Habían crecido ya lo suficiente como para que hubieran podido servir de materia prima para fabricar sandalias de madera, y de paso hacer un buen dinero. Pero ocurría que el amo era sólo el arrendatario del solar, y no tenía permiso para cortarlas, aunque ganas no le faltaban. En una ocasión vino un mozo de la escuela con un recado, y cuando se marchó aprovechó para arrancar una buena rama y llevársela. La siguiente vez que apareció, calzaba unas estupendas sandalias que eran el resultado de su hurto arbóreo. Nadie le preguntó por el origen de su calzado, pero él mismo se delató sin el más mínimo asomo de arrepentimiento.

El hecho es que en el solar teníamos muchas paulonias, pero nadie ganaba dinero con ellas. En nuestro caso, el viejo refrán que dice: «Adornado con perlas y sumido en la miseria» podría haberse convertido en: «Rodeados de paulonias y sin un yen en el bolsillo». Las paulonias eran como perlas en el desierto pero, en este caso, el hecho de que no pudiéramos sacar ningún rendimiento de ellas no era culpa del maestro. Mía tampoco. Era única y exclusivamente responsabilidad del señor Dembei, que es como se llamaba el arrendador. Cuando, ocasionalmente, aparecía por allí para cobrar el alquiler, se mostraba totalmente esquivo ante la posibilidad de vender las ramas de las paulonias a un buen zapatero. Cada vez que el maestro intentaba sacarle el asunto, se daba contra una pared. Aquello era perder el tiempo, así que yo tampoco lo perderé más con este asunto. Lo dejaré de lado para entrar de lleno en la descripción detallada de nuestros problemas con la parte norte del terreno. Estoy seguro de que al maestro no le haría ninguna gracia escuchar la historia.

Aquel espacio presentaba, en primer lugar, un inconveniente fundamental, pues carecía de un muro o valla de separación con la parcela de al lado, por lo que el terreno se convertía en lugar de paso para cualquiera que se quisiera aventurar por él. Era un atajo perfecto, una especie de camino de servidumbre, que poco a poco, a fuerza de ser utilizado por todos los vecinos a los que se les antojase, se había ido convirtiendo en un camino comunal. No aclarar esta situación podría constituir un error parecido al que cometen los médicos cuando diagnostican a un paciente sin conocer con antelación las enfermedades que ha pasado. Es, por tanto, imprescindible remontarse al verdadero comienzo de la historia, que coincide con el momento en que el maestro se mudó a esta casa. En los días de más calor del verano, resultaba agradable tener un pequeño terreno fresco al lado de la casa, que ayudase a ventilar y refrescar el ambiente para soportar mejor los rigores estivales. Tales espacios vacíos, sin embargo, tienen el inconveniente de facilitar el acceso a los ladrones, aunque en el interior de la casa no hubiera nada especialmente digno de ser robado. Por esa razón, la casa del maestro nunca había necesitado vallas, muros o parterres que pusieran las cosas un poco más difíciles a un hipotético delincuente. Pero, a mi modo de ver, era precisamente la ausencia de límites físicos lo que determinaba el carácter de los caballeros que campaban por aquella parte del terreno. Aunque he de decir, antes de entrar en mayores explicaciones, que hablar de «caballeros» en este caso puede resultar un tanto precipitado, pues quizás sería conveniente precisar, en primer lugar, si los paseantes en cuestión eran de naturaleza humana o bien animal. Considero que es mejor partir de la base de que todo bicho viviente puede ser adornado, si se dan las circunstancias, con toda clase de atributos caballerescos, y también conviene explicar que aquellos caballeros (muchos de ellos en potencia) que pululaban por allí no eran, al menos, de la clase de los que suelen preocupar a la policía. Lo grave era su número: había tantos como hormigas.

En realidad, eran todos alumnos de una escuela secundaria que había en el barrio, y que respondía al pretencioso nombre de la «Escuela de la Nube Caída». Allí cursaban sus estudios no menos de ochocientos individuos de diversos tamaños, al módico precio de dos yenes mensuales por cabeza. La finalidad de tal dispendio era la de que con el tiempo se convirtieran, precisamente, en honrados caballeros. Con un nombre así, es casi inevitable suponer que esos individuos serían de distinguida extracción. Pero sucedía justamente lo contrario. El nombre tenía tan poca relación con la realidad como lo tenía nuestra casa con una hipotética «Cueva del Dragón Durmiente», y para qué hablar del hediondo cuchitril de al lado con una «Posada de las Grullas». Mientras entre bachilleres y profesores existiesen lunáticos como el maestro, era fácil deducir lo difícil que sería convertir a esos muchachos en auténticos caballeros. En caso de albergar alguna duda respecto a lo que digo, uno sólo tendría que pasarse por la casa del maestro tres o cuatro días de visita, y entonces se convencería él solo.

El solar estaba abierto desde el día en que el maestro se instaló en la casa. Los alumnos de la escuela entraban y salían por allí sin ningún disimulo, igual que hacía Kuro, el gato del carretero. Era su lugar de descanso, de reunión, de charla. Incluso acostumbraban a tirarse en la hierba fresca y hacer sus buenos picnics. Como el lugar tenía toda la pinta de ser tierra de nadie, hacían en él lo que les venía en gana: arrojaban basura, tiraban allí los desperdicios de sus comilonas, abandonaban sus zapatillas viejas, enterraban sus sandalias de madera... Todo lo que era considerado viejo o inútil iba a parar a aquel solar. El maestro, normalmente, toleraba la situación sin decir nada y sin quejarse. No sé si porque no se enteraba o porque estaba agazapado esperando a que llegara el día de la gran venganza. Los caballeros en ciernes, mientras tanto, parecían ganar terreno lentamente. Desde la parte norte avanzaban posiciones hacia la parte sur del solar. Puede que «avanzar» suene un tanto premeditado, y quizás pueda sustituirse por otro verbo menos connotativo, pero la actitud de aquellas hordas no deja mucho margen al vocabulario. Eran como nómadas del desierto a la búsqueda de un nuevo oasis: dejaban las paulonias tras de sí para avanzar hasta los cipreses e instalase justo enfrente de la galería del maestro. Si tanta osadía era resultado de su educación, de ello se deduce que debía de ser terrible. No contentos con ganar terreno, se mostraban triunfantes, y frecuentemente entonaban canciones de victoria. No eran temas clásicos, sino modernos y pegadizos. Lo extraño del caso es que tanto el maestro como yo solíamos poner la oreja cuando empezaban a cantar, evidentemente complacidos, mostrando bien a las claras la excelencia de su educación musical. En ocasiones, aunque suene extraño, admiración y disgusto conviven en paz. El maestro, dividido entre esos dos polos opuestos, se veía obligado en todo momento a optar por uno o por otro, y en más de una ocasión le vi salir de su estudio mientras les gritaba: «¡Fuera de ahí! Ese lugar no es para vosotros». Y ellos, como eran hombres educados, se marchaban, pero al cabo de poco tiempo regresaban y empezaban de nuevo con sus rituales gastronómicos, musicales y declamatorios. En cuanto a su educación, creo sinceramente que ésta brillaba por su ausencia, pues de sus bocas salían expresiones de lo más vulgar, que tenían poco o nada que ver con las que usaba la gente de la calle. No paraban de decir cosas del estilo: «¡Eh, tú!» y se trataban entre ellos de «mamarrachos». Entiendo que antes de la restauración Meiji ese tipo de expresiones era propio de lacayos, mozos de cuerda y fogoneros de baños públicos, pero puede que con el cambio de siglo este modo de hablar se haya incorporado al lenguaje propio de los caballeros que aprenden a serlo. Algo parecido, quizás, a lo que ha ocurrido con el ejercicio físico. Antiguamente, se trataba de una actividad propia de las clases más bajas y menesterosas, y, sin embargo, en nuestros días, realizar algún tipo de deporte se ha convertido en una especie de moda entre las clases privilegiadas, y uno no es nadie si no va por ahí con una raqueta.

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